Cuando
años atrás Sila hubo regresado de Oriente con su legendaria belleza totalmente arruinada
para marchar sobre Roma por segunda vez, fue nombrado (por decisión propia,
cosa que prefería no mencionar) dictador de Roma.
Durante
varias nundinae pareció no hacer nada. Pero unas cuantas personas
especialmente observadoras advirtieron la presencia de un hosco anciano que
embozado con una capa se paseaba por la ciudad, desde la puerta de Colina hasta
la puerta de Capena, desde el circo Flaminio hasta el Ager. Era Sila, recorriendo
pacientemente miserables callejones y calles principales para ver con sus
propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma, y para decidir de qué modo
él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como estaba tras veinte años de
guerras civiles y de contiendas con países extranjeros.
Ahora
el dictador era César, un hombre más joven que conservaba aún su belleza, y
también César se paseó desde la puerta de Colina hasta la puerta de Capena,
desde el circo Flaminio hasta el Ager, por miserables callejones y calles
principales, para ver con sus propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma,
y para decidir de qué modo él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como
estaba tras cincuenta y cinco años de guerras civiles y de contiendas con
países extranjeros.
Ambos
dictadores habían vivido de niños en los peores barrios de la ciudad, habían
visto de primera mano la pobreza, la delincuencia, la corrupción, la
injusticia, la desenfadada aceptación del destino que parecía propia del
temperamento romano. Pero en tanto que Sila había anhelado retirarse al mundo
de la carne, César sólo sabía que mientras viviera debía seguir trabajando. Su solaz
era el trabajo, ya que su fuerza vital era intelectual; en su interior no
anidaban los poderosos impulsos de la carne que pedían ser satisfechos, como le
había ocurrido a Sila.
No
necesitaba el anonimato de Sila. César se paseó sin rebozo y con gusto se
detuvo a escuchar a todos, desde los viejos que vigilaban las letrinas públicas
a la última generación de Decumii que dirigía a las bandas que vendían protección
a las tiendas y los pequeños negocios. Habló con libertos griegos, con madres
que llevaban niños de la mano y cargaban cestas de frutas y verduras, con
judíos, con ciudadanos romanos de Cuarta y Quinta Clase, con jornaleros del
censo por cabezas, con maestros, con vendedores ambulantes, panaderos,
carniceros, herbolarios y astrólogos, con caseros e inquilinos, con creadores
de imágenes de cera, escultores, pintores, médicos y comerciantes. En Roma,
parte de estas personas eran mujeres, que trabajaban como alfareras,
carpinteras, médicas, en toda clase de oficios; sólo las mujeres de la clase
superior no estaban autorizadas a ejercer profesiones o participar en el
comercio.
Él
mismo era casero; aún era propietario del edificio de apartamentos de Aurelia,
ahora a cargo del hijo mayor de Burbundo, Cayo Julio Arverno, también gerente
de sus negocios. Arverno (nacido libre), medio germano y medio galo, había sido
instruido personalmente por la madre de César, que tenía más facilidad para los
números y las cuentas que nadie a quien César hubiera conocido, incluidos Craso
y Bruto. Así que conversó largamente con Arverno.
En
esto consiste todo, pensó exultante al abandonar la compañía de Arverno: dos ex
esclavos absolutamente bárbaros, Burbundo y Cardixa, habían traído al mundo
siete hijos absolutamente romanos. Quizás habían tenido algunas ventajas: amos
que liberaban a sus esclavos como era debido y los empadronaban en tribus
rurales para que pudieran votar, los educaban y los alentaban a adquirir una
posición; pero con todo y con eso, eran romanos hasta la médula.
Y si
eso daba resultado, como era obvio que así era, ¿por qué no lo contrario? Coger
del censo por cabezas a romanos demasiado pobres para pertenecer a una de las
cinco clases, y embarcarlos para que se establecieran en lugares extranjeros:
llevar Roma alas provincias, sustituir el griego por el latín como lingua
mundi. El viejo Cayo Mario había intentado hacerlo, pero eso iba contra el mos
maiorum, echaba a perder la exclusividad romana. Bueno, desde entonces
habían transcurrido sesenta años, y las cosas habían cambiado. Mario acabó
perdiendo el juicio, se convirtió en un loco asesino. En cambio, César tenía
una mente cada vez más aguda, y César era el dictador: no había nadie que lo
contradijera, y menos ahora que los boni no eran una fuerza política.
( C.
McC.)
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