Cuando me cambiaron como preceptor al severo Marco
Porcio Catón por Atenodoro, el maestro de la corte de Augusto, con él aprendí
en seis meses más de lo que había aprendido con Catón en seis años. Atenodoro
no me castigaba nunca, y empleaba conmigo la máxima paciencia. Solía
estimularme diciéndome que mi cojera debía ser un acicate de mi inteligencia.
Vulcano, el dios de todos los hábiles artesanos, también era cojo. En cuanto a
mi tartamudeo, Demóstenes, el máximo orador de todos los tiempos, había nacido
tartamudo, pero corrigió sus tartajeos por medio de paciencia y concentración.
Había utilizado el mismo método que él me enseñaba ahora. Porque Atenodoro me
hacia recitar con la boca llena de guijarros. Para tratar de vencer la
obstrucción de los guijarros, me olvidaba del tartamudeo, y entonces las
piedrecillas fueron eliminadas una a una, hasta que no quedó ninguna. Para mi
sorpresa, advertí que podía hablar tan bien como cualquiera. Pero sólo cuando
declamaba. En la conversación común continuaba tartamudeando. Convirtió en un
agradable secreto entre los dos el hecho de que pudiese declamar tan bien.
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
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