Catón,
mi querido suegro y aún más querido amigo, intentaré estrujarme la sesera para encontrar
una solución a tu dilema, pero aquí los acontecimientos me han sobrepasado. De
mis ojos fluyen lágrimas, y mis pensamientos regresan constantemente a la
pérdida de mis dos hijos. Están muertos, Catón, asesinados en Alejandría.
Naturalmente,
ya sabrás que Ptolomeo Auletes murió en mayo del año pasado, mucho antes de que
yo llegase a Siria. Cleopatra, su hija mayor de las que viven, ascendió al
trono a los dieciséis años de edad. Como el trono se transmite a través de la
línea femenina pero no puede ser ocupado por una mujer sola, se le pide a ésta
que se case con un pariente cercano, un hermano, primo hermano o tío. Eso
mantiene sin contaminar la sangre real, aunque no cabe duda de que la sangre de
Cleopatra no es pura. Su madre fue la hija del rey Mitrídates de el Ponto,
mientras que la madre de su hermana menor y de sus dos hermanos menores era la
hermanastra de Ptolomeo Auletes.
¡Oh,
debo esforzarme por mantener la cabeza en esto! Quizá yo necesite hablarlo con alguien,
pero aquí no hay nadie de rango adecuado o que tenga las convicciones de los
boni que pueda prestarme oído. Y tú eres el padre de mi amada esposa, mi amigo
de casi toda la vida y el primero a quien envío esta espantosa noticia.
Cuando
llegué a Antioquía despedí a Cayo Casio Longino, un joven muy arrogante y presuntuoso.
Pero ¿querrás creer que tuvo la temeridad de hacer lo que Lucio Pisón hizo en Macedonia
al final de su gobierno? ¡Le pagó a su ejército! ¡Afirmaba que el Senado había confirmado
su permanencia en el cargo como gobernador al no enviarle un sustituto, y que
este hecho le otorgaba a él todos los derechos, prerrogativas y prebendas de
gobernador! Si, Casio pagó y licenció a los hombres de sus dos legiones antes
de largarse con todo, hasta la última migaja del saqueo de Marco Craso.
Incluido el oro procedente del gran templo de Jerusalén y la estatua de oro
macizo de Atargatis de su templo en Bambyce.
Con
la amenaza de los partos sobre mí (Casio derrotó a Pacoro, hijo de Orodes, rey
de los partos, en una emboscada, y como consecuencia los partos se fueron a
casa, aunque eso no duró mucho), las únicas tropas que yo tenía era la legión
que había traído conmigo desde Italia. Una pena de legión, como tú bien sabes.
César estaba reclutando como un loco aprovechando la ley de Pompeyo que ordena
a todos los hombres entre diecisiete y cuarenta años servir un tiempo en las
legiones, y por motivos que no comprendo en absoluto, todos los llamados a
filas preferían a César mejor que a Bíbulo. Tuve que recurrir a la presión. Así
que esta única legión mía no estaba en el estado de ánimo apropiado para luchar
contra los partos.
Decidí
que de momento mi mejor táctica sería socavar la causa de los partos desde
dentro, así que compré a un noble parto, Ornadapates, e hice que hiciera llegar
a oídos del rey Orodes que su querido hijo Pacoro tenía ciertos proyectos sobre
el trono. En realidad, hace poco que me he enterado de que aquello surtió
efecto: Orodes mandó ejecutar a Pacoro. Los reyes de Oriente son muy sensibles
en lo referente a la traición dentro de la familia.
