domingo, 31 de diciembre de 2017

CÉSAR Y LA DECIMOTERCERA CRUZAN EL RUBICÓN




Los titubeos de César antes de desencadenar la guerra civil han constituido el gozo de muchos escritores y la fortuna de un riachuelo del que, de otro modo, nadie conocería el nombre; el Rubicón. Éste marcaba, cerca de Rímini, la frontera entre la Galia Cisalpina, donde el procónsul tenía derecho de apostar sus soldados, y la verdadera Italia, donde la Ley le vedaba conducirlos; y fue en sus orillas que los historiadores describieron a César meditabundo y roído por las dudas. Pero el hecho es que cuando César llegó allí, había tomado ya la decisión o, mejor dicho, se la habían impuesto ya.



Con tal de evitar una lucha entre romanos, había aceptado todas las proposiciones presentadas por Pompeyo y por el Senado, que ya no eran más que una sola cosa: mandar una de sus escasas legiones a Oriente para vengar a Craso y devolver otra a Pompeyo que se la había prestado para las operaciones en la Galia. Pero cuando el Senado le contestó definitivamente impidiéndole concurrir al Consulado y poniéndole en el dilema: o dispersar al Ejército, o ser declarado enemigo público, comprendió que, de escoger la primera alternativa, se entregaba inerme en manos de un Estado que quería su pellejo.



Presentó otra propuesta más, que sus lugartenientes Curión y Antonio fueron a leer, en forma de carta, en el Senado; él licenciaría a ocho de sus diez legiones si se le prolongaba la gobernación de la Galia hasta el 48. Pompeyo y Cicerón se pronunciaron a favor, pero el cónsul Léntulo echó de la sala a los dos mensajeros y Catón y Marcelo pidieron al Senado, que asintió a desgana, que otorgase a Pompeyo los poderes necesarios para impedir que «se causara perjuicio a la cosa pública». Era la fórmula de aplicación de la ley marcial. Que ponía definitivamente a César entre la espada y la pared.



César reunió a su legión favorita, la decimotercera, y habló a los soldados, llamándoles no milites, sino conmilitones. Podía hacerlo. Además de su general, había sido su compañero. Hacía diez años que les conducía de fatiga en fatiga y de victoria en victoria, alternando sabiamente la indulgencia y el rigor. Aquellos veteranos eran verdaderos profesionales de la guerra, entendían de ella y sabían calibrar a sus oficiales. Sentían hacia César, que raramente había tenido que recurrir a su propia autoridad para afianzar su prestigio, un respetuoso afecto.


 Y cuando les hubo explicado cómo andaban las cosas y les preguntó si estaban dispuestos a enfrentarse con Roma, su patria, en una guerra que, de perderla, les calificaría de traidores, respondieron que sí unánimemente. Eran casi todos galos del Piamonte y de Lombardía, gente a quien César había dado la ciudadanía que el Senado se obstinaba en no reconocerles. Su patria era él, el general. Y cuando éste les advirtió que no tenía dinero para pagarles la soldada, contestaron entregando sus ahorros a las cajas de la legión. Uno solo desertó para ponerse al lado de Pompeyo: Tito Labieno. César le consideraba el más hábil de sus lugartenientes. Le envió el equipaje y el estipendio que el fugitivo no había retirado.



El 10 de enero de aquel año, -49, «echó los dados» como hubo de decir él mismo, esto es, pasó el Rubicón con aquella legión, seis mil hombres, contra los sesenta mil que Pompeyo había reunido ya. Formó otras tres con voluntarios del país que no habían olvidado a Mario y veían en César, su sobrino, el continuador. Las ciudades se abren ante él y le saludan como a un dios, escribió Cicerón, que empezaba a no estar muy seguro de haber elegido bien al ponerse de parte de los conservadores. En realidad, Italia estaba cansada de éstos y no oponía resistencia al rebelde, que la recompensaba con previsora clemencia: nada de saqueos, nada de prisioneros, nada de depuraciones.



