martes, 9 de junio de 2015

CARTA DE MARCO BÍBILO A MARCO PORCIO CATÓN




Catón, mi querido suegro y aún más querido amigo, intentaré estrujarme la sesera para encontrar una solución a tu dilema, pero aquí los acontecimientos me han sobrepasado. De mis ojos fluyen lágrimas, y mis pensamientos regresan constantemente a la pérdida de mis dos hijos. Están muertos, Catón, asesinados en Alejandría.


Naturalmente, ya sabrás que Ptolomeo Auletes murió en mayo del año pasado, mucho antes de que yo llegase a Siria. Cleopatra, su hija mayor de las que viven, ascendió al trono a los dieciséis años de edad. Como el trono se transmite a través de la línea femenina pero no puede ser ocupado por una mujer sola, se le pide a ésta que se case con un pariente cercano, un hermano, primo hermano o tío. Eso mantiene sin contaminar la sangre real, aunque no cabe duda de que la sangre de Cleopatra no es pura. Su madre fue la hija del rey Mitrídates de el Ponto, mientras que la madre de su hermana menor y de sus dos hermanos menores era la hermanastra de Ptolomeo Auletes.


¡Oh, debo esforzarme por mantener la cabeza en esto! Quizá yo necesite hablarlo con alguien, pero aquí no hay nadie de rango adecuado o que tenga las convicciones de los boni que pueda prestarme oído. Y tú eres el padre de mi amada esposa, mi amigo de casi toda la vida y el primero a quien envío esta espantosa noticia.


Cuando llegué a Antioquía despedí a Cayo Casio Longino, un joven muy arrogante y presuntuoso. Pero ¿querrás creer que tuvo la temeridad de hacer lo que Lucio Pisón hizo en Macedonia al final de su gobierno? ¡Le pagó a su ejército! ¡Afirmaba que el Senado había confirmado su permanencia en el cargo como gobernador al no enviarle un sustituto, y que este hecho le otorgaba a él todos los derechos, prerrogativas y prebendas de gobernador! Si, Casio pagó y licenció a los hombres de sus dos legiones antes de largarse con todo, hasta la última migaja del saqueo de Marco Craso. Incluido el oro procedente del gran templo de Jerusalén y la estatua de oro macizo de Atargatis de su templo en Bambyce.


Con la amenaza de los partos sobre mí (Casio derrotó a Pacoro, hijo de Orodes, rey de los partos, en una emboscada, y como consecuencia los partos se fueron a casa, aunque eso no duró mucho), las únicas tropas que yo tenía era la legión que había traído conmigo desde Italia. Una pena de legión, como tú bien sabes. César estaba reclutando como un loco aprovechando la ley de Pompeyo que ordena a todos los hombres entre diecisiete y cuarenta años servir un tiempo en las legiones, y por motivos que no comprendo en absoluto, todos los llamados a filas preferían a César mejor que a Bíbulo. Tuve que recurrir a la presión. Así que esta única legión mía no estaba en el estado de ánimo apropiado para luchar contra los partos.


Decidí que de momento mi mejor táctica sería socavar la causa de los partos desde dentro, así que compré a un noble parto, Ornadapates, e hice que hiciera llegar a oídos del rey Orodes que su querido hijo Pacoro tenía ciertos proyectos sobre el trono. En realidad, hace poco que me he enterado de que aquello surtió efecto: Orodes mandó ejecutar a Pacoro. Los reyes de Oriente son muy sensibles en lo referente a la traición dentro de la familia.