Pero
antes de que me enterase de que mi estratagema había dado resultado, me sumí en
un estado de constantes y cegadores dolores de cabeza, porque no tenía un
ejército decente para proteger mi provincia. Luego, Antipater, el príncipe
idumeo, que ocupa una posición muy elevada en la corte judía de Hircano, me
sugirió que volviera a llamar a la legión que Aulo Gabinio había dejado en
Egipto después de restaurar a Ptolomeo Auletes en el trono. Éstos, dijo, eran
lossoldados más veteranos que Roma poseía, porque eran los últimos fimbrianos,
los hombres que se fueron al este con Flaco y Fimbria a vérselas con Mitrídates
en nombre de Carbón y Cinna. Estos hombres tenían diecisiete años en aquella
época, y desde entonces habían estado luchando durante mucho tiempo para
Fimbria, Sila, Murena, Lúculo, Pompeyo y Gabinio. Treinta y cuatro años. Yeso,
decía Antípater, quería decir que ya tenían cincuenta y un años. Todavía no
eran demasiado viejos para pelear, especialmente si se tiene en cuenta la
experiencia sin igual que tenían en el campo de batalla. Estaban bien
instalados en las afueras de Alejandría, pero no eran propiedad de Egipto. Eran
romanos y seguían bajo la autoridad de Roma.
Así,
en febrero de este año, otorgué a mis hijos Marco y Cneo un imperium propretoriano
y los envié a Alejandría a ver a la reina Cleopatra (su marido, un hermano suyo
llamado Ptolomeo XIII, sólo tiene nueve años) para exigirle que les diera la
legión de gabinianos sin la menor dilación. Sería una excelente experiencia
para mis hijos, pensé, una misión trivial en un aspecto, aunque en otro era un
golpe diplomático de bastante importancia. Roma no había tenido ningún contacto
oficial con la nueva gobernante de Egipto y mis hijos serían los primeros en
tenerlo.
Viajaron
por tierra hasta Egipto porque ninguno de ellos se sentía a gusto en el mar. Tenían
seis lictores cada uno y un escuadrón de caballería galacia que Casio no logró
apartar del servicio en Siria. Antípater fue a recibirles cerca del lago
Tiberíades y los escoltó personalmente a través del reino judío, aunque luego
les dejó que se las arreglaran solos en Gaza, la frontera. Poco después de
comenzar marzo llegaron a Alejandría.
La
reina Cleopatra los acogió de muy buena gana. Recibí una carta de mi hijo Marco
que no llegó a mi hasta después de enterarme de su muerte. ¡Qué sufrimiento de
pesadilla es éste, Catón, leer las palabras de un hijo amado que ya está
muerto! Estaba muy impresionado con esa muchacha reina, una criatura menuda con
un rostro que sólo la juventud hacía atractivo, porque tiene, según me decía
Marco, una nariz que puede rivalizar con la tuya. Lo cual no constituye ninguna
gracia para una hembra, aunque en un hombre sea un rasgo noble. Hablaba, según
me decía Marco, un griego ático perfecto e iba vestida con la indumentaria de
un faraón: una enorme y alta corona dividida en dos partes, blanco dentro de
rojo; una túnica de lino blanco con finos pliegues, y un fabuloso collar de
piedras preciosas de un palmo de ancho. Incluso llevaba una barba postiza hecha
de oro y esmalte azul, como una trenza redondeada. En una mano sostenía un cetro
semejante al bastoncillo de un pastor, y en la otra un espantamoscas de
flexibles hebras de lino blanco con el mango enjoyado. Las moscas son un
tormento constante en Siria y Egipto.
La
reina Cleopatra accedió de inmediato a liberar a los gabinianos del deber de
proteger Alejandría. Los días en que ello pudo haber sido necesario, dijo la
reina, habían acabado hacía tiempo. Así que mis hijos salieron a caballo hacia
el campamento de los gabinianos, que estaba situado más allá de la puerta
oriental o puerta Canópica de la ciudad. Y allí se encontraron con lo que era
en realidad un pueblo pequeño; los gabinianos se habían casado todos con
mujeres lugareñas y se habían dedicado a distintos oficios, eran herreros,
carpinteros y albañiles. De actividad militar no había nada.
