Tras un prolongado debate en el
Senado, Lucio César y Lucio Piso, encargados de los preparativos fúnebres, habían
decidido que la tribuna del Foro era un lugar demasiado peligroso para la
exhibición pública del cadáver y el panegírico. La zona media del Foro era más
segura. Desde allí, el cortejo fúnebre podía doblar por el Vicus Tuscus y el
Velabrum sin atravesar la muchedumbre.
En cuanto llegara al Circus
Flaminius, la procesión lo recorrería; como las gradas tenían capacidad para
cincuenta mil espectadores, los ciudadanos de Roma dispondrían de una buena
oportunidad para llorar a su hijo más querido: Y de allí el cortejo se
dirigiría al Campo de Marte, donde serían incinerados los restos, en una pira
alimentada por maderas y sustancias aromáticas adquiridas a costa del Estado y traídas
en varios centenares de carromatos.
La procesión se inició en las
inmediaciones de los pantanos de Palus Ceroliae, donde había espacio para que
se congregara la multitud. El féretro de César se uniría al cortejo cuando éste
pasara por la Domus Publica. Los dos mil soldados de Lepido impedían que la
muchedumbre accediera a la Sacra Via y acordonaban el amplio espacio donde
tendría lugar el panegírico y se instalaría el público preferente.
Cincuenta carros negros y
dorados tirados por pares de caballos negros llevaron a los actores con
máscaras de cera que representaban a los antepasados de César -desde Venus,
Eneas y Marte hasta sus tíos políticos Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila pasando
por Julio y Rómulo- desde la Velli hasta el santuario elevado sobre una plataforma,
ante el que se agruparon formando un triple semicírculo.
Cien de los varios centenares de carromatos cargados con incienso,
mirra, nardo y otras muchas sustancias aromáticas caras y combustibles se
alinearon detrás de los carros aislándolos de la multitud, y una apretada fila
de soldados se dispuso a lo largo de los carromatos para crear una barrera más.
Entre la procesión que descendía desde la Velia iban las plañideras profesionales
que, vestidas con túnicas negras, no cesaban de golpearse el pecho, de mesarse
los cabellos profiriendo lamentos y entonando cantos fúnebres.
Nunca se había congregado una
multitud tan grande desde la famosa reunión de Saturnino. Cuando César apareció
en su féretro a través de las puertas del vestíbulo de los reyes, se oyó un lamento,
un suspiro, un temblor como de un millón de hojas. Lucio César, Lucio Piso,
Antonio, Dolabela, Calvino y Lepido, todos ellos con túnicas y togas negras,
portaban el ataúd. A su paso, la muchedumbre se abría y luego se cerraba tras
él. Los soldados que acordonaban el cerco de carromatos empezaron a cruzar
miradas de inquietud, al notar que los carromatos comenzaban a temblar y crujir
a sus espaldas a causa de la inexorable presión del gentío. Contagiaron su preocupación
a los caballos de los carros, que estaban cada vez más nerviosos, y que a su
vez hacían tambalearse a los actores.
César iba sentado con la
espalda apoyada contra los almohadones negros del féretro. Lucía todo el
esplendor de sus galas pontificales, con la corona cívica en la cabeza, el
semblante sereno y los ojos cerrados. Avanzaba en alto como un poderoso rey, ya
que sus seis portadores eran de una estatura imponente y parecían los grandes
nobles que eran.
Los portadores subieron
ágilmente los peldaños, manteniendo el féretro en posición horizontal. A
continuación lo colocaron en la plataforma para que César quedara a la vista de
todos.
Marco Antonio fue a la parte
delantera de aquel