miércoles, 17 de junio de 2015

LOS 10.000 DE CATÓN LLEGAN A CARAX, UNA ALDEA EN MEDIO DEL DESIERTO




Carax era una aldea a orillas de una deliciosa laguna. Su población, compuesta de psylli y de un pueblo del interior conocido como los garamantes, se ganaba el sustento sumergiéndose en el mar para recolectar esponjas y perlas; sólo consumían pescado, erizos de mar y unas cuantas verduras cultivadas en parcelas que las mujeres regaban concienzudamente; y fueron éstas quienes, al ver aparecer aquella imponente hueste, defendieron ferozmente los productos de sus huertos blandiendo azadas y profiriendo maldiciones. Catón de inmediato prohibió el saqueo de los huertos, y luego negoció con la autoridad local para comprar todas las verduras disponibles. No era suficiente alimento ni mucho menos, claro está, pero al ver sus monedas de plata las mujeres se precipitaron a recoger para ellos toda clase de vegetales comestibles.   


Los romanos sabían bien que un humano no puede sobrevivir a menos que la fruta y la verdura formen parte de su dieta, pero hasta el momento Catón no había advertido ningún síntoma de escorbuto en los hombres, que habían adquirido el hábito de masticar un tallo de silfio mientras caminaban para mejorar la salivación. Fuera lo que fuese lo que contenía el silfio aparte del laserpicium, era obvio que tenía el mismo efecto que la verdura. Sólo hemos recorrido seiscientos kilómetros de nuestra ruta, pensó, pero presiento que vamos a conseguirlo.


Tras un día de descanso para nadar y comer pescado en abundancia, los diez mil se adentraron en aquel terrible paisaje, llano como una tabla, una agotadora caminata a través de salinas y salobres marismas entre las que se intercalaban extensiones de silfio. No había ningún pozo ni oasis en seiscientos kilómetros; cuarenta días de sol implacable, noches frías, escorpiones y arañas. En Cirenaica nadie había mencionado las arañas, que fueron una aterradora sorpresa. Ni en Italia, ni en Grecia, ni en las Hispanias, ni en las Galias, ni en Macedonia, ni en Tracia, ni en Asia Menor, en ninguna de las partes del globo que los romanos recorrían de extremo a extremo, había grandes arañas. El resultado era que un centurión primipilus, distinguido con las más altas condecoraciones, veterano de casi tantas batallas como César, se desmayaba ante la visión de una gran araña. Las arañas de Fazania -como se llamaba esta región- no eran grandes. Eran enormes, tan grandes como la palma de la mano de un niño, con unas patas repugnantemente peludas que plegaban malignamente bajo ellas cuando descansaban.

 

Al menos  de esas arañas del desierto,  su picadura es dolorosa simplemente por el tamaño de sus pinzas. Pero no son venenosas como los escorpiones.


Catón en su interior sentía tanto miedo y repugnancia como cualquier otro, pero el orgullo le impedía revelarlo; si el comandante gritaba y se echaba a correr, ¿qué pensarían los diez mil? ¡Si al menos hubiera plantas leñosas para encender fogatas con las que calentarse de noche! ¿Quién habría pensado que un lugar tan abrasador durante el día podía ser tan frío al ponerse el sol? Y el cambio de temperatura era repentino, espectacular. Tan pronto estaban asándose de calor como pasaban a temblar de frío hasta que les castañeteaban los dientes. Pero la escasa provisión de madera arrastrada por el mar hasta las playas tenía que reservarse para las hogueras en que cocían el silfio y la carne.


Los hombres psylli se ganaban el sustento. Por más que rastreaban el terreno en busca de escorpiones, los escorpiones aparecían. Muchos hombres sufrieron su picadura, pero cuando los psylli hubieron enseñado a los médicos de la centuria a sajar la carne y succionar vigorosamente, pocos necesitaron montar en los burros. Una mujer psylli, frágil y menuda, no tuvo tanta suerte. Murió a causa de la picadura de un escorpión, y su muerte no fue rápida ni plácida.


Cuanto más ardua resultaba la marcha, más alegre estaba Catón. Sexto Pompeyo no se explicaba cómo conseguía cubrir tanta distancia en un día; daba la impresión de que en su ir y venir visitaba a todos los pequeños grupos, se detenía a charlar y reír con ellos, los elogiaba. Y ellos se henchían, sonreían, hacían ver que aquello eran unas felices vacaciones. Luego seguían adelante. Quince kilómetros al día.


Los odres de agua menguaban; no habían pasado ni dos días de aquel trayecto de cuarenta cuando Catón impuso el racionamiento del agua, incluso a los animales. Si alguna vaca o novillo flaqueaba, se lo sacrificaba en el acto para convertirlo en la comida de la noche. 



Los asnos, en apariencia tan infatigables como Catón, seguían adelante; a medida que disminuía el agua el peso de su carga también menguaba, y avanzaban con mayor rapidez. Sin embargo, la sed era terrible. Los angustiados mugidos de las vacas, los balidos de las cabras y el triste rebuzno de los pollinos resonaban noche y día. Quince kilómetros diarios.


En ocasiones sentían vanas esperanzas de divisar unas nubes de tormenta a lo lejos, cada vez más negras, cada vez más cerca; una o dos veces vieron caer una gris cortina de lluvia. Pero nunca llovió cerca de los diez mil.

( C. McC, )




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