Roma
no era una ciudad industrial. Como grandes establecimientos había tan sólo una
importante papelería y una fábrica de colorantes. Desde los antiguos tiempos,
su verdadera industria era la política, que ofrece, para las ganancias, atajos
mucho más rápidos que el trabajo verdadero. Y esta vocación no ha cambiado
tampoco en nuestros días.
La
principal fuente de riqueza de los señores romanos era la intriga en los
pasillos de los ministerios y el saqueo de las provincias. Gastaban mucho
dinero en hacer carrera. Mas, una vez llegados a algún alto cargo
administrativo, se resarcían con pingües intereses, aplicando las ganancias a
la agricultura. Junio Columela y Plinio nos han dejado el retrato de
aquella sociedad latifundista y del criterio que seguía para la explotación de
las fincas.
La
pequeña propiedad que los Graco, César y Augusto habían querido
restablecer con sus leyes agrarias no había resistido a la competencia del
latifundio: una guerra o un año de sequía bastaban para destruirla en provecho
de los grandes feudos que contaban con medios de resistir a ellas. Los había
grandes como reinos, dice Séneca, atendidos por esclavos que no costaban nada,
pero que trabajaban la tierra sin criterio alguno, y especializados en la
ganadería, que rentaba más que labrar los campos. Pastos de diez o veinte mil
hectáreas con diez o veinte mil cabezas no eran raros.
Pero
entre Claudio y Domiciano comenzó una lenta transformación. El largo
período de paz y la extensión de la plena ciudadanía a los provincianos
interrumpieron el aprovisionamiento de esclavos, que comenzaron a escasear y,
además, a ser más caros. La mejora de los cruzamientos condujo a una
sobreproducción de ganado, el cual, falto además de los piensos que necesitaba,
bajó de precio. Muchos ganaderos juzgaron más conveniente volver a la
agricultura, dividieron las fincas en predios y los dieron en explotación a
arrendatarios, o colonos, que fueron los antepasados de los campesinos
de hoy, que mucho se les parecen si es verdad lo que Plinio cuenta de
ellos; tenaces, testarudos, avaros, desconfiados y conservadores.
Éstos
entendían de agro y estaban interesados en su rendimiento. De golpe comenzó el
uso de abonos, la rotación del cultivo y la selección de semillas. Los
fruticultores importaron y trasplantaron, tras experimentos racionales, la uva,
el melocotón, el albaricoque y el cerezo. Plinio enumera veintinueve
clases de higos. Y el vino fue producido en tal cantidad, que Domiciano,
para impedir una crisis, prohibió plantar nuevos viñedos.
En
torno a esos microcosmos agrícolas, y para completar su autarquía, nacieron,
sobre una base artesana, las industrias. Una granja era considerada tanto más
rica cuanto más se bastaba a sus propias necesidades. En ella había matadero
donde sacrificar las reses y embutir sus carnes. En ella estaba el horno donde
cocer los ladrillos. En ella se curtían las pieles y se confeccionaban los
zapatos. En ella se tejía la lana y se cortaban los vestidos.
No había asomo de
esa «especialización» que hoy en día hace insoportable el trabajo y transforma
en autómata a quien lo ejecuta. En aquellos tiempos, una vez desuncidas las
bestias del arado, el industrioso campesino se convertía en carpintero o se
ponía a forjar hierro para convertirlo en ganchos u ollas. La vida de aquellos
agricultores artesanos era más plena y varia que en nuestros tiempos.
Las
únicas industrias llevadas con criterios modernos eran las extractivas.
Teóricamente, el propietario del subsuelo era el Estado, pero arrendaba su
explotación, conforme a modestos cánones de arriendo, a los particulares. El
interés estimuló a éstos a descubrir el azufre en Sicilia, el carbón en
Lombardía, el hierro en el Elba y el mármol en Lunigiana, así como su empleo.
Los costos de producción eran mínimos porque el trabajo en los pozos se
confiaba exclusivamente a esclavos y a forzados, a los cuales no había que
pagar ningún salario ni era necesario asegurar contra ningún accidente. Dadas
las condiciones de las minas, catástrofes como la de Marcinelle debían de
ocurrir cada semana, con millares de muertos. Los historiadores romanos
olvidaron decirlo porque, para ellos, esos episodios no «eran noticia» como se
dice en jerga periodística. Otra gran industria era la construcción, con sus
especialistas, desde leñadores a fontaneros y vidrieros. Mas no pudo
desarrollarse un verdadero capitalismo sobre todo por la competencia que el
trabajo servil hacía al mecánico. Cien esclavos costaban menos de lo que
hubiera costado una turbina, y el maquimismo habría creado un problema de paro
insoluble.
