En Vercellae, los romanos vencieron por su capacidad,
entrenamiento y astucia, pues Mario había dispuesto la batalla para librarla
principalmente antes de mediodía y formó sus tropas orientadas al oeste de modo
que los cimbros tuvieran el sol de frente y combatieran deslumbrados.
Habituados a un clima más suave y frío -y después de almorzar, como siempre,
grandes cantidades de carne-, combatieron contra los legionarios romanos dos
días después del solsticio de verano, con cielo despejado y en medio de una
polvareda asfixiante. Para los romanos era un inconveniente menor, pero para
los germanos era como debatirse en un horno. Atacaron por millares en sucesivas
oleadas, con la lengua seca, la coraza picándoles como la camisa de pelo de
Hércules, los cascos candentes y las espadas demasiado pesadas para
esgrimirlas.
A mediodía ya no quedaban combatientes cimbros.
Ochenta mil cadáveres llenaban el campo, incluido el de Boiorix; el
resto huyó para avisar a las mujeres y niños de los carros y cruzar los Alpes
con lo que fuera posible.
Pero cincuenta mil carros no pueden emprender la huida
al galope ni se pueden recoger medio millón de cabezas de ganado en un par de
horas, y sólo los que se hallaban más cerca de los pasos alpinos del valle de
los Salassi lograron escapar. Muchas mujeres a quienes repugnaba la idea del
cautiverio se sacrificaron con sus hijos y algunas mataron también a los
guerreros en fuga. A pesar de ello, sesenta mil mujeres y niños y veinte mil
guerreros fueron vendidos como esclavos.
(
Relato de Colleen McCullough )
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