Cuando
Marco, que actuaba como portavoz, les informó de que el gobernador de Siria los
volvía a llamar a filas para ir allí de servicio... ¡se negaron a ir! Negarse,
les dijo Marco, no era una alternativa. Habían alquilado barcos suficientes y
estaban aguardando en el puerto de nostos, en Alejandría; de acuerdo con la ley
romana y con el permiso de la reina de Egipto, los soldados estaban obligados a
recoger sus pertenencias inmediatamente y embarcar. El centurión primipilus, un
patán villano, se adelantó y dijo que no pensaba volver a servir en ningún
ejército romano. Aulo Gabinio los licenció después de pasar treinta años bajo
las águilas y les dejó disfrutar de su retiro allí mismo, donde estaban. Tenían
esposa, hijos y oficio.
Marco
se enfadó. Cneo también. Ordenó a sus lictores que detuvieran al portavoz de
los gabinianos, y entonces otros centuriones se adelantaron y rodearon al
primipilus. No, dijeron, ellos estaban retirados y no se iban a marchar de
allí. Cneo ordenó a sus lictores que se unieran a los de Marco y arrestasen al
grupo. Pero cuando los lictores intentaron ponerles las manos encimaa aquellos
hombres, éstos desenvainaron las espadas. Hubo una pelea, pero ni mis hijos ni
sus lictores tenían otras armas más que las fasces atadas que contenían las
hachas, y a la caballería galacia la habían dejado en Alejandría disfrutando de
unos días de licencia.
Así
murieron mis hijos y sus lictores. La reina Cleopatra actuó de inmediato. Hizo
que Achulas,
un general de su propio ejército, rodease a los gabinianos y encadenase a los centuriones.
A mis hijos se les hicieron funerales de Estado, y sus cenizas se depositaron
en las urnas más preciosas que yo he visto nunca. Cleopatra me envió las
cenizas de mis hijos y a los jefes de los gabinianos los mandó a Antioquía
junto con una carta en la que aceptaba absolutamente toda la responsabilidad de
la tragedia. Esperaría humildemente, decía la carta, mi decisión en cuanto a
qué hacer con Egipto. Cualquier cosa que yo decidiese se haría, aunque ello incluyera
la detención de su propia persona. La carta acababa diciendo que a los hombres gabinianos
alistados se les había puesto en los barcos y que pronto llegarían a Antioquía.
Le
devolví a los centuriones gabinianos y le expliqué que ella estaba menos
implicada que yo, y que por lo tanto los juzgaría con más imparcialidad, porque
yo no era capaz. Y la absolví de cualquier intención maliciosa. Creo que ella
ejecutó a los centuriones primipilus y pilus prior, pero que el general Achulas
se quedó con el resto de ellos para reforzar el ejército egipcio. Los soldados,
como ella había prometido, llegaron a Antioquía, donde los he puesto de nuevo
bajo la seria disciplina militar romana. La reina Cleopatra alquiló a sus
expensas algunos barcos extra, y envió también a sus esposas, a sus hijos y sus
propiedades. Después de pensar en ello, decidí que sería prudente permitir que
los gabinianos tuvieran a sus familias egipcias. Yo no soy un hombre comprensivo,
pero mis hijos han muerto y no soy Lúculo.
En
cuanto a lo que sucede en Roma, Catón, creo que es inútil seguir animando a
Curión en el Senado. Cuanto más tiempo dure allí la batalla, mayor será su
reputación fuera del Senado, incluso entre los caballeros más importantes de
los Dieciocho, cuyo apoyo necesitamos desesperadamente. Por ello opino que
sería más prudente que los boni decretasen un aplazamiento del debate sobre las
provincias de César. El tiempo suficiente para que la voluble memoria de la plebe
y del pueblo olviden lo heroico que ha sido Curión. Aplaza la discusión
de las provincias de César hasta los idus de noviembre. Entonces Curión
reanudará esa táctica obstructiva y volverá a interponer el veto, pero un mes
después de esa fecha sale del cargo, y César nunca conseguirá otro tribuno
de la plebe que iguale a Cayo Escribonio Curión. De manera que se le podrá despojar
de todo en diciembre y entonces mandaremos a Lucio Enobarbo a relevarlo
inmediatamente. Lo único que Curión habrá hecho por él será aplazar lo
inevitable. No le tengo miedo a César. Es un hombre muy constitucional, no un
delincuente nato como Sila. Sé que en eso no estás de acuerdo conmigo, pero yo
he sido colega de Cayo César en los cargos de edil, pretor y cónsul, y aunque
ese hombre tiene gran valor, no se siente cómodo si no utiliza el procedimiento
debido.