Sin
embargo, muchos servicios públicos estuvieron mejor organizados entonces que,
pongamos por caso, en la Europa del siglo XVIII. El Imperio tenía cien mil
kilómetros de autopistas; Italia poseía ella sola cerca de cuatrocientas
grandes arterias, sobre las que se desenvolvía un tránsito intenso y ordenado.
Su pavimentado había permitido a César recorrer mil quinientos kilómetros en
ocho días, y el mensajero que el Senado mandó a Galba para comunicarle la muerte
de Nerón empleó treinta y seis horas en recorrer quinientos kilómetros. El
correo no era público, por bien que se llamase cursus publicus.
Organizado por Augusto según el sistema persa; debía servir solamente como
valija diplomática, o sea para la correspondencia de Estado, no pudiendo los
particulares utilizarla sin un permiso especial. El telégrafo era sustituido
por señales luminosas a través de faros instalados en las alturas y permaneció
sustancialmente idéntico hasta los tiempos de Napoleón. El correo privado
estaba regido por compañías privadas, o bien confiado a amigos o gentes de
paso. Pero los grandes señores como Lépido, Apicio, Polión, tenían un
servicio por su cuenta del que estaban orgullosísimos.
Empalmes
y postas estaban magníficamente concatenados. A cada kilómetro, un mojón
indicaba la distancia de la ciudad más próxima. Cada diez kilómetros había una
estación con restaurante, habitaciones, cuadra y caballos frescos en
alquiler. Cada treinta, había una mansión que además de lo anterior, más
espacioso y mejor organizado, se añadía también un burdel. Los itinerarios eran vigilados por patrullas
de policía, que no consiguieron jamás, empero, hacerlos del todo seguros. Los
grandes señores los recorrían seguidos de completos trenes de carros, dentro de
los cuales dormían bajo la protección de sus servidores armados.
Florecía
el turismo casi tanto como en nuestros tiempos. Plutarco ironiza sobre
los globetrotters que infestaban la ciudad. Como la de los jóvenes
ingleses del siglo pasado, la educación del joven romano no era completa antes
del grand tour. Lo hacían sobre todo a Grecia, por vía marítima,
embarcándose en Ostia o Pozzuoli, que eran los dos grandes puertos de la época.
Los más pobres tomaban uno de tantos cargueros que iban en busca de mercancías
a Oriente; para los más ricos había verdaderos transatlánticos, que navegaban a
vela, pero que desplazaban hasta mil toneladas, tenían ciento cincuenta metros
de eslora y contaban con camarotes de lujo. La piratería había desaparecido
casi por completo bajo Augusto, quien, para debelarla, había instituido dos
grandes home fleets permanentes en el Mediterráneo. De modo que entonces
las naves viajaban incluso de noche, pero casi siempre costeando por miedo a
las tempestades.
No existían horarios, pues todo dependía de los vientos.
Normalmente se andaba a cinco o seis nudos por hora, empleándose casi diez días
de Ostia a Alejandría. Pero tampoco el pasaje costaba mucho: en un carguero, el
trayecto hasta Atenas no rebasaba de cincuenta liras. Las tripulaciones eran
duchas y semejantes a las de hoy: gente despreocupada y pendenciera, con
marcadas inclinaciones a la taberna y el burdel. Los comandantes eran
especialistas que poco a poco transformaron el oficio de la navegación en una
verdadera ciencia. Hipalo descubrió la periodicidad de los monzones, y
los viajes desde Egipto a la India, que antes requerían seis meses, empezaban
ahora a hacerse en uno. Aparecieron las primeras cartas marinas y se instalaron
los primeros faros.
Todo
ello sucedió rápidamente porque los romanos llevaban dentro, además de la
pasión por las armas y las leyes, la de la ingeniería. No alcanzaron jamás en
los estudios matemáticos las alturas especulativas de los griegos, pero las
aplicaron mucho más prácticamente. La desecación del Fucino fue una auténtica
obra maestra y las carreteras que construyeron continúan siendo aún hoy
modélicas. Fueron los egipcios quienes descubrieron los principios de la
hidráulica, pero los romanos los concretaron en acueductos y colectores de proporciones
colosales.
