Entre
intentar que Antonio saliese de su tristeza y mantenerse atenta a los tres
jóvenes: Cesarión, Curio y Antillo, Cleopatra estaba muy ocupada acabando su tumba,
que había comenzado cuando subió al trono a la edad de diecisiete años, como
era la costumbre y la tradición.
Estaba en el Sema, un gran terreno dentro del recinto
real donde estaban enterrados todos los Ptolomeo y donde yacía Alejandro Magno
en un sarcófago de cristal transparente.
Uno de sus dos hermano-marido estaba
allí (ella lo había asesinado para que Cesarión ocupase el trono); el otro,
ahogado, permanecía bajo las aguas del brazo Pelusíaco del Nilo. Cada Ptolomeo
tenía su propia tumba, como también las varias Berenice, Arsinoé y Cleopatra
que habían reinado.
Ninguna de estas tumbas era un edificio gigantesco, aunque
eran faraónicos en su forma: una cámara interior para el sarcófago, jarros
canópicos y estatuas guardianas, además de tres pequeñas habitaciones exteriores
con comida, bebida, muebles y una preciosa barca de juncos para navegar por el
Río de la Noche.
Como
la tumba de Cleopatra también debía contener a Antonio, era el doble de grande
que las otras. Su propio lecho estaba acabado; era en el de Antonio donde los
obreros trabajaban frenéticamente. Hecha de granito nubio rojo oscuro pulido
como un espejo, era de forma rectangular, sus puertas exteriores sin ningún adorno
salvo sus cartuchos y los de Antonio.
Dos enormes puertas de bronce con
símbolos sagrados cerraban los dos grupos de habitaciones, que daban a una antecámara
que tenía dos puertas, una a cada lado. Un tubo de comunicación en la izquierda
de las puertas exteriores atravesaba los muros de un metro y medio de grosor.
Hasta
que ella y Antonio fuesen totalmente embalsamados en su interior habría una abertura
en la pared de la puerta, a la que se llegaba por un andamio hecho de bambú,
con una grúa y un amplio cesto que permitían subir a las personas -con sus herramientas-
para entrar y salir del interior.
El proceso de embalsamamiento tardaba noventa
días, así que transcurrirían tres meses entre la muerte y el sellado de la
abertura en la pared de la puerta; los sacerdotes embalsamadores entrarían y saldrían
con sus instrumentos y el natrón, las sales acres que obtenían del lago
Tritonis, en el margen de la provincia africana de Roma. Cuando eso estuviese
acabado, los sacerdotes se albergarían en un edificio especial junto con sus
equipos.
La
cámara interior de Antonio estaba comunicada con la de ella a través de una
puerta; ambas eran hermosas, decoradas con murales, oro, gemas y todo el
esplendor que el faraón y su consorte pudiesen desear en el Reino de los
Muertos.
Libros para leer, escenas de sus vidas para sonreír, todos los dioses
egipcios, un maravilloso mural del Nilo. La comida, el mobiliario, la bebida y
la barca ya estaban instalados; Cleopatra sabía que no tardaría mucho en
ocuparla.
En
las habitaciones reservadas para Antonio habían instalado ya su escritorio y su
silla curul de marfil, sus mejores armaduras, un surtido de togas y túnicas,
mesas hechas
con madera de limonero sobre pedestales de marfil con incrustaciones de oro.
Incluso
los templos en miniatura con las imágenes de cera de todos los antepasados que
habían alcanzado el cargo de pretor estaban allí, y un busto de sí mismo en un
pilar que a él le gustaba especialmente; el escultor griego había metido su
cabeza en las fauces de una piel de león, sus garras anudadas en su pecho y los
dos ojos rojos resplandecientes por encima de su cráneo. Las únicas cosas que faltaban
en su sección eran una armadura y una toga con ribetes púrpura, todo lo que
necesitarían desde entonces hasta el final.
Por
supuesto, Cesarión sabía lo que ella estaba haciendo, había comprendido que su
madre pensaba que Antonio y ella muy pronto estarían muertos, pero no dijo nada,
y tampoco intentó disuadirla. Sólo el más tonto de los faraones no hubiese
tenido en cuenta la muerte; no significaba que su madre y su padrastro
estuviesen pensando en el suicidio, sólo que estarían preparados para entrar en
el Reino de los Muertos debidamente preparados y equipados, ya fuese que sus
muertes se produjesen como resultado de la invasión de Octavio o no ocurriese
durante otros cuarenta años. También se estaba construyendo su propia tumba,
como era lo adecuado y lo correcto. Su madre la había puesto junto a Alejandro
Magno, pero él la había trasladado a un rincón pequeño y discreto.
Una
parte de él estaba entusiasmada con la perspectiva de la batalla, pero otra
sufría y rumiaba sobre el destino de su gente si se quedaban sin faraón. Con la
edad suficiente para recordar la hambruna y la pestilencia de aquellos años que
iban desde la muerte de su padre hasta el nacimiento de los mellizos, él tenía
un enorme sentido de la responsabilidad, y sabía que debía vivir, no importaba
lo que le ocurriese a su madre, su consorte.
Estaba seguro de que se le
permitiría vivir si él llevaba las negociaciones con habilidad y estaba
preparado para darle a Octavio los tesoros que reclamase. Un faraón vivo era
mucho más importante para Egipto que los túneles abarrotados con oro. Sus ideas
y opiniones respecto a Octavio eran privadas, y nunca las había comentado con
Cleopatra, que no estaría de acuerdo con ellas ni pensaría bien de él por tenerlas.
Pero él comprendía el dilema de Octavio, y no podía culparlo por sus acciones.
«¡Oh, mamá, mamá! Tanta codicia, tanta ambición.» Porque ella había desafiado
el poder de Roma, Roma venía. Una nueva era estaba a punto de comenzar para
Egipto, una era que él debía controlar. Nada en la conducta de Octavio decía
que fuese un tirano; era, intuía Cesarión, un hombre con una misión: la de
preservar a Roma de sus enemigos y la de proveer a su gente con prosperidad.
Con aquellas metas en la mente haría todo lo que fuese necesario, pero no más.
Un hombre razonable, un hombre con quien se podía hablar y hacerle ver con buen
criterio que un Egipto estable bajo un gobernador estable nunca sería un
peligro. Egipto, amigo y aliado del pueblo romano, el más leal reino cliente de
Roma.
( C.
McC. )
facinante
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