Pompeyo
anduvo pensativo. Si, era cierto, aunque no podía admitirlo en voz alta. Hubo
recelos en los primeros años de la carrera de César en la Galia de los
cabelleras largas, y Vercingetórix los confirmó, les dio una forma concreta.
Pompeyo devoró el despacho enviado al Senado que detallaba las proezas de aquel
año: su año de consulado por tercera vez, y la mitad de él sin colega.
Eclipsado. Ni un solo error militar por parte de Cayo Julio César. ¡Qué
consumadamente habilidoso era aquel hombre! Con qué increíble rapidez se movía,
qué decidido era en sus estrategias, qué flexible en sus tácticas. ¡Y
qué ejército tenía! ¿Cómo lograba hacer que sus hombres lo venerasen como a un
dios? Porque así era, lo veneraban. Les hacía pasar penalidades a través de dos
metros de nieve, los agotaba, les pedía que pasaran hambre por él, los sacaba
de los campamentos donde estaban acantonados en invierno y les hacía trabajar
aún más. ¡Oh, qué tontos eran los hombres que atribuían todo eso a la generosidad
de César! Unas tropas avariciosas que peleasen únicamente por dinero nunca
estarían dispuestas a morir por su general, pero las tropas de César estaban
dispuestas a morir por él cien veces.
Pensó
Pompeyo: yo nunca he tenido ese don, aunque creí que sí lo tenía en los tiempos
en que llamé a mis protegidos picentinos y me marché a guerrear junto a Sila.
Entonces yo creía en mí mismo, y creí que mis legionarios picentinos me amaban.
Quizá Hispania y Sertorio me quitaron ese don. Tuve que esforzarme mucho en
aquella campaña, tuve que ver morir a mis tropas por culpa de mis propias meteduras
de pata militares. Él nunca ha metido la pata. Hispania y Sertorio me enseñaron
que, por supuesto, los números cuentan mucho, que es prudente tener más peso
que el enemigo en el campo de batalla. Nunca he vuelto a luchar en inferioridad
numérica desde entonces. Y nunca volveré a hacerlo. Pero él silo hace. César
cree en si mismo; nunca lo asalta la duda. Se mete tranquilamente en una
batalla con una inferioridad numérica tal que da risa. Y sin embargo no malgasta
hombres ni busca batalla. Prefiere hacerlo pacíficamente si puede. Luego da la
vuelta por completo y les corta las manos a cuatro mil galos. Y dice que ésa es
la manera de asegurar un cese de hostilidades duradero. Probablemente tenga
razón. ¿Cuántos hombres perdió en Gergovia? ¿Setecientos? ¡Y lloró por ello! En
Hispania yo perdí casi diez veces ese número en una sola batalla, pero no fui
capaz de llorar. Quizá lo que más temo es esa espantosa cordura suya. Incluso cuando
le da un arranque de ese genio tan impresionante que tiene, permanece en
condiciones de pensar con realismo, de hacer que los hechos se vuelvan en su favor.
En lo más hondo de mi corazón tengo miedo de que César sea mejor que yo...
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