Carax
era una aldea a orillas de una deliciosa laguna. Su población, compuesta de psylli
y de un pueblo del interior conocido como los garamantes, se ganaba el
sustento sumergiéndose en el mar para recolectar esponjas y perlas; sólo consumían
pescado, erizos de mar y unas cuantas verduras cultivadas en parcelas que las
mujeres regaban concienzudamente; y fueron éstas quienes, al
ver aparecer aquella imponente hueste, defendieron ferozmente los productos de
sus huertos blandiendo azadas y profiriendo maldiciones. Catón de inmediato
prohibió el saqueo de los huertos, y luego negoció con la autoridad local para
comprar todas las verduras disponibles. No era suficiente alimento ni mucho
menos, claro está, pero al ver sus monedas de plata las mujeres se precipitaron
a recoger para ellos toda clase de vegetales comestibles.
Los
romanos sabían bien que un humano no puede sobrevivir a menos que la fruta y la
verdura formen parte de su dieta, pero hasta el momento Catón no había
advertido ningún síntoma de escorbuto en los hombres, que habían adquirido el
hábito de masticar un tallo de silfio mientras caminaban para mejorar la
salivación. Fuera lo que fuese lo que contenía el silfio aparte del laserpicium,
era obvio que tenía el mismo efecto que la verdura. Sólo hemos recorrido
seiscientos kilómetros de nuestra ruta, pensó, pero presiento que vamos a
conseguirlo.
Tras
un día de descanso para nadar y comer pescado en abundancia, los diez mil se adentraron
en aquel terrible paisaje, llano como una tabla, una agotadora caminata a
través de salinas y salobres marismas entre las que se intercalaban extensiones
de silfio. No había ningún pozo ni oasis en seiscientos kilómetros; cuarenta
días de sol implacable, noches frías, escorpiones y arañas. En Cirenaica nadie
había mencionado las arañas, que fueron una aterradora sorpresa. Ni en Italia,
ni en Grecia, ni en las Hispanias, ni en las Galias, ni en Macedonia, ni en
Tracia, ni en Asia Menor, en ninguna de las partes del globo que los romanos
recorrían de extremo a extremo, había grandes arañas. El resultado era que un
centurión primipilus, distinguido con las más altas condecoraciones,
veterano de casi tantas batallas como César, se desmayaba ante la visión de una
gran araña. Las arañas de Fazania -como se llamaba esta región- no eran
grandes. Eran enormes, tan grandes como la palma de la mano de un niño, con
unas patas repugnantemente peludas que plegaban malignamente bajo ellas cuando
descansaban.
Al
menos de esas arañas del desierto, su picadura es dolorosa simplemente por el
tamaño de sus pinzas. Pero no son venenosas como los escorpiones.
Catón
en su interior sentía tanto miedo y repugnancia como cualquier otro, pero el
orgullo le impedía revelarlo; si el comandante gritaba y se echaba a correr,
¿qué pensarían los diez mil? ¡Si al menos hubiera plantas leñosas para encender
fogatas con las que calentarse de noche! ¿Quién habría pensado que un lugar tan
abrasador durante el día podía ser tan frío al ponerse el sol? Y el cambio de
temperatura era repentino, espectacular. Tan pronto estaban asándose de calor como
pasaban a temblar de frío hasta que les castañeteaban los dientes. Pero la
escasa provisión de madera arrastrada por el mar hasta las playas tenía que
reservarse para las hogueras en que cocían el
silfio y la carne.
Los
hombres psylli se ganaban el sustento. Por más que rastreaban el terreno
en busca de escorpiones, los escorpiones aparecían. Muchos hombres sufrieron su
picadura, pero cuando los psylli hubieron enseñado a los médicos de la
centuria a sajar la carne y succionar vigorosamente, pocos necesitaron montar
en los burros. Una mujer psylli, frágil y menuda, no tuvo tanta suerte. Murió
a causa de la picadura de un escorpión, y su muerte no fue rápida ni plácida.
Cuanto
más ardua resultaba la marcha, más alegre estaba Catón. Sexto Pompeyo no se explicaba
cómo conseguía cubrir tanta distancia en un día; daba la impresión de que en su
ir y venir visitaba a todos los pequeños grupos, se detenía a charlar y reír
con ellos, los elogiaba. Y ellos se henchían, sonreían, hacían ver que aquello
eran unas felices vacaciones. Luego seguían adelante. Quince kilómetros al día.
Los
odres de agua menguaban; no habían pasado ni dos días de aquel trayecto de
cuarenta cuando Catón impuso el racionamiento del agua, incluso a los animales.
Si alguna vaca o novillo flaqueaba, se lo sacrificaba en el acto para
convertirlo en la comida de la noche.
Los asnos, en apariencia tan infatigables como Catón, seguían adelante; a medida que disminuía el agua el peso de su carga también menguaba, y avanzaban con mayor rapidez. Sin embargo, la sed era terrible. Los angustiados mugidos de las vacas, los balidos de las cabras y el triste rebuzno de los pollinos resonaban noche y día. Quince kilómetros diarios.
Los asnos, en apariencia tan infatigables como Catón, seguían adelante; a medida que disminuía el agua el peso de su carga también menguaba, y avanzaban con mayor rapidez. Sin embargo, la sed era terrible. Los angustiados mugidos de las vacas, los balidos de las cabras y el triste rebuzno de los pollinos resonaban noche y día. Quince kilómetros diarios.
En
ocasiones sentían vanas esperanzas de divisar unas nubes de tormenta a lo
lejos, cada vez más negras, cada vez más cerca; una o dos veces vieron caer una
gris cortina de lluvia. Pero nunca llovió cerca de los diez mil.
( C. McC, )
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