Pero antes de que me enterase de que mi estratagema había dado resultado, me sumí en un estado de constantes y cegadores dolores de cabeza, porque no tenía un ejército decente para proteger mi provincia. Luego, Antipater, el príncipe idumeo, que ocupa una posición muy elevada en la corte judía de Hircano, me sugirió que volviera a llamar a la legión que Aulo Gabinio había dejado en Egipto después de restaurar a Ptolomeo Auletes en el trono. Éstos, dijo, eran lossoldados más veteranos que Roma poseía, porque eran los últimos fimbrianos, los hombres que se fueron al este con Flaco y Fimbria a vérselas con Mitrídates en nombre de Carbón y Cinna. Estos hombres tenían diecisiete años en aquella época, y desde entonces habían estado luchando durante mucho tiempo para Fimbria, Sila, Murena, Lúculo, Pompeyo y Gabinio. Treinta y cuatro años. Yeso, decía Antípater, quería decir que ya tenían cincuenta y un años. Todavía no eran demasiado viejos para pelear, especialmente si se tiene en cuenta la experiencia sin igual que tenían en el campo de batalla. Estaban bien instalados en las afueras de Alejandría, pero no eran propiedad de Egipto. Eran romanos y seguían bajo la autoridad de Roma.


Así, en febrero de este año, otorgué a mis hijos Marco y Cneo un imperium propretoriano y los envié a Alejandría a ver a la reina Cleopatra (su marido, un hermano suyo llamado Ptolomeo XIII, sólo tiene nueve años) para exigirle que les diera la legión de gabinianos sin la menor dilación. Sería una excelente experiencia para mis hijos, pensé, una misión trivial en un aspecto, aunque en otro era un golpe diplomático de bastante importancia. Roma no había tenido ningún contacto oficial con la nueva gobernante de Egipto y mis hijos serían los primeros en tenerlo.


Viajaron por tierra hasta Egipto porque ninguno de ellos se sentía a gusto en el mar. Tenían seis lictores cada uno y un escuadrón de caballería galacia que Casio no logró apartar del servicio en Siria. Antípater fue a recibirles cerca del lago Tiberíades y los escoltó personalmente a través del reino judío, aunque luego les dejó que se las arreglaran solos en Gaza, la frontera. Poco después de comenzar marzo llegaron a Alejandría.


La reina Cleopatra los acogió de muy buena gana. Recibí una carta de mi hijo Marco que no llegó a mi hasta después de enterarme de su muerte. ¡Qué sufrimiento de pesadilla es éste, Catón, leer las palabras de un hijo amado que ya está muerto! Estaba muy impresionado con esa muchacha reina, una criatura menuda con un rostro que sólo la juventud hacía atractivo, porque tiene, según me decía Marco, una nariz que puede rivalizar con la tuya. Lo cual no constituye ninguna gracia para una hembra, aunque en un hombre sea un rasgo noble. Hablaba, según me decía Marco, un griego ático perfecto e iba vestida con la indumentaria de un faraón: una enorme y alta corona dividida en dos partes, blanco dentro de rojo; una túnica de lino blanco con finos pliegues, y un fabuloso collar de piedras preciosas de un palmo de ancho. Incluso llevaba una barba postiza hecha de oro y esmalte azul, como una trenza redondeada. En una mano sostenía un cetro semejante al bastoncillo de un pastor, y en la otra un espantamoscas de flexibles hebras de lino blanco con el mango enjoyado. Las moscas son un tormento constante en Siria y Egipto.


La reina Cleopatra accedió de inmediato a liberar a los gabinianos del deber de proteger Alejandría. Los días en que ello pudo haber sido necesario, dijo la reina, habían acabado hacía tiempo. Así que mis hijos salieron a caballo hacia el campamento de los gabinianos, que estaba situado más allá de la puerta oriental o puerta Canópica de la ciudad. Y allí se encontraron con lo que era en realidad un pueblo pequeño; los gabinianos se habían casado todos con mujeres lugareñas y se habían dedicado a distintos oficios, eran herreros, carpinteros y albañiles. De actividad militar no había nada.


