Diversos son los ejemplos que de la volubilidad de la fortuna
hemos expuesto; muy pocos son, en cambio, los que pueden aducirse de su favor
constante. De lo cual se infiere que de buen grado acarrea desgracias y sólo en
contadas ocasiones concede alegrías. Esta misma fortuna, cuando se ha propuesto
dejar a un lado su mezquindad, atesora bienes no sólo cuantiosos y espléndidos,
sino también imperecederos.
Veamos, pues, por cuántos grados de beneficios la fortuna,
sin perder jamás su magnanimidad, llevó a Quinto Metelo a las
más altas cotas de felicidad, desde el primer día de su vida hasta el instante mismo de su muerte. Quiso la fortuna que Metelo naciese en la capital del mundo;
le otorgó
los padres más nobles; le confirió, además, unas excepcionales cualidades
espirituales y una fortaleza física capaz de soportar las fatigas; le procuró una esposa célebre por su
honestidad y fecundidad; le brindó el honor del consulado, la potestad
generalicia y el lustre de un grandioso triunfo; le permitió ver al mismo tiempo a tres de sus
hijos cónsules
(uno de ellos incluso había sido censor y había recibido los honores del
triunfo) y a un cuarto pretor; hizo que entregara en matrimonio a sus tres hijas y acogiera en
su mismo regazo a la descendencia de éstas. Tantos partos, tantas cunas, tantas
togas viriles, tan gran número de teas nupciales, tantos cargos civiles y
militares; en definitiva, tantos y tantos motivos de alegría; y en todo este
tiempo, ningún duelo, ningún llanto, ningún motivo de tristeza. Contempla las
moradas celestiales y difícilmente podrás encontrar allí un estado de dicha
semejante, pues vemos que los más insignes poetas atribuyen penas y dolor
también a los corazones de los dioses. Y a este género de vida correspondió un final
acorde con él: en efecto, Metelo falleció a una edad muy avanzada y de muerte
natural, entre los besos y abrazos de sus seres más queridos, y fue llevado por
toda la Ciudad a hombros de sus hijos y yernos hasta ser depositado sobre la
pira funeraria.
Si renombrada fue aquella felicidad, más desconocida fue,
en cambio, esta otra, aunque preferida al esplendor de los dioses. Pues cuando
Giges, ensoberbecido por el trono de Lidia y tan plagado de armas y riquezas,
había recurrido a Apolo Pitio para
preguntarle si había algún mortal más feliz que él, la divinidad, emitiendo sus
palabras desde lo más oculto de la gruta, prefirió a Aglao de Psófide antes que a él. Era éste el más pobre de los
arcadios, y aun a pesar de su avanzada edad, nunca había salido de los límites
de su pequeña heredad, feliz como era con el fruto de su exigua parcela. Y no
cabía duda de que, con la agudeza de su oráculo, Apolo daba a entender el fin
último y sin sombras de una vida feliz. Y por esta razón respondió a Giges, que
se vanagloriaba insolentemente del oropel de su fortuna, que apreciaba más una
choza sonriente de calma que un palacio atormentado por cuidados e inquietudes;
un puñado de tierra libre de temores que los riquísimos campos de Lidia,
repletos de angustias; una o dos yuntas de bueyes fáciles de sustentar que los
ejércitos, las armas y la caballería, tan ruinosos por sus excesivos gastos; y
un pequeño granero que nadie ansíe, para lo imprescindible, antes que tesoros
expuestos a las insidias y la codicia de todo el mundo. Y así fue como Giges,
que deseaba contar con la aquiescencia de la divinidad a propósito de su vana
convicción, aprendió dónde radica la estable y auténtica felicidad.
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