Los
días pasaron lentamente mientras la flota avanzaba con rumbo al sureste,
impulsada básicamente a remo, si bien la enorme vela que cada barco llevaba
izada en un mástil se hinchaba de vez en cuando, ayudando un poco. No obstante,
como una vela deshinchada dificultaba aún más la labor de remar, las velas se
arriaban a menos que fuera un día de ráfagas de viento frecuentes.
Para
mantenerse en forma y alerta, Catón empuñaba el remo regularmente. Al igual que
los barcos mercantes, los de transporte tenían un solo banco de remos, con
quince hombres por lado. La cubierta se extendía de proa a popa,
lo cual significaba que los remeros se sentaban en el interior del casco,
circunstancia más soportable por el hecho de que iban alojados en un portarremos
exterior que los proyectaba por encima del agua, simplificando la tarea de
remar y proporcionándoles aire fresco.
Las naves de guerra eran por completo
distintas: tenían varios bancos de remos, manejados cada uno por entre dos y
cinco hombres, estando el último banco tan cerca de la superficie del agua que
las portillas se sellaban con válvulas de cuero. Pero las galeras de
guerra no estaban concebidas para llevar carga ni permanecer a flote entre las
batallas; se las cuidaba con esmero y pasaban la mayor parte de sus veinte años
de servicio en cobertizos terrestres. Cuando Cneo Pompeyo abandonó Corcira,
dejó a los nativos centenares de cobertizos, buenos para leña.
Como
Catón creía que el trabajar con desinteresado ahínco era una de las señas de un
hombre cabal, se empleaba a fondo con el remo, dando ejemplo así a los otros
veintinueve hombres que ocupaban el banco con él. De un modo u otro corrió la
voz de que el comandante participaba en la boga, y los hombres remaron con más
entusiasmo, al son del timbal del hortator. Contando todas las almas a bordo de
aquellos barcos que transportaban más soldados que mulas, carretas o material,
había hombres suficientes sólo para formar dos equipos, lo cual significaba
hacer turnos de cuatro horas, día y noche.
La
dieta era monótona; el pan, el alimento por excelencia, estaba excluido del menú
excepto el día pasado en Gaudos. Ningún barco podía correr el riesgo de padecer
un incendio a causa de un horno encendido. Una fogata se mantenía
permanentemente en un hogar de ladrillo, para calentar una enorme caldera de
hierro en la que sólo se preparaba una clase de comida: unas espesas gachas
de
guisantes a las que se daba sabor con un trozo de tocino. Preocupado por la
escasez de agua potable, Catón había ordenado que las gachas se cocinaran sin
sal, lo cual mermó todavía más el apetito de los hombres.
No
obstante, el tiempo permitió a los cincuenta barcos mantenerse juntos y al
parecer, como Catón comprobó durante sus continuos viajes en el bote de un
barco a otro, los mil quinientos hombres permanecían tan optimistas como podía
esperarse, dado su natural temor a una entidad tan secreta y misteriosa como el
mar. Ningún soldado romano se sentía a gusto en el océano. Cuando veían
delfines los saludaban con alegría, pero había también tiburones, y los
cardúmenes de peces huían al percibir el ruido de tantos remos, lo cual
limitaba el entretenimiento visual de los romanos a la vez que los privaba de
guisos de pescado.
Las
mulas bebían más de lo que Catón había calculado, el sol lucía con fuerza a
diario, y el nivel de agua en los barriles descendía con inquietante rapidez. Diez
días después de pasar por Gaudos, Catón empezó a dudar de que sobrevivieran
para volver a ver tierra. En sus recorridos en bote de nave en nave,
prometía a los hombres que las mulas se echarían por la
borda mucho antes de que se vaciaran los barriles de agua, pero sus gentes no
acogieron bien esta promesa: eran soldados, y para los soldados las mulas eran
tan preciosas como el oro.
Cada centuria disponía de diez mulas para
transportar lo que cada hombre no podía añadir a los veinticinco kilos que
llevaba cargados en la espalda, y de una carreta tirada por cuatro mulas para
el material más pesado.
Finalmente,
Coro empezó a soplar del noroeste. Con gritos de satisfacción, los hombres se aprestaron
a desplegar las velas. En Italia era un viento húmedo, pero no en el mar de
Libia. Aumentó la velocidad del barco, el manejo de los remos se hizo menos
agotador, y renació la esperanza.
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