ANTONINO PIO |
El
título de Pío fue dado a Antonino a posteriori por el
Senado, que le llamó asimismo Óptimus princeps, el mejor de los
príncipes. Su sucesor Marco Aurelio le definió como «un monstruo de virtud» y,
cuando no sabía qué resolución tomar, se recomendaba a sí mismo: «Haz lo que en
este caso hubiera hecho Antonino.» Precepto, a decir verdad, más fácil de
enunciar que de seguir porque el problema estribaba precisamente en saber lo
que Antonino habría hecho.
No
era ya muy joven cuando en 138 después de Jesucristo subió al trono, pues había
rebasado ya la cincuentena. Sin embargo, si se le hubiese preguntado a uno de
los muchos romanos que saludaban gozosamente su advenimiento por qué razones
estaban todos tan contentos, se le habría puesto en un apuro. Antonino, hasta
aquel momento, no había hecho nada glorioso. Era un buen abogado, pero, por
tener más bien ojeriza a la retórica, ejercía poco, y este poco gratuitamente
porque era riquísimo. Era la suya una familia de banqueros venida de la Galia
un par de generaciones antes, y Antonino recibió una educación de gran burgués.
Había estudiado filosofía, mas sin ahondar mucho en ella y prefiriendo siempre,
como sostén, la religión. No era beato, pero sí respetuoso: tal vez fue uno de
los últimos romanos que creyó sinceramente en los dioses, o por lo menos el que
se comportó como si creyese en ellos. Versado en literatura protegió a muchos
escritores, pero tratándoles un poco desde arriba y guardando las distancias
con indulgencia, como si se tratase de elementos decorativos de la sociedad que
no había que tomarse muy en serio. Sin embargo, todos le querían y le tenían
simpatía por su cara bondadosa y serena, plantada, sobre las anchas espaldas,
por su gentileza, por su sincera preocupación en los asuntos ajenos y por la
discreción con que supo ocultar las propias sin molestar a nadie. Aquel hombre
sin enemigos tuvo uno en casa: su mujer. Faustina era bella, pero, por
no decirlo de otro modo, vivaracha. Aun rebajando la tara de lo que se decía de
ella, quedaba todavía de qué sacar de quicio a cualquier marido. Antonino quiso
lograrlo todo. Tuvo dos hijas de ella: una murió y la otra salió a su madre y a
estilo de ésta trató a su marido Marco Aurelio. Antonino sobrellevó sus
decepciones en silencio. Cuando murió Faustina, instituyó un templo en su honor
y un fondo para la educación de muchachas pobres, después de haberla reprendido
una sola vez en la vida: cuando ella, sabiéndose emperatriz, había insinuado
algunas pretensiones de lujo. «¿No te das cuenta —le dijo— que ahora hemos
perdido el que teníamos?»
No
era retórica, porque el primer gesto de Antonino emperador fue ingresar su
inmensa fortuna en la caja del Estado. A su muerte, su patrimonio personal
estaba reducido a cero y el del Imperio se elevaba a dos mil setecientos
millones de sestercios, cifra jamás alcanzada. Llegó a este resultado gracias a
una administración juiciosa, pero sin tacañerías. Revisó y redujo el programa
reconstructivo de Adriano, pero no lo revocó. Y por cada gasto, hasta por los
más insignificantes, pedía autorización al Senado a quien rendía cuentas al
céntimo. Siempre con su consentimiento, llevó adelante la reordenación. Por
primera vez, los derechos y los deberes de los cónyuges fueron equiparados, la
tortura casi enteramente abolida y la muerte de un esclavo declarada delito.
