CAYO MARIO, EL HOMBRE QUE HACÍA FALTA
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CAYO MARIO |
Con Cayo fueron asesinados doscientos cincuenta de sus partidarios, y otros tres mil, encarcelados. De momento, pareció que los conservadores habían ganado y se esperaba una tremenda represión. Pero ésta no llegó. El Senado archivó la reforma agraria, pero no modificó la tasa del trigo ni trató de restablecer el monopolio de la aristocracia en los jurados de los tribunales. Se daba cuenta de que a pesar de aquella victoria momentánea, la situación no era propicia a restauraciones.
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CAYO MARIO |
Durante algunos años se vivió al día sin sustituir ningún remedio al que los Gracos habían intentado, siquiera prematuramente y cometiendo muchos errores tácticos. Con la excusa de favorecer más aún a los pequeños propietarios creados al socaire de las leyes agrarias, se les permitió vender las tierras que les fueron asignadas. Ellos, huérfanos de ayuda, lo hicieron. Y volvieron a formarse los latifundios sobre la consabida base del trabajo servil. Apiano, que era un demócrata de los más moderados, reconocía por aquellos tiempos que en toda Roma había aproximadamente dos mil propietarios. Todos los demás eran pobres y su condición empeoraba de día en día.
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CAYO MARIO |
Lo que hizo caer la balanza y dio pretexto a la gran rebelión, fue el llamado «escándalo de África», que comenzó en -112. Micipsa, que había sucedido a Masinisa en el trono de Numidia y que murió seis años antes, había dejado a Yugurta, hijo natural suyo, como regente y tutor de sus dos legítimos herederos, menores de edad. Yugurta mató a uno de ellos y guerreó con el otro, que pidió ayuda a la Urbe, protectora de aquel reino. La Urbe mandó una comisión investigadora, que Yugurta compró con una espléndida recompensa. Llamado a Roma, corrompió a los senadores que tenían que juzgarle. Y, finalmente, hubo de esperar la elección a cónsul de Quinto Metelo, que, era un mediocre hombre de bien, para ver a un general dispusto a hacer la guerra al usurpador y a rechazar los «sobrecitos».
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REYES DE NUMIDIA |
Aunque en aquellos tiempos no había periódicos la gente estaba igualmente informada y conocía muy bien los hechos y lo que ocurría entre bastidores. El odio que incubaba contra la aristocracia desde el día en que fueron asesinados los Gracos, estalló con violencia cuando se supo que Metelo, pese a ser de los mejores, se oponía a la elección al consulado de Cayo Mario, lugarteniente suyo, sólo porque no era aristócrata. Y, sin siquiera saber exactamente quién era, la asamblea votó unánimamente por él y le confió el mando de las legiones. Pues en Roma se decía a la sazón lo que doquiera y en todos los tiempos se dice cuando la democracia entra en la agonía; «Hace falta un hombre...»
Y, por casualidad, con aquella elección, lo encontró.
Mario era un personaje a la antigua, como entonces ya sólo se encontraban en provincias. Como Cicerón, nació, en efecto, en Arpino, hijo de un pobre bracero, y por Universidad tuvo el cuartel, donde ingresó jovencísimo. Se ganó los galones, las medallas y las cicatrices que tatuaban su cuerpo en el sitio de Numancia. Al volver, hizo un buen matrimonio. Casó con Julia, hermana de un Cayo Julio César, que como familia no era nada excepcional, pues tan sólo pertenecía a la pequeña aristocracia agraria, pero que ya tenía por hijo a otro Cayo Julio César destinado a hacer hablar de él durante milenios. En gracia a sus gestas militares, Mario fue elegido tribuno. Y lo aprovechó no para hacer política y demostrar toda su incapacidad, sino para volver con poderes acrecentados al frente de sus soldados, bajo el mando de Metelo. Éste daba largas a la guerra yugurtiana, Y cuando supo que su subalterno quería irse a Roma para concurrir al consulado, se escandalizó como de una pretensión fuera de lugar para un pobre campesino como aquel: el consulado, es cierto, estaba abierto a los plebeyos, pero tan sólo en teoría...
Mario, que era susceptible y rencoroso, se ofendió. Y, una vez elegido, reclamó el puesto de Metelo, que tuvo que cedérselo. La guerra tomó en seguida otro ritmo. En pocos meses, Yugurta se vio obligado a rendirse y adornó el carro del vencedor, que en Roma fue recompensado con un soberbio triunfo por el pueblo que veía en él a su adalid. Aquel pueblo no sabía que el golpe decisivo al usurpador de Numidia no lo había dado Mario, sino un cuestor suyo llamado Sila, que era un poco respecto a Mario lo que Mario había sido respecto a Metelo.