Durante esa incruenta marcha sobre Roma, César siguió buscando un compromiso, o por lo menos haciendo que lo buscaba. Escribió a Léntulo haciéndole observar los desastres a cuyo encuentro podía ir Roma con aquella lucha fratricida; escribió a Cicerón diciéndole que informara a Pompeyo de que, si se le garantizaba la seguridad, él estaba dispuesto a retirarse a la vida privada. Mas, sin aguardar las respuestas, siguió avanzando contra Pompeyo, que también avanzaba, pero hacia el Sur.



No obstante haber rechazado las ofertas de César, los conservadores abandonaron Roma, tras haber declarado que considerarían enemigos a los senadores que se quedasen en la ciudad. Cargados de dinero, de pretensiones y de insolencia, cada uno con siervos, mujeres, amigas, efebos, tiendas de lujo, lencería de lino, uniformes y penachos, aquellos aristócratas hacían un alborotado acompañamiento a Pompeyo, trastornándole el cerebro con sus chácharas. Pompeyo no había tenido mucho carácter ni cuando era joven y delgado. Ahora, envejecido y con asma, perdió el poco que le quedaba; y para no afrontar una decisión, siguió retirándose hasta Brindisi, donde embarcó a todo su ejército y lo trasladó a Durazzo. Curiosa táctica para un general que contaba con un ejército doble que el del adversario. Pero dijo que antes de afrontar la batalla decisiva quería adiestrarlo y disciplinarlo.



César entró en Roma el 16 de marzo, dejando el ejército fuera de la ciudad. Se había rebelado contra el Estado, pero respetaba sus reglamentos. Pidió el título de dictador, y el Senado se negó. Pidió que fuesen enviados mensajeros de paz a Pompeyo, y el tribuno Lucio Metelo opuso el veto. César dijo: «Tan difícil me es pronunciar amenazas, como fácil cumplirlas.» En seguida el Tesoro fue puesto a su disposición. César, antes de vaciarlo para llenar las cajas de sus regimientos, echó el botín acumulado en las últimas campañas. El hurto, sí, pero antes la legalidad.



Los conservadores preparaban el desquite concentrando tres ejércitos; el de Pompeyo, en Albania, el de Catón, en Sicilia, y otro en España. Contaban con hacer capitular a César y a Italia por hambre, sin necesidad de una batalla que les atemorizaba. César mandó dos legiones a Sicilia al mando de Curión, que persiguió a Catón embarcado para África, le atacó sin preparación adecuada, fue derrotado y murió en combate pidiendo perdón a César por el desafio que te había causado. Contra España fue César en persona para asegurarse los abastecimientos de trigo.



Creía que los pompeyanos serían allí menos fuertes y se encontró frente a dificultades imprevistas. Pero César daba lo mejor de sí en los momentos de peligro. Un día, sitiado, vadeó un río y se convirtió en sitiador. El enemigo capituló y España quedó de nuevo bajo el control de Roma. El pueblo, librado del espectro de la escasez, le aclamó y el Senado le otorgó el título de dictador. Pero entonces fue César quien rehusó: le bastaba el de cónsul, que le confirieron los electores.



Con la habitual prontitud, repuso el orden en los asuntos internos del Estado, pero sin procesos, ni expulsiones ni confiscaciones. Después, reunió el Ejército en Brindisi, embarcó veinte mil hombres en las doce naves de que podía disponer y les desembarcó en Albania tras las huellas de Pompeyo, que se quedó petrificado, pues estaba convencido de que en invierno nadie habría osado cruzar aquel brazo de mar patrullado por su poderosa escuadra. Por qué no atacó en seguida a aquel temerario enemigo, no se ha sabido jamás. Y, sin embargo, tuvo a su favor incluso la tempestad que echó a pique la escuadra de César, impidiéndole transportar el resto de su ejército. En la barca con que trató, sin embargo, de alcanzar la costa italiana, César gritaba a los aterrados remeros: «No tengáis miedo: estáis transportando a César y a su estrella.» Pero el huracán rechazó contra los escollos a uno y otra; así, si en aquel momento Pompeyo hubiese tomado la iniciativa no habrían salido de allí nunca más.