Al
revés del inquieto y curioso Adriano, el gran vagabundo, tenía un
temperamento sedentario, de burócrata puntual. Y, efectivamente, no parece que
se haya alejado ni por un día más allá de Lanuvio, donde tenía una villa e iba
a pasar el fin de semana pescando o cazando en compañía de amigos. Desde
qué enviudó, tomó una concubina, que le fue más fiel de lo que le había sido su
esposa. Pero la mantenía apartada, sin mezclarla en los asuntos del Estado,
Quiso la paz. Acaso la quiso un poco demasiado, es decir, hasta a costa del
prestigio del Imperio, por ejemplo en Germania, donde se mostró excesivamente
dúctil con lo que alentó la osadía de los rebeldes. Pero no existe escritor extranjero
de la época que no haya ensalzado la tranquilidad y el orden que el mundo gozó
bajo él. Según Apiano, Antonino se veía materialmente asediado por embajadores
de todos los países que pedían ser anexionados al Imperio. Como todos los
reinados felices, el suyo si bien duró veintitrés años, discurrió sin historia,
es decir, sin acontecimientos. El ideal —dice Renan— parecía
conseguido: el mundo estaba gobernado por un padre.
A
los setenta y cuatro años, quizá por primera vez en su vida, Antonino cayó enfermo.
Y como no estaba acostumbrado a ello, aunque sólo se trataba de dolor de
barriga, comprendió que era el fin. Ya tenía el César de recambio: se lo había
indicado, al morir, el propio Adriano, en la persona de un joven de diecisiete
años, Marco Aurelio, que además era sobrino de Antonino. Le mandó llamar y le
dijo sencillamente: «Ahora, hijo, te toca a ti.» Luego ordenó a los criados que
llevasen al aposento de Marco la estatua, de oro de la diosa Fortuna, dio al
oficial de guardia el santo y seña para aquel día: «Ecuanimidad», dijo que le
dejasen solo porque quería dormir y se volvió del otro lado de la cama. Y se
durmió de verdad. Para siempre.
Marco
tenía en aquel momento, 161 después de Jesucristo, exactamente cuarenta años. Y
era uno de esos raros hombres que habiendo nacido de pie lo reconocen
lealmente. Tengo una gran deuda —dejó escrito— con los dioses. Me han
dado buenos abuelos, buenos padres, una buena hermana, buenos maestros y buenos
amigos. Entre estos últimos estuvo también Adriana, que frecuentaba su casa
y que le había tomado gran simpatía desde pequeño. La razón de esta amistad era
su común origen español. También los Aurelios procedían de allí, donde se
habían ganado el sobrenombre de «Verdaderos» por su honradez. Fue el abuelo, entonces
cónsul, quien se ocupó del niño, que quedó huérfano a los pocos meses y la
confianza que depositó en el nietecito lo demuestra el número de preceptores
que le dio; cuatro, para la Gramática, seis para la Filosofía y uno para las
Matemáticas. O sea diecisiete en total. Cómo se las compuso aquel chico para
aprender algo sin volverse loco, sólo Dios lo sabe. Prefirió, entre sus
pedagogos, a Cornelio Frontón, el retórico, pero despreció su
disciplina. El curialismo y la oratoria era lo que menos le agradaba en sus
conciudadanos. En cambio, se apasionó por la filosofía y no sólo quiso
estudiarla a fondo sino practicarla también. A los doce años hizo quitar la
cama dé su habitación, durmió sobre el desnudo suelo y se sometió a tal dieta y
abstinencia que su salud acabó por resentirse. Pero no se quejó. Antes bien,
agradeció a los dioses también esto: haberlo mantenido casto hasta los
dieciocho años y capaz de reprimir los impulsos sexuales.
Tal
vez se hubiese convertido en sacerdote del estoicismo y de los más puritanos,
como se era entonces, si Antonino no le hubiese hecho César cuando aún
era adolescente y no se le hubiese asociado al gobierno, después de haberle
adoptado junto con Lucio Vero, hijo de aquel que Adriano había nombrado
sucesor suyo y que murió prematuramente. Pero Lucio era de carácter muy
distinto: hombre de mundo, mujeriego y vividor, que no se tomó a mal en
absoluto que Antonino le excluyese más tarde para designar como César a Marco
solo. Éste, recordando los anhelos de Adriano, llamó, sin embargo, a Lucio para
compartir el poder y le dio por esposa a su hija Lucila. Desgraciadamente, la
lealtad en política, no es siempre buena consejera.