Oh,
ya me siento mejor. Tener algo en que pensar es una especie de remedio contra
el dolor.
Y ahora que te estoy escribiendo, te veo mentalmente ante mis ojos y me
consuelo. ¡Pero tengo que volver a casa este año, Catón! Tiemblo de terror al
pensar que el Senado pueda prorrogar mi mandato. Siria no me trae suerte, nada
bueno ocurrirá aquí. Mis espías dicen que los partos van a regresar en verano,
pero si alguien viene a sustituirme yo ya me habré marchado para entonces.
¡Tengo que haberme marchado para entonces!
Por
poco que me guste o por poca estima que le tenga, comprendo a Cicerón, que está pasando
por el mismo mal trago. Dos gobernadores más reacios que Cicerón y yo serían
difíciles de encontrar. Aunque él por lo menos ha disfrutado lo suficiente de
una campaña como para ganarse doce millones con la venta de esclavos. Mi parte
en nuestra campaña conjunta en las tierras de Amano me rindió seis cabras, diez
ovejas y un horrible dolor de cabeza tan fuerte que me quedé completamente
ciego. Cicerón ha dejado que Pomptino se vaya a casa, y tiene intención de
marcharse el último día de quinctilis tenga sucesor o no, siempre que no
haya recibido ninguna carta que prorrogue su mandato. Porque, aunque no temo
que César tenga el propósito de implantar
la monarquía, quiero estar ahí, en el Senado, para asegurarme de que no se le
permite presentarse al consulado el año que viene in absentia. Quiero
procesarle por maiestas, no te quepa la menor duda de eso.
Como
tío que eres de Bruto y hermano de Servilia (sí, ya lo sé, sólo hermanastro),
quizá deberías saber una de las historias que Cicerón está muy ocupado
escribiendo para contársela a Atico, Celio y sólo los dioses saben a cuántos
más. Debes de conocer al horripilante Publio Vedio, un caballero tan rico como
vulgar. Pues Cicerón se encontró con él en una carretera de Cilicia, iba
encabezando un desfile estrafalario y rimbombante que incluía dos carros, ambos
tirados por asnos salvajes; uno de ellos contenía un mandril con cara de perro
vestido con galas de mujer... una absoluta desgracia para Roma. Pero bueno,
debido a una serie de hechos con los que no quiero cansarte, el caso es que se
registró el equipaje de Vedio. Y se descubrieron los retratos de cinco mujeres
jóvenes romanas muy conocidas, todas casadas con hombres de muy alta posición. Entre
ellas, la esposa de Manio Lépido y una de las hermanas de Bruto. Supongo que
Cicerón se refiere a Junia Prima, la esposa de Vatia Isáurico, pues Junia
Secunda está casada con Marco Lépido. A menos, desde luego, que el gusto de
Vedio le lleve a ponerles los cuernos a los Emilios Lépidos. Dejo a tu elección
qué hacer acerca de este chismorreo, pero te advierto que muy pronto lo
conocerá toda Roma. Quizá tú podrías hablar con Bruto para que éste a su vez
hable con Servilia. Ella sabrá qué hacer.
Desde
luego, me siento mejor. En realidad ésta es la primera vez que paso varias
horas sin llorar. ¿Querrías dar la noticia de lo de mis hijos a aquellos que
deben saberlo? A su madre, mi primera Domicia (esto casi la matará), a ambas
Porcias, a la mujer de Enobarbo, a mi esposa, y a Bruto.
Cuídate, Catón. Estoy impaciente ya
por ver tu querido rostro.
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