A ellos se debe el continuo chorrear de fuentes en la Roma de hoy. Y
Frontino, que organizó el sistema de ellas, incluso lo describió en un
manual de alto valor científico. Precisamente compara estas obras de utilidad
pública con la total inutilidad de las Pirámides y de muchas construcciones
griegas. Y en sus palabras resplandece el genio romano, práctico, positivo, al
servicio de la sociedad y no a remolque de los caprichos estéticos
individuales.
Es
difícil decir hasta qué punto el desarrollo de Roma y de su Imperio fue debido
a la iniciativa privada y hasta qué punto al Estado. Éste era propietario del
subsuelo, de un amplio patrimonio y probablemente también de algunas industrias
de guerra. Garantizaba el precio del trigo con el sistema de la acumulación y
emprendía directamente las grandes obras públicas para remediar el paro.
Empleaba asimismo el Tesoro como Banco, prestando a los particulares, sobre
sólidas garantías, dinero a alto interés. Pero no era muy rico. Sus ingresos, bajo
Vespasiano, que los aumentó y administró con rigor, no rebasaban los
cien mil millones de liras, sacadas sobre todo de los impuestos.
En
líneas generales, puede decirse que era un Estado más liberal que socialista,
el cual dejaba incluso a la iniciativa de sus generales el derecho de acuñar
moneda en las «provincias» que gobernaban. El complejo sistema monetario que
derivóse de ello fue un buen bocado para los banqueros que basaron en él todas
sus diabluras: libretas de ahorro, letras de cambio, cheques, pagarés. Fundaron
institutos a propósito con sucursales y corresponsales en todo el mundo,
complejo sistema que hizo inevitables los booms y las crisis, como
sucede también hoy.
La
depresión de Wall Street en 1929 tuvo su precedente en Roma cuando Augusto,
vuelto de Egipto con el inmenso tesoro de este país en el bolsillo, lo puso en
circulación para reanimar el languideciente comercio. Esta política
inflacionista lo estimuló, pero también estimuló los precios que subieron a las
estrellas hasta que Tiberio interrumpió bruscamente esa espiral resorbiendo la
moneda circulante. El que se había endeudado contando con la continuación de la
inflación se encontró falto de líquido y corrió a retirarlo de las cajas de
ahorros. La de Balbo y de Olio tuvo que hacer frente en un solo día a
trescientos millones de obligaciones y cerró las ventanillas. Las industrias y
comercios interesados no pudieron pagar a sus proveedores y cerraron también.
Cundió el pánico. Todos corrieron a retirar sus depósitos de los Bancos. Hasta
el de Máximo y Vibón, que era el más fuerte, no pudo satisfacer todas
las demandas y pidió auxilio a la de Pettio. La noticia se difundió en
un abrir y cerrar de ojos, y fueron entonces los clientes de Pettio quienes se
precipitaron a su Banco con sus libretas impidiéndole el salvamento de sus dos
colegas.
La interdependencia de las varias economías provinciales y nacionales
en el seno del vasto Imperio, quedó demostrada por el simultáneo asalto a los
Bancos de Lyon, Alejandría, Cartago y Bizancio. Era claro que una oleada de
desconfianza en Roma repercutía inmediatamente en la periferia. También
entonces hubo quiebras en cadena y suicidios. Muchas pequeñas propiedades,
cargadas de deudas, no pudieron aguardar la nueva cosecha para pagarlas y
tuvieron que ser vendidas, en provecho de los latifundios que estaban en
condiciones de resistir. Volvieron a florecer los usureros que con la difusión
de los Bancos habían mermado. Los precios se derrumbaron espantosamente. Y
Tiberio tuvo al fin que rendirse a la idea de que la deflación no es más sana
que la inflación. Con muchos suspiros distribuyó cien mil millones a los Bancos
para que volviesen a ponerlos en circulación, con orden de prestarlos por tres
años sin intereses.
El
hecho de que bastó esta medida para revigorizar la economía, descongelar el
crédito y devolver la confianza, nos demuestra la importancia de los Bancos, es
decir, cuan sustancialmente capitalista era el régimen imperial romano.
Bellísimo trabajo. No tengo palabras para agradecer al autor.
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