Julilla permanecía junto a la ventana abierta del
despacho de Sila, mirando cómo su esposo se echaba en brazos del joven; los vio
besarse, oyó las amorosas palabras que se decían, vio cómo se dirigían al diván
para sentarse e iniciar los escarceos íntimos de una antigua relación tan
satisfactoria para ambos, que era como un ansiado regreso. No necesitaba que le
explicasen que aquello era el motivo real del desdén de su esposo; y de su
afición al vino y su inconsciente venganza desocupándose de sus hijos. Los
hijos de su esposo.
Antes de que se desvistiesen ante sus ojos, Julilla se
alejó con la cabeza muy alta y los ojos secos para entrar en el dormitorio que
compartía con Lucio Cornelio Sila. Su esposo. Había detrás un reducido cubículo
que usaban de vestidor, y ahora más lleno desde el regreso de Sila, pues su
panoplia de gala estaba colocada sobre un caballete, el casco en un pedestal
especial y su espada con empuñadura de marfil, adornada con una cabeza de
águila, colgada de la pared en la vaina.
No le costó descolgar la espada, pero sí sacarla de la
vaina y el correaje. Pero por fin lo consiguió, conteniendo la respiración
cuando el filo le cortó la mano hasta el hueso de lo afilada que estaba.
Experimentó cierta sorpresa al ver que sentía dolor fisico en aquel momento,
pero hizo abstracción del dolor y la sorpresa y, sin vacilar, la empuñó por la
marfileña cabeza de águila, la volvió hacia ella y se echó contra la pared.
Lo había hecho real. Se desplomó, entre un revuelo de
telas ensangrentadas, al hundirse la espada en su vientre, con el corazón
latiéndole velozmente y sintiendo el estertor de su propia respiración como el
de alguien amenazador a sus espaldas dispuesto a arrebatarle la virtud o la
vida. Pero ya no tenía virtud ni vida, ¿qué podía importar? Ahora sí sentía el
horror de la agonía y aquel calor de su propia sangre regándole la piel. Pero
ella era una Julio César y no iba a pedír socorro ni a lamentar su decisión en
aquellos postreros instantes. Tampoco cruzó su mente el más mínimo pensamiento
por sus hijitos: sólo pensaba en la insensatez de haber amado todos aquellos
años a un hombre al que le gustaban los hombres.
Eso era razón suficiente para morir. No iba a vivir
para ser la irrisión de Roma, para que todas las afortunadas que estaban
casadas con hombres de verdad se burlaran de ella. Conforme se desangraba, su
enfebrecida mente comenzó a enfriarse, a aminorarse, a petrificarse. ¡Ah, qué
maravilla dejar por fin de amarle! Se acabaron los tormentos, las angustias,
las humillaciones, el vino. Le había pedido que le dijera cómo dejar de amarle
y él lo había hecho. Al fin y al cabo, su amado Sila había sido amable. Sus
últimos momentos de lucidez fueron para sus hijos: al menos en ellos perduraría
algo de ella misma. Y así entró en el dulce piélago de la Muerte, deseando a
sus hijos una vida larga y venturosa.
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