De momento, sin embargo, Mario era el héroe de la ciudad que, por ignorar una Constitución que ya estaba en las últimas y advirtiendo en él al «hombre que hacía falta», le ratificó durante seis años seguidos en el consulado. De hecho, el peligro exterior no había acabado con Yugurta; al contrario, adquirió más gravedad que antes debido a que los galos tornaban en masa a la ofensiva. Cimbros y teutones, más numerosos y agresivos que nunca, volvían a dar señales de vida, precipitándose como un alud desde Germania a Francia. Un ejército romano que se encontró con ellos en Carintia quedó destruido. Después destruyeron otro en el Rin, y un tercero y un cuarto, hasta que el Senado mandó el quinto a las órdenes de dos aristócratas, Servilio Cepión y Manlio Máximo. Los cuales no supieron hacer nada mejor que pelear entre sí, por celos, y deshacer cada uno lo que el otro hacía. En Orange, ochenta mil legionarios, el prestigio de la aristocracia de la que procedían aquellos ineptos generales y cuarenta mil auxiliares se quedaron en el campo de batalla. Y Roma quedóse sin aliento, aterrorizada, al ver echársele encima aquella horda. A Dios Gracias, en vez de los Alpes, franquearon los Pirineos para saquear España. Y cuando volvieron sobre sus pasos para atacar a Italia, Mario, cónsul hacía cuatro años, estaba presto para recibirles.
Había preparado su nuevo ejército, que constituyó su verdadera gran revolución, la que más tarde proporcionó las armas a su sobrino César. Había comprendido que ya no se podía contar con los ciudadanos que se llamaban «aptos para las armas» sólo porque, inscritos en una de las cinco clases, estaban sujetos al servicio militar, pero que no querían prestarlo. Y se dirigió a los otros, a los pobres de solemnidad, a los desesperados, atrayéndolos con una buena paga y con la promesa de botín y de generosa entrega de tierras después de la victoria. Era la sustitución del Ejército nacional por otro mercenario: operación arriesgada y catastrófica a la larga, pero que se hizo necesaria debido a la decadencia de la sociedad romana.
Condujo sus reclutas proletarios, encuadrados por suboficiales veteranos, allende los Alpes. Les endureció con marchas. Les adiestró en el combate con escaramuzas sobre objetivos menores. Y, al final, les hizo construir un campo atrincherado en las cercanías de Aixen Provence, punto de paso obligatorio para los teutones.
Éstos, tan numerosos eran, desfilaron por aquellos parajes durante seis días seguidos, y, con irrisión, preguntaron a los soldados romanos de centinela en los glacis si querían algún recado para sus esposas que estaban en la patria. Seguían siendo los de tres siglos antes: altos, rubios, fortísimos, valerosísimos, pero sin ninguna noción de estrategia, pues de lo contrario no se hubiesen dejado a las espaldas aquel exiguo enemigo. Y, en efecto, lo pagaron caro. Pocas horas después, Mario se les echó encima y exterminó cien mil de ellos. Plutarco dice que los habitantes de Marsella levantaron empalizadas con los esqueletos, y que, abonadas por tantos cadáveres, las tierras dieron aquel año una cosecha jamás vista.
Tras aquella victoria, Mario regresó a Italia y aguardó a los cimbros cerca de Vercelli, allí donde Aníbal había conseguido su primer triunfo. Como sus hermanos teutones, también aquéllos demostraron más valor que cerebro. Avanzaron fanfarronamente descalzos por la nieve, y se sirvieron de sus escudos como de trineos para deslizarse sobre los romanos a lo largo de las pendientes heladas, alborotando alegremente como si se tratase de un ejercicio deportivo. También allí, como en Aix, más que una batalla tuvo lugar una monstruosa carnicería.
En Roma, Mario fue acogido como un «segundo Camilo». Y, en señal de gratitud, le regalaron todo el botín capturado al enemigo. Con lo que él se hizo riquísimo y propietario de tierras «extensas como un reino». Y por sexta vez consecutiva le eligieron cónsul.
En el juego político que por primera vez le tocaba entonces afrontar, el héroe, como suele acontecer a los héroes, se mostró menos ilustrado que en el manejo de las legiones. Había hecho promesas a sus soldados que ahora había de mantener. Y para mantenerlas, tuvo que coligarse con los jefes del partido popular: Saturnino, tribuno de la plebe, y Glaucia, pretor. Eran dos canallas, expertísimos en todos los embrollos parlamentarios que, a la sombra del popularísimo Mario, querían sencillamente hacer sus negocios. Las tierras fueron efectivamente distribuidas en aplicación de las leyes de los Gracos, pero al mismo tiempo, para ganar votos para su partido, la tasa del trigo, ya bajísima, fue reducida otra vez en nueve décimas. Era una medida absurda que ponía en peligro el presupuesto del Estado. Los más moderados de los propios populares vacilaron, el Senado persuadió a un tribuno para que opusiese el veto, pero Saturnino, en contra de la legislación, presentó la ley de todos modos. Se produjeron incidentes.
