De pronto advirtió un revuelo de actividad en la orilla, seguido
por la aparición de unos cuarenta barcos de guerra, tripulados todos por
hombres armados. ¡Vaya, así se hace!, pensó César. De la paz a la guerra en un
cuarto de hora. Algunos de los barcos eran sólidos quinquerremes con grandes
quillas de bronce que hendían el agua; algunos eran cuadrirremes y trirremes, todos
con afiladas quillas; pero más o menos la mitad de ellos eran naves mucho
menores, demasiado bajas para aventurarse a viajar por el mar. Éstas, supuso,
eran las embarcaciones de aduanas que patrullaban las siete desembocaduras del
río Nilo. No habían visto ninguna navegando hacia el sur, pero eso no
significaba que algunos ojos de aguda vista no hubieran detectado la presencia
de esta flota romana desde lo alto de algún árbol del delta. Lo cual explicaría
aquella presteza.
Todo un comité de recepción. César ordenó al corneta que tocara a
generala y después pidió que, mediante banderas, se comunicara a los capitanes
de sus barcos que permanecieran inmóviles y esperaran hasta nueva orden. Pidió
a su sirviente que le colocara la toga praetexta, se ciñó la corona civica en
torno al cabello ralo y dorado, y se calzó las sandalias senatoriales marrones
con hebillas de plata en forma de media luna propias de un alto magistrado
curul. Preparado, se plantó en medio del barco, donde se interrumpía la
baranda, y observó cómo se acercaba rápidamente una embarcación de aduanas sin
cubierta con un individuo de aspecto fiero de pie en la popa.
—¿Qué te da derecho a entrar en Alejandría, romano? —preguntó a
gritos el individuo, manteniendo su embarcación al alcance de la voz.
—El derecho de cualquier hombre que llega en son de paz para
comprar agua y provisiones —respondió César con una mueca.
—Hay un manantial a doce kilómetros al oeste del puerto de
Eunostos. Allí encontrarás agua. No tenemos provisiones para vender, así que
sigue tu camino, romano.
—Me temo que no puedo hacer eso, buen hombre.
—¿Quieres guerra? Ya ahora te superamos en número, y éstos no son
más que una décima parte de los hombres que podemos lanzar contra ti.
—Ya he tenido guerras suficientes, pero si insistes, libraré otra
—dijo César—. Has organizado un buen espectáculo, pero dispongo como mínimo de cincuenta
maneras de derrotarte, incluso sin barcos de guerra. Soy el dictador Cayo Julio
César.
El agresivo individuo se mordió el labio.
—Muy bien, tú puedes desembarcar, quienquiera que seas, pero tus
naves deben permanecer justo aquí, a la entrada del puerto, ¿entendido?
—Necesito un bote con capacidad para veinticinco hombres —dijo
César—. Mejor será que me lo proporciones de inmediato o habrá graves
conflictos. El agresivo individuo dio una orden a sus remeros y la pequeña
embarcación se alejó velozmente.
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