De
pronto Octavio se colocó encima de ella, utilizó las rodillas para separarle
las piernas e insertó su pene en un triste y seco receptáculo, tan poco
preparada estaba ella. No obstante, eso no pareció decepcionarlo; trabajó
diligentemente hasta llegar a un silencioso climax, después se apartó de ella y
se levantó de la cama con una frase mascullada de que debía lavarse y salió de
la habitación.
Cuando
él no volvió, ella permaneció allí desconcertada; más tarde llamó a una criada
y pidió una luz.
Él
estaba en su estudio, sentado detrás de una vieja mesa cubierta con pergaminos
y con un montón de hojas sueltas de papel debajo de su mano derecha, que
sostenía una sencilla pluma de caña. La pluma de su padre estaba enfundada en
oro y tenía una perla en la punta. Pero estaba muy claro que a Octavio -César-
no le importaban esta clase de apariencias.
¿Marido,
estás bien? -preguntó ella. Él la miró ante la aparición de otra luz; ahora le
dedicó la sonrisa más amorosa que ella hubiese visto jamás.
- Sí
-respondió él.
- ¿Te
desilusioné? -preguntó.
- En
absoluto. Ha sido muy bonito.¿Haces esto con frecuencia?
-
¿Hacer qué?
-
Trabajar en lugar de dormir.
-
Siempre. Me gusta la paz y el silencio.
- Te
he molestado, lo siento. No lo volveré a hacer.
Él
agachó la cabeza con aire ausente.
-
Buenas noches, Escribonia.
Sólo unas horas más tarde volvió a levantar la cabeza y recordó aquel
pequeño encuentro. Pensó con una enorme sensación de alivio que le gustaba su
nueva esposa. Ella comprendía los límites, y si él podía embarazarla, el pacto
con Sexto Pompeyo se mantendría.
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