Antonio
y sus generales cabalgaron en dirección a Canopus, con grandes sonrisas de
satisfacción ante la perspectiva de la batalla. La zona había estado poblada
desde hacía muchos años, tradicionalmente por los ricos mercaderes extranjeros,
aunque sus casas no estaban ubicadas entre las tumbas, como las casas al oeste
de la ciudad, donde se encontraba la necrópolis. Allí había jardines,
plantaciones, mansiones de piedra con estanques y fuentes, bosquecillos de
roble negro y palmeras. Más allá del hipódromo, en las bajas dunas cerca del
mar -menos deseables que practicaban los hombres ricos-, estaba el campamento
romano, dos millas en línea recta de vallas y trincheras.
«¡Bien!»,
pensó Antonio mientras se acercaban al ver que los soldados ya estaban en el
exterior y formados. Entre las primeras filas y la vanguardia de Octavio había
un espacio de media milla. Centellaban las águilas, las banderas multicolores
de las cohortes ondeaban al viento, el vexillum proponere escarlata destacaba
junto al
Caballo Público de Octavio, donde estaba sentado, rodeado por sus generales, a
la espera. «¡Oh, adoro este momento! -continuó la mente de Antonio mientras se
abría
paso entre sus tropas, la caballería haciendo sus habituales ruidos y
estrépitos en los flancos-. Me encanta la siniestra sensación del aire, los
rostros de mis hombres, la fuerza de tanto poder.»
Luego,
en un instante, se acabó. Su propio vexillarius bajó la bandera y caminó hacia
el ejército de Octavio. Todos los aquilifer con sus águilas hicieron lo mismo,
así como todos los vexillarius de cada cohorte, mientras sus soldados, que
pedían guerra sin cuartel a gritos, los siguieron, las espadas a la funerala y
los pañuelos blancos atados alrededor de sus pila.
Antonio
no supo cuánto tiempo estuvo sentado en su nervioso caballo, pero cuando su
mente se aclaró lo suficiente para mirar a los lados en busca de sus generales
se habían marchado. No sabía adonde habían ido. Con los movimientos bruscos de
una marioneta hizo girar a su caballo y galopó de regreso a Alejandría, las
lágrimas rodando por su rostro y volando como gotas de lluvia en una tempestad.
( C.
McC. )
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