Para el consulado del año 99, se presentaron candidatos para hacer de colega con Mario, Glaucia por los populares y Cayo Memmio, uno de los pocos aristócratas todavía respetados, por los conservadores. Ambos fueron asesinados por las bandas de Saturnino. Y entonces el Senado, recurriendo a las medidas de emergencia del senadoconsulto para la defensa del Estado, ordenó a Mario que hiciese justicia y restableciese el orden. Mario titubeó. No hacía otra cosa, por lo demás, desde que se había metido en política. Había envejecido, engordado, y bebía mucho. Ahora se trataba de escoger entre una rebelión abierta y la eliminación de sus amigos. Escogió el segundo camino y dejó que Saturnino, Glaucia y sus secuaces fuesen lapidados hasta morir por los conservadores que él mismo capitaneó para la ocasión. Luego, sabedor ya de que estaba mal visto por todos, por la aristocracia, que veía en él a un aliado infiel y por la plebe, que veía en él a un traidor seguro, se retiró lleno de rencor y partió de viaje hacia Oriente.
No habían transcurrido dos años desde que Roma le recibiera triunfalmente como un «segundo Camilo». Y de haber aceptado con más filosofía aquella ingratitud, habría pasado a la Historia con un nombre inmaculado. Pero, era tosco, pasional, lleno de ambiciones insatisfechas y muy convencido, de ser el «hombre que hacía falta». Por lo que, cuando los acontecimientos le reclamaron a escena, volvió a presentarse sin vacilación alguna para interpretar en ella un papel más bien ambiguo.
En -91, Marco Livio Druso fue elegido tribuno. Era un aristócrata, hijo de aquel que se había opuesto a Tiberio Graco y padre de una muchacha que más tarde casaría con un tal Octaviano, destinado a convertirse en César Augusto. Propuso a la Asamblea tres reformas fundamentales; repartir nuevas tierras entre los pobres; devolver el monopolio sobre los jurados al Senado, pero después de haber añadido trescientos miembros más, y conceder la ciudadanía romana a todos los italianos libres. La asamblea aprobó los dos primeros proyectos. El tercero no llegó a discutirse porque una mano asesina suprimió al autor.
Inmediatamente después, toda la península se alzó en armas. Tras siglos de unión con Roma, seguía siendo tratada como una provincia conquistada. Se la exprimía con los impuestos y las levas militares. Se la sometía a leyes aprobadas por un Parlamento en el que no tenía ninguna representación. Y el gran esfuerzo de los prefectos romanos en las cabezas de distrito consistió en fomentar en ellas el contraste entre ricos y pobres de manera a tenerles perpetuamente desunidos. Tan sólo algún millonario, intrigando y distrihuyendo gratificaciones, obtuvo la ciudadanía romana. Pero en -126 la Asamblea prohibió a los italianos de provincia emigrar a la Urbe y en -95 expulsó a los que ya estaban en ella.
La rebelión se extendió en un abrir y cerrar de ojos, salvo en Etruria y Umbría que permanecieron fieles. Y reclutó un ejército, armado más de desesperación que de lanzas y escudos, especialmente entre los esclavos, que en seguida unieron su suerte a la de los rebeldes. Proclamaron una República federal con capital en Corfinio, que convirtió en «guerra social» esta segunda «guerra servil». Con el pánico que cundió en Roma, donde nadie se hacía ilusiones sobre la venganza que aquellos desheredados debían de incubar hacia quienes les habían oprimido durante tantos siglos, resurgió el mito de Mario, «el hombre que hacía falta». Éste improvisó un ejército con su sistema habitual, y lo condujo de victoria en victoria, pero sin reparar en gastos, devastando y matando por toda la península. Cuando ya hubieron caído más de trescientos mil hombres entre ambas partes, el Senado, con el fin de que depusieran las armas, se decidió a conceder la ciudadanía a los etruscos y a los umbros en premio a su fidelidad, y a todos aquellos que estaban dispuestos a jurarla, para hacerles deponer las armas.
La paz que siguió fue la de un cementerio y poca gloria procuró a quien la impuso. Además, Roma mantuvo su palabra englobando los nuevos ciudadanos en diez nuevas tribus, que tenían que votar después de las treinta y cinco romanas que formaban los comicios tributos; o sea sin ninguna posibilidad de revocar el veredicto de éstos. Para obtener los plenos derechos democráticos, tuvieron que aguardar a César, a quien, efectivamente, abrieron las puertas con mucho entusiasmo, sin darse cuenta de que él significaba el fin de la democracia.
Y he aquí que al año siguiente se reanuda la guerra: no ya «servil», no ya «social», sino civil Y esta vez Mario no se limitó a aprovecharse de ella, sino que fue quien la provocó, convencido de seguir siendo «el hombre que hacía falta».
Un hombre continuaba, en efecto y por desgracia, haciendo falta. Pero ya no era él. Era el que, también por casualidad como sucediera a los populares, habían encontrado los conservadores: el antiguo subalterno y cuestor de Mario en Numidia: Sila.
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LUCIO CORNELIO SILA |
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