Cuando Marco, que actuaba como portavoz, les informó de que el gobernador de Siria los volvía a llamar a filas para ir allí de servicio... ¡se negaron a ir! Negarse, les dijo Marco, no era una alternativa. Habían alquilado barcos suficientes y estaban aguardando en el puerto de nostos, en Alejandría; de acuerdo con la ley romana y con el permiso de la reina de Egipto, los soldados estaban obligados a recoger sus pertenencias inmediatamente y embarcar. El centurión primipilus, un patán villano, se adelantó y dijo que no pensaba volver a servir en ningún ejército romano. Aulo Gabinio los licenció después de pasar treinta años bajo las águilas y les dejó disfrutar de su retiro allí mismo, donde estaban. Tenían esposa, hijos y oficio.


Marco se enfadó. Cneo también. Ordenó a sus lictores que detuvieran al portavoz de los gabinianos, y entonces otros centuriones se adelantaron y rodearon al primipilus. No, dijeron, ellos estaban retirados y no se iban a marchar de allí. Cneo ordenó a sus lictores que se unieran a los de Marco y arrestasen al grupo. Pero cuando los lictores intentaron ponerles las manos encimaa aquellos hombres, éstos desenvainaron las espadas. Hubo una pelea, pero ni mis hijos ni sus lictores tenían otras armas más que las fasces atadas que contenían las hachas, y a la caballería galacia la habían dejado en Alejandría disfrutando de unos días de licencia.


Así murieron mis hijos y sus lictores. La reina Cleopatra actuó de inmediato. Hizo que Achulas, un general de su propio ejército, rodease a los gabinianos y encadenase a los centuriones. A mis hijos se les hicieron funerales de Estado, y sus cenizas se depositaron en las urnas más preciosas que yo he visto nunca. Cleopatra me envió las cenizas de mis hijos y a los jefes de los gabinianos los mandó a Antioquía junto con una carta en la que aceptaba absolutamente toda la responsabilidad de la tragedia. Esperaría humildemente, decía la carta, mi decisión en cuanto a qué hacer con Egipto. Cualquier cosa que yo decidiese se haría, aunque ello incluyera la detención de su propia persona. La carta acababa diciendo que a los hombres gabinianos alistados se les había puesto en los barcos y que pronto llegarían a Antioquía.


Le devolví a los centuriones gabinianos y le expliqué que ella estaba menos implicada que yo, y que por lo tanto los juzgaría con más imparcialidad, porque yo no era capaz. Y la absolví de cualquier intención maliciosa. Creo que ella ejecutó a los centuriones primipilus y pilus prior, pero que el general Achulas se quedó con el resto de ellos para reforzar el ejército egipcio. Los soldados, como ella había prometido, llegaron a Antioquía, donde los he puesto de nuevo bajo la seria disciplina militar romana. La reina Cleopatra alquiló a sus expensas algunos barcos extra, y envió también a sus esposas, a sus hijos y sus propiedades. Después de pensar en ello, decidí que sería prudente permitir que los gabinianos tuvieran a sus familias egipcias. Yo no soy un hombre comprensivo, pero mis hijos han muerto y no soy Lúculo.


En cuanto a lo que sucede en Roma, Catón, creo que es inútil seguir animando a Curión en el Senado. Cuanto más tiempo dure allí la batalla, mayor será su reputación fuera del Senado, incluso entre los caballeros más importantes de los Dieciocho, cuyo apoyo necesitamos desesperadamente. Por ello opino que sería más prudente que los boni decretasen un aplazamiento del debate sobre las provincias de César. El tiempo suficiente para que la voluble memoria de la plebe y del pueblo olviden lo heroico que ha sido Curión. Aplaza la discusión de las provincias de César hasta los idus de noviembre. Entonces Curión reanudará esa táctica obstructiva y volverá a interponer el veto, pero un mes después de esa fecha sale del cargo, y César nunca conseguirá otro tribuno de la plebe que iguale a Cayo Escribonio Curión. De manera que se le podrá despojar de todo en diciembre y entonces mandaremos a Lucio Enobarbo a relevarlo inmediatamente. Lo único que Curión habrá hecho por él será aplazar lo inevitable. No le tengo miedo a César. Es un hombre muy constitucional, no un delincuente nato como Sila. Sé que en eso no estás de acuerdo conmigo, pero yo he sido colega de Cayo César en los cargos de edil, pretor y cónsul, y aunque ese hombre tiene gran valor, no se siente cómodo si no utiliza el procedimiento debido.