Cuando
Marco fue coronado, todos los filósofos del Imperio exultaron, viendo en el
triunfo de éste el suyo propio y la realización de la Utopía. Pero se
equivocaron. Marco no fue un gran hombre de Estado: no entendía nada de
economía, por ejemplo, erraba los presupuestos y, de vez en cuando, había que
vigilarte las cuentas. Pero del aprendizaje hecho con Antonino, el ilustrado
conservador realista y algo escéptico, había sacado su lección sobre los
hombres. Sabía que las leyes no bastaban para mejorarlos, por lo que llevó
adelante la reforma de los códigos emprendida por sus dos predecesores, pero
flemáticamente y sin creer demasiado en sus beneficios. Como buen moralista,
creía más en el ejemplo, y procuró darlo con el ascetismo de su existencia, que
sus súbditos admiraron, pero no sintieron la tentación de Imitar.
Los
acontecimientos no le fueron favorables. Apenas hubo ascendido al trono, los
britanos, los germanos y los persas, alentados por la pasividad de Antonino,
empezaron a amenazar los confines del Imperio. Marco mandó un ejército a
Oriente, con Lucio, quien en Antioquía se encontró con Pantea y allí se
detuvo. Era la Cleopatra del lugar, y Lucio era un Marco Antonio sin el valor y
el genio militar de éste. Cuando vio aquella mujeraza, perdió completamente la
cabeza. Dicen que ella ayudó con filtros a que perdiese la memoria. Pero si era
verdaderamente tan hermosa como nos la han descrito, no debió tener necesidad
de filtro alguno.
Marco
no protestó de la actitud de Lucio que seguía haciendo de Ganimedes con Pantea,
mientras los persas saqueaban a placer en Siria. Se limitó a mandar
discretamente un plan de operaciones al jefe del Estado Mayor de su socio,
Avidio Casio, con orden de cumplirlo a rajatabla. Era, dicen, un plan que
revelaba gran talento militar. Lucio se quedó retozando en Antioquía mientras
su ejército derrotaba brillantemente a los persas, y no volvió a tomar el mando
más que para hacerse coronar de laurel el día del Triunfo que Marco le hizo
decretar. Desgraciadamente, con los despojos del enemigo vencido trajo a sus
conciudadanos un feo regalo; los microbios de la peste. Fue un terrible azote
que mató solamente en Roma a más de doscientas mil personas. Galeno, el
más célebre médico de la época, cuenta que los cuerpos de los enfermos eran
violentamente sacudidos por una tos rabiosa, se llenaban de pústulas y que su
aliento hedía. Toda Italia se contaminó, ciudades y aldeas quedaron
deshabitadas, la gente se apiñaba en los santuarios para invocar la protección
de los dioses, ya nadie trabajaba, y detrás de la epidemia asomaba la carestía.
Marco
no era ya un emperador, era un enfermero que no abandonaba ni una hora siquiera
las crujías de los hospitales, pero la ciencia, en aquellos tiempos, no ofrecía
remedios. A estas calamidades públicas se añadieron, para él, otras privadas. Faustina,
la hija que Antonino le había dado por esposa, semejaba en todo y por todo a su
madre homónima: en belleza, en alegría y en infidelidad. Sus adulterios no son
probados, pero toda Roma hablaba de ellos. Tal vez tenia atenuantes; aquel
marido ascético y melancólico, absorto en su sacerdocio de «primer servidor del
Estado», no estaba hecho para una mujercita con pimienta en el cuerpo y llena
de vida como ella.
