lunes, 10 de diciembre de 2018

FUNERALES DE CAYO JULIO CÉSAR



Tras un prolongado debate en el Senado, Lucio César y Lucio Piso, encargados de los preparativos fúnebres, habían decidido que la tribuna del Foro era un lugar demasiado peligroso para la exhibición pública del cadáver y el panegírico. La zona media del Foro era más segura. Desde allí, el cortejo fúnebre podía doblar por el Vicus Tuscus y el Velabrum sin atravesar la muchedumbre.

 

 En cuanto llegara al Circus Flaminius, la procesión lo recorrería; como las gradas tenían capacidad para cincuenta mil espectadores, los ciudadanos de Roma dispondrían de una buena oportunidad para llorar a su hijo más querido: Y de allí el cortejo se dirigiría al Campo de Marte, donde serían incinerados los restos, en una pira alimentada por maderas y sustancias aromáticas adquiridas a costa del Estado y traídas en varios centenares de carromatos.

 

La procesión se inició en las inmediaciones de los pantanos de Palus Ceroliae, donde había espacio para que se congregara la multitud. El féretro de César se uniría al cortejo cuando éste pasara por la Domus Publica. Los dos mil soldados de Lepido impedían que la muchedumbre accediera a la Sacra Via y acordonaban el amplio espacio donde tendría lugar el panegírico y se instalaría el público preferente.

 

Cincuenta carros negros y dorados tirados por pares de caballos negros llevaron a los actores con máscaras de cera que representaban a los antepasados de César -desde Venus, Eneas y Marte hasta sus tíos políticos Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila pasando por Julio y Rómulo- desde la Velli hasta el santuario elevado sobre una plataforma, ante el que se agruparon formando un triple semicírculo.

 

Cien de los varios centenares de carromatos cargados con incienso, mirra, nardo y otras muchas sustancias aromáticas caras y combustibles se alinearon detrás de los carros aislándolos de la multitud, y una apretada fila de soldados se dispuso a lo largo de los carromatos para crear una barrera más. Entre la procesión que descendía desde la Velia iban las plañideras profesionales que, vestidas con túnicas negras, no cesaban de golpearse el pecho, de mesarse los cabellos profiriendo lamentos y entonando cantos fúnebres.

 

Nunca se había congregado una multitud tan grande desde la famosa reunión de Saturnino. Cuando César apareció en su féretro a través de las puertas del vestíbulo de los reyes, se oyó un lamento, un suspiro, un temblor como de un millón de hojas. Lucio César, Lucio Piso, Antonio, Dolabela, Calvino y Lepido, todos ellos con túnicas y togas negras, portaban el ataúd. A su paso, la muchedumbre se abría y luego se cerraba tras él. Los soldados que acordonaban el cerco de carromatos empezaron a cruzar miradas de inquietud, al notar que los carromatos comenzaban a temblar y crujir a sus espaldas a causa de la inexorable presión del gentío. Contagiaron su preocupación a los caballos de los carros, que estaban cada vez más nerviosos, y que a su vez hacían tambalearse a los actores.

 

César iba sentado con la espalda apoyada contra los almohadones negros del féretro. Lucía todo el esplendor de sus galas pontificales, con la corona cívica en la cabeza, el semblante sereno y los ojos cerrados. Avanzaba en alto como un poderoso rey, ya que sus seis portadores eran de una estatura imponente y parecían los grandes nobles que eran.

 

Los portadores subieron ágilmente los peldaños, manteniendo el féretro en posición horizontal. A continuación lo colocaron en la plataforma para que César quedara a la vista de todos.

 

Marco Antonio fue a la parte delantera de aquel templo improvisado y contempló aquel mar de gente, notando con aprensión la presencia de muchos judíos con sus tirabuzones y barbas, de extranjeros de todas las procedencias... y de los veteranos, que habían decidido prenderse una ramita de laurel en las togas negras. Lo que siempre había sido una multitud de blanco vestida, ya que los romanos acudían togados a los actos públicos, se había convertido en una muchedumbre negra. Muy adecuado, pensó Antonio, dispuesto a pronunciar el mejor discurso de su vida ante el público más numeroso que había tenido un orador desde Saturnino.

 

Pero no llegó a pronunciarlo. Antonio sólo consiguió decir las palabras iniciales invitando a Roma a guardar luto por César. Gritos de terrible dolor surgieron de incontables gargantas, y el gentío se movió como por efecto de una convulsión. Los de la primera fila empujaron los cientos de carromatos cargados de sustancias aromáticas; asustados, los caballos se encabritaron y los actores huyeron en desbandada. De pronto volaron por el aire pedazos de madera, cortezas de árbol, trozos de resina que iban siendo lanzados sobre la plataforma y dentro y alrededor del santuario. Los portadores del féretro, incluido Antonio, lo abandonaron de inmediato y corrieron hacia la Domus Publica.

 

Alguien lanzó una antorcha, y se alzó una columna de llamas. Al igual que su hija antes que él, César ardió por voluntad del pueblo, no por un decreto del Senado.

 

Y después de muchos días de silencio, la multitud pidió a gritos la sangre de los Libertadores.

 

«¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos!», repetían una y otra vez.

 

Sin embargo, no se produjeron alborotos. Mientras clamaban por la sangre de los Libertadores, las masas contemplaron cómo la plataforma, el féretro y el santuario se convertían en una nube de fuego, y nadie se movió hasta que el resplandor se hubo extinguido y toda Roma quedó impregnada por el embriagador olor de las sustancias aromáticas quemadas.

 

Sólo entonces la indignación estalló en forma de violencia. Haciendo caso omiso a los soldados de Lepido, la muchedumbre corrió en todas direcciones en busca de víctimas. ¡Libertadores!. ¿Dónde están los Libertadores?. ¡Muerte a los Libertadores!. Muchos subieron hacia el Palatino, hacia los estrechos callejones bordeados de hileras de casas anónimas cuyas puertas estaban cerradas, de modo que nadie sabía en cuál de ellas vivía un Libertador. Un asiduo del Foro, enloquecido de dolor, vio a Cayo Helvio Cinna, senador y poeta, correr como un poseso, y lo confundió con el otro Cinna, Lucio Cornelio Cinna, que en otro tiempo había sido yerno de César y de quien se rumoreaba que era uno de los Libertadores. Inocente de todo crimen, Helvio Cinna fue literalmente hecho pedazos.

 

Al anochecer, y sin ninguna otra presa a la vista, la muchedumbre, llorosa y afligida, se dispersó.

 

El Foro Romano quedó desierto bajo un manto de humo dulzón.


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