Finalmente, el tiempo mejoró y en apoyo de las desmoralizadas tropas de César acudió Marco Antonio, el mejor de sus lugartenientes, con otros hombres y abastecimientos. Antes de atacar, César, dice él, envió otra proposición de paz a Pompeyo, que no surtió efecto. Pero tampoco el ataque de César surtió efecto. Pompeyo resistió, hizo algunos prisioneros y los mató. También César hizo prisioneros, pero los enroló. Sus veteranos reconocieron que la batalla había ido mal porque no habían puesto empeño en ella y pidieron ser castigados. César se negó y entonces le suplicaron que les condujera de nuevo al ataque. En cambio, él les condujo a Tesalia a descansar y a refocilarse en aquel granero.



En el campo de Pompeyo, Afranio aconsejaba volver a la indefensa Roma, abandonando a César a su destino. Pero la mayoría estuvo por darle el golpe de gracia porque ya le consideraba vencido. Pompeyo, que, por no tener ideas, seguía las de los demás, marchó en pos del enemigo y lo alcanzó en la llanura de Farsalia. Tenía cincuenta mil infantes y siete mil jinetes; César, veintidós mil infantes y mil jinetes. La víspera de la batalla, en el campamento de Pompeyo hubo grandes banquetes, discursos, tragos y brindis por la victoria. César comió un rancho de trigo y col con sus soldados, en el fango de la trinchera. Frente a él, que daba órdenes indiscutibles a sus oficiales, estaban mil estrategas charlatanes con mil planes diversos y un general que esperaba que le sugiriesen uno.



Farsalia fue la obra maestra de César, que perdió solamente doscientos hombres, mató a quince mil, capturó veinte mil, ordenó salvaguardarlos y celebró la victoria consumiendo, bajo la suntuosa tienda de Pompeya, la comida que los cocineros le habían preparado a éste para festejar su triunfo.


El desventurado general cabalgaba en aquel momento hacia Larisa, seguido siempre por aquella turba de aristócratas holgazanes, entre los cuales había un tal Bruto, cuyo cadáver había buscado César en el campo de batalla con el terror de encontrárselo. Era hijo de su antigua amante Servilia, la hermanastra de Catón, y tal vez él mismo fuera su padre.



Respiró al recibir una carta. suya de Larisa pidiéndole perdón, que también pedía para su cuñado Casio, que había casado con su hermana Tercia (sucesora de su madre Servilia en los favores de César) y que había caído prisionero con los otros pompeyanos.



César absolvió inmediatamente a ambos porque Roma era entonces lo que Ennio Flayano dice que hoy es Italia; un país no sólo de poetas, de héroes y de navegantes, sino también de tíos, de sobrinos y de primos.



Pero volvamos a Pompeyo, quien, reunido en Mitilene con su mujer, se embarcaba con ella en dirección a África, probablemente con el propósito de ponerse al frente del último ejército senatorial: el que Catón y Labieno habían estado organizando en Útica.



La nave echó el ancla en aguas de Egipto, Estado vasallo de Roma, que lo administraba a través de su joven rey, Tolomeo XII. Era un señorón medio degenerado y medio bobo, a merced de un visir, o sea de un primer ministro eunuco y canalla; Potino.



 Éste sabía ya lo de Farsalia y creyó asegurarse la gratitud del vencedor asesinando al vencido. Pompeyo fue apuñalado por la espalda ante los ojos de su mujer, mientras desembarcaba de una chalupa. Y su cabeza fue presentada a César, que volvió la propia con horror, cuando llegó y la vio. César normaba la sangre, ni siquiera la de sus enemigos. Y no cabe duda de que habría indultado a Pompeyo si le hubiese capturado vivo.