Oh, ya me siento mejor. Tener algo en que pensar es una especie de remedio contra el dolor. Y ahora que te estoy escribiendo, te veo mentalmente ante mis ojos y me consuelo. ¡Pero tengo que volver a casa este año, Catón! Tiemblo de terror al pensar que el Senado pueda prorrogar mi mandato. Siria no me trae suerte, nada bueno ocurrirá aquí. Mis espías dicen que los partos van a regresar en verano, pero si alguien viene a sustituirme yo ya me habré marchado para entonces. ¡Tengo que haberme marchado para entonces!


Por poco que me guste o por poca estima que le tenga, comprendo a Cicerón, que está pasando por el mismo mal trago. Dos gobernadores más reacios que Cicerón y yo serían difíciles de encontrar. Aunque él por lo menos ha disfrutado lo suficiente de una campaña como para ganarse doce millones con la venta de esclavos. Mi parte en nuestra campaña conjunta en las tierras de Amano me rindió seis cabras, diez ovejas y un horrible dolor de cabeza tan fuerte que me quedé completamente ciego. Cicerón ha dejado que Pomptino se vaya a casa, y tiene intención de marcharse el último día de quinctilis tenga sucesor o no, siempre que no haya recibido ninguna carta que prorrogue su mandato. Porque, aunque no temo que César tenga el propósito de implantar la monarquía, quiero estar ahí, en el Senado, para asegurarme de que no se le permite presentarse al consulado el año que viene in absentia. Quiero procesarle por maiestas, no te quepa la menor duda de eso.


Como tío que eres de Bruto y hermano de Servilia (sí, ya lo sé, sólo hermanastro), quizá deberías saber una de las historias que Cicerón está muy ocupado escribiendo para contársela a Atico, Celio y sólo los dioses saben a cuántos más. Debes de conocer al horripilante Publio Vedio, un caballero tan rico como vulgar. Pues Cicerón se encontró con él en una carretera de Cilicia, iba encabezando un desfile estrafalario y rimbombante que incluía dos carros, ambos tirados por asnos salvajes; uno de ellos contenía un mandril con cara de perro vestido con galas de mujer... una absoluta desgracia para Roma. Pero bueno, debido a una serie de hechos con los que no quiero cansarte, el caso es que se registró el equipaje de Vedio. Y se descubrieron los retratos de cinco mujeres jóvenes romanas muy conocidas, todas casadas con hombres de muy alta posición. Entre ellas, la esposa de Manio Lépido y una de las hermanas de Bruto. Supongo que Cicerón se refiere a Junia Prima, la esposa de Vatia Isáurico, pues Junia Secunda está casada con Marco Lépido. A menos, desde luego, que el gusto de Vedio le lleve a ponerles los cuernos a los Emilios Lépidos. Dejo a tu elección qué hacer acerca de este chismorreo, pero te advierto que muy pronto lo conocerá toda Roma. Quizá tú podrías hablar con Bruto para que éste a su vez hable con Servilia. Ella sabrá qué hacer.


Desde luego, me siento mejor. En realidad ésta es la primera vez que paso varias horas sin llorar. ¿Querrías dar la noticia de lo de mis hijos a aquellos que deben saberlo? A su madre, mi primera Domicia (esto casi la matará), a ambas Porcias, a la mujer de Enobarbo, a mi esposa, y a Bruto.

Cuídate, Catón. Estoy impaciente ya por ver tu querido rostro.



( C. McC. )



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