viernes, 5 de junio de 2015

JUICIO DE MARCO ANTONIO EN TARSOS



El barco pasó delante de él lo bastante cerca como para ver lo ancho y maravilloso que era; la cubierta estaba pavimentada con tejas de loza fina azules y verdes que hacían juego con los tejados. Un barco pavo real, una reina pavo real. «Bueno -pensó Antonio, furioso sin ninguna razón-, ya verá quién es el gallo en el gallinero de Tarsus.»

Cruzó el puente que llevaba a la ciudad a todo galope, se apeó del caballo en la puerta del palacio del gobernador y entró dando voces para llamar a sus sirvientes.

- ¡Toga y lictores ahora!

Así pues, cuando la reina envió a su chambelán, el eunuco Filo, a informar a Marco Antonio de que ella había llegado, Filo fue informado de que Marco Antonio estaba en el ágora escuchando casos de ciudadanos en nombre del fisco y que no podía ver a su majestad hasta el día siguiente.


Tal había sido en realidad la intención de Antonio, que lo habían anunciado formalmente en el tribunal en el ágora. Cuando ocupó su lugar en el tribunal vio lo que había esperado: un centenar de litigantes, al menos otros tantos abogados, varios centenares de espectadores y unas cuantas docenas de vendedores de bebidas, bocadillos, golosinas, sombrillas y abanicos. Incluso en mayo en Tarsus hacía calor. Por aquella razón su corte estaba a la sombra de una marquesina roja que tenía bordado SPQR en los faldones cada pocos pasos alrededor de todo el reborde. En lo alto del tribunal de piedra estaba sentado Antonio en su silla curul de marfil, con doce lictores vestidos de rojo a cada lado y Lucilio sentado a una mesa llena de pergaminos. El actor más nuevo en este drama era un centurión mayor que estaba en una esquina del tribunal, vestido con una cota de escamas doradas, polainas doradas, el pecho cargado con faleras, armillas y collares y, en la cabeza, un casco dorado cuya crin escarlata se extendía a los lados como un abanico. Pero el pecho cargado con condecoraciones por actos de valor no era lo que asustaba a aquella audiencia. De hecho, el miedo lo provocaba la larga espada gala que el centurión sujetaba entre las manos, con la punta apoyada en el suelo. El papel del centurión era el de recordarles a los ciudadanos de Tarsus que Marco Antonio tenía el poder absoluto sobre ellos, y podía ejecutar a cualquiera por cualquier cosa. Si se le pasaba por la cabeza dar una orden de ejecución, entonces el centurión la ejecutaría en el acto. No es que Antonio tuviese ninguna intención de ejecutar ni tan sólo a una mosca o a una araña, pero ya que los orientales estaban acostumbrados a ser gobernados por personas que ejecutaban tan caprichosa como habitualmente, ¿por qué desilusionarlos? Algunos casos eran interesantes, y otros hasta entretenidos. Antonio se ocupó de ellos con la eficiencia y el distanciamiento que los romanos parecían poseer, ya fuesen miembros del proletariado o de la aristocracia: personas que comprendían las leyes, el método, la rutina, la disciplina, aunque Antonio estaba menos dotado de estas esenciales cualidades romanas que la mayoría. Incluso así, realizó su tarea con vigor, y algunas veces hasta con saña. De pronto, una conmoción en la multitud hizo que un litigante perdiese el control en el momento en que iba a pasar su caso a un abogado bien remunerado que estaba a su lado, lo que provocó que Marco Antonio volviera la cabeza y frunciera el entrecejo.


La multitud se había separado, con un suspiro de asombro, pan» permitir el paso de una pequeña procesión encabezada por un hombre de cabeza afeitada y piel morena vestido de Manco, con una cadena de oro alrededor del cuello que aparentaba valer una fortuna. Detrás de él caminaba Filo el chambelán ataviado con lino azul y verde, el rostro maquillado delicadamente, el cuerpo resplandeciente con joyas. Pero no era nada comparado con lo que venía tras ellos: una amplia litera de oro con el techo de loza fina y plumas de pavo real en los podes de las esquinas. La cargaban ocho enormes hombres negros como el carbón, con el mismo tinte púrpura en sus pieles.

Vestían faldellines de plumas, collares y brazaletes de oro y resplandecientes tocados nemes también de oro. La reina Cleopatra esperó hasta que los porteadores bajasen suavemente la litera, luego, sin esperar ayuda para apearse, se deslizó ágilmente y se acercó a los escalones del tribunal romano.

- Marco Antonio, me has llamado a Tarsus. Estoy aquí -dijo ella con una voz clara

- ¡Tu nombre no aparece en mi lista de casos para hoy, señora! Tendrás que solicitárselo a mi secretario, pero te aseguro que será el primero de mi lista mañana por la mañana -respondió Antonio con la cortesía debida a un monarca pero sin deferencia.


Ella rabiaba por dentro. ¡Cómo se atrevía este palurdo romano a tratarla como a cualquier otro! Había venido al ágora para mostrarlo como el paleto que era y hacer exhibición de su inmenso poder y autoridad a los tarsos, que apreciarían su posición y no pensarían muy bien de Antonio por haberla escupido metafóricamente. Él no estaba ahora en el foro romano, aquéllos no eran empresarios romanos (todos ellos se habían marchado porque no tenían beneficios que ganar), sino personas que estaban próximas a su gente de Alejandría, sensibles a las prerrogativas y derechos de los monarcas. ¿Les importaba verse apartados por la reina de Egipto? ¡No, se vanagloriaban de la distinción! Todos habían visitado el muelle para maravillarse ante el Filopátor, y habían venido al ágora convencidos de que se habían pospuesto sus casos. Sin duda, Antonio creía que valorarían sus principios democráticos al verlos a ellos primero, pero no era así como funcionaba el cerebro oriental. Estaban asombrados, inquietos y molestos. Cleopatra, al permanecer de pie tan humildemente delante del tribunal, demostraba a los tarsos lo arrogantes que eran los romanos.

- Gracias, Marco Antonio -dijo ella-. ¿Quizá si no tienes ningún compromiso para la cena podrías venir a mi barco esta noche? ¿Te parece bien al anochecer? Es más cómodo cenar después de que el calor haya desaparecido del aire.


Él la miró con una chispa de furia en los ojos; de alguna manera, lo había puesto en una posición incómoda, lo veía en los rostros de la multitud, que se inclinaba y saludaba siempre manteniendo la distancia con la persona real. En Roma, ella podía haber sido asaltada, pero ¿aquí? Al parecer, nunca. ¡Maldita mujer!

- No tengo planes para la cena -respondió brevemente-. Puedes esperarme al anochecer.

- Te enviaré mi litera, imperator Antonio. Siéntete en libertad de traer a Quinto Delio, Lucio Poplicola, a los hermanos Saxa, Marco Barbado y a cincuenta y cinco más de tus amigos.

Cleopatra se subió ágilmente a la litera. A continuación, los porteadores cogieron las varas y giraron la litera, que no era un simple diván, ya que la parte frontal y la trasera eran iguales para permitir que su ocupante fuese visto correctamente desde todos los ángulos.

- Continúa, Melanto -le dijo Antonio al litigante, que se había visto interrumpido en mitad de una frase por la llegada de la reina.

El asombrado Melanto se volvió indefenso a su muy bien remunerado abogado, los brazos abiertos de asombro. El hombre mostró su competencia al continuar el caso como si no se hubiese producido ninguna interrupción.


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