miércoles, 10 de junio de 2015

CÉSAR OCTAVIO CON SU ESPOSA ESCRIBONIA EN EL LECHO



De pronto Octavio se colocó encima de ella, utilizó las rodillas para separarle las piernas e insertó su pene en un triste y seco receptáculo, tan poco preparada estaba ella. No obstante, eso no pareció decepcionarlo; trabajó diligentemente hasta llegar a un silencioso climax, después se apartó de ella y se levantó de la cama con una frase mascullada de que debía lavarse y salió de la habitación.


Cuando él no volvió, ella permaneció allí desconcertada; más tarde llamó a una criada y pidió una luz.

Él estaba en su estudio, sentado detrás de una vieja mesa cubierta con pergaminos y con un montón de hojas sueltas de papel debajo de su mano derecha, que sostenía una sencilla pluma de caña. La pluma de su padre estaba enfundada en oro y tenía una perla en la punta. Pero estaba muy claro que a Octavio -César- no le importaban esta clase de apariencias.


¿Marido, estás bien? -preguntó ella. Él la miró ante la aparición de otra luz; ahora le dedicó la sonrisa más amorosa que ella hubiese visto jamás.

- Sí -respondió él.

- ¿Te desilusioné? -preguntó.


- En absoluto. Ha sido muy bonito.¿Haces esto con frecuencia?

- ¿Hacer qué?


- Trabajar en lugar de dormir.


- Siempre. Me gusta la paz y el silencio.


- Te he molestado, lo siento. No lo volveré a hacer.

Él agachó la cabeza con aire ausente.


- Buenas noches, Escribonia.
Sólo unas horas más tarde volvió a levantar la cabeza y recordó aquel pequeño encuentro. Pensó con una enorme sensación de alivio que le gustaba su nueva esposa. Ella comprendía los límites, y si él podía embarazarla, el pacto con Sexto Pompeyo se mantendría.



( C. McC )


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