Gran hombre de bien como su predecesor y suegro, Marco no
hizo sino colmarla de atenciones y de ternura, no pronunció ninguna palabra de
censura ni de queja y hasta en sus Pensamientos dio gracias a los dioses
por haberle concedido una esposa tan devota y afectuosa. De los cuatro hijos
nacidos del matrimonio, una murió, otra se convirtió en la infeliz esposa de Ludo,
que sólo se portó bien el día que se decidió a dejarla viuda, y en cuanto a los
dos mellizos, de quienes toda Roma decía que el verdadero padre era un
gladiador, uno murió al nacer y el otro, que se llamaba Cómodo, tenía a
la sazón siete años, era una maravilla de belleza atlética, y hacia desesperar
ya a sus institutores por repugnarle el estudio y sentir gran pasión por el
Circo. Cuando se dice: la sangre... Pero Marco lo quería ardientemente.
EMPERATRIZ FAUSTINA LA MENOR |
Diezmada
por la pestilencia y la carestía, Roma se había convertido en una ciudad
sombría y desconfiada. Envejecido ya antes de la cincuentena en medio de tantas
tribulaciones, el hombre de bien Marco, roído por el insomnio y por la úlcera
de estómago, apenas había subsanado una desdicha que ya otra comenzaba. Ahora
eran las tribus germánicas que irrumpían hacia Hungría y Rumania. Cuando Marco
se puso personalmente al frente de las legiones, muchos sonrieron: aquel
hombrecillo delicado y macilento, obligado a una dieta vegetariana, no
inspiraba confianza como conductor de hombres. Y, en cambio, pocas veces, los
legionarios habían luchado con tanto ímpetu como lo hicieron bajo su mando
directo. Durante seis años, aquel hombre de paz hizo la guerra derrotando uno
tras otro a los más agresivos enemigos : los cuados, los longobardos, los
marcomanos, los sármatas. Pero cuando, tras un día de luchas, se encontraba
solo consigo mismo, bajo una tienda de simple soldado, abría el cuaderno de los
Pensamientos y escribía: Una araña, cuando ha capturado a una mosca,
cree haber hecho quién sabe qué. Y lo mismo cree quien ha capturado a un
sármata. Ni uno ni otro se dan cuenta de que son tan sólo dos pequeños
ladrones. Pero al día siguiente comenzaba de nuevo a combatir contra los
sármatas.
Estaba
coronando en Bohemia una brillante serié de victorias, cuando Avidio Casio,
general en Egipto, se rebeló proclamándose emperador. Era el ex jefe de Estado
Mayor de Lucio, que con el plan de Marco había batido a los persas. Marco
concluyó una rápida y generosa paz con sus adversarios, reunió a sus soldados,
les dijo que, si Roma quería, gustosamente se retiraría para dejar su puesto al
competidor y se volvió hacia atrás. Pero el Senado rehusó por unanimidad y,
mientras Marco marchaba al encuentro de Casio, éste fue asesinado por uno de
sus propios oficiales. Marco lamentó no haber podido perdonarle, se detuvo en
Atenas para un cambio de impresiones con los maestros de las varias escuelas
filosóficas locales y, de vuelta en Roma, aceptó a regañadientes el Triunfo que
le atribuyeron y asoció a él a Cómodo, que ya era célebre por sus gestas de
gladiador, por su crueldad y por su. vocabulario soez.
Acaso
para distraer a aquel chico de sus malsanas pasiones, reanudó en seguida la
guerra contra los germanos, llevándoselo consigo. Y cuando estuvo a punto de
alcanzar una victoria definitiva, cayó de nuevo enfermo en Viena, es decir, más
enfermo que de costumbre. Durante cinco días rechazó la comida y la bebida. El
sexto, se levantó, presentó a Cómodo como nuevo emperador a las tropas
formadas, le recomendó llevar los confines de Roma hasta el Elba volvió al
lecho, se cubrió el rostro con la sábana y aguardó a la muerte.
Los
Pensamientos que compuso en griego, bajo la tienda, han llegado hasta
nosotros. No constituyen ningún gran documento literario, pero contienen el más
alto código moral que nos ha dejado el mundo clásico. Precisamente en el
momento que la conciencia de Roma se extinguía, ésta halló en aquel emperador
su más luminoso destello.
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