Ya,que estaba allí, César quiso, antes de volver a Roma, poner orden en las cosas de aquel país, que hacía tiempo se estaba yendo al traste. Tolomeo hubiese debido, según el testamento de su padre, compartir el trono con su hermana Cleopatra, tras haberla desposado (estos amores entre hermanos han seguido siendo frecuentes en Egipto hasta Faruk: forman parte del «color local»). Pero cuando llegó César, Cleopatra no estaba; Potino la había confinado y encerrado para poder actuar a su antojo. César la mandó llamar a escondidas. Para reunirse con él, se ocultó entre las mantas de un lecho que el siervo Apolodoro debía llevar a las habitaciones del ilustre huésped en el palacio real. Este la encontró en el momento de acostarse: un momento particularmente propicio a una mujer de aquella índole.



No muy guapa, pero rebosante de sexappeal, rubia, serpentina, sabia maestra en polvos de arroz y cosméticos, con una voz melodiosa que no correspondía en absoluto, como a menudo sucede, a su temperamento ambicioso y calculador, lo suficientemente intelectual para sostener con brío una conversación y absolutamente ignorante de todo lo que pudiera parecerse al pudor, era justamente lo que hacía falta para un mujeriego sin prejuicios como César, después de todos aquellos meses de trinchera y de abstinencia. Pues en cuanto a mujeres César había permanecido el de antes, y de siempre: para él, lo que se dejaba se perdía.


El día siguiente volvió a poner de. acuerdo a hermano y hermana, o sea que prácticamente devolvió todo el poder a éstos en perjuicio de Potino que fue suprimido discretamente, con la excusa, tal vez auténtica, de que estaba tramando un complot. Desgraciadamente, la ciudad se sublevó contra César y la guarnición romana que la vigilaba se sumó a los rebeldes. César, con sus pocos hombres, transformó el palacio real en un fortín, expidió un mensajero a Asia Menor en demanda de refuerzos, ordenó quemar la flota para que no cayese en manos del enemigo (desgraciadamente el incendio se propagó también a la gran biblioteca, honor y orgullo de Alejandría), y con un golpe de mano que él mismo guió echándose a nado, se adueñó del islote de Faro, donde aguardó los refuerzos que venían por mar. Tolomeo creyó que estaba perdido, se unió a los rebeldes y no se supo más de él. Cleopatra se quedó valientemente con César, quien, al arribar los suyos, dispersó a los egipcios y la repuso en el trono.



Quedóse nueve meses con ella, los que necesitó para echar al mundo un niño que fue llamado, para que no hubiese dudas sobre su paternidad, Cesarión. El de Cleopatra debió ser un gran amor para César, pues hizo oídos sordos a las llamadas de Roma, caída durante su ausencia en presa de las «cuadrillas» de Milón, vuelto de Marsella. Finalmente, a la noticia de que estaba a punto de emprender con ella un largo viaje por el Nilo, sus propios soldados se rebelaron: entre ellos había corrido la voz de que el general quería casarse con Cleopatra y quedarse en Egipto como rey del Mediterráneo.



Entonces César reaccionó, se puso de nuevo a lá cabeza de los suyos, corrió a Asia Menor donde «llegó, vio y venció» en Zela contra Farnaces, el rebelde hijo de Mitrídates.



Después embarcó hacia Tarento, donde Cicerón y otros ex conservadores fueron a su encuentro con lá cabeza cubierta de ceniza. Con su habitual magnanimidad, César les atajó las palabras de contrición y tendióles la mano.



Todos quedaron tan contentos, que no tuvieron ni ganas de escandalizarse con el hecho que el amo volviese a una Roma llena de estragos y de lutos, trayéndose consigo a una mujer vestida y pintada como una cupletista que empujaba un cochecillo con un mamoncete llorón dentro.



Con esta viviente «presa bélica» volvió a presentarse en la Urbe y a su propia mujer Calpurnia, que no pestañeó porque ya estaba acostumbrada. Fue ella la única, probablemente, en darse cuenta de que Cleopatra tenía la nariz un poco larga. Y estamos segaros de que ello le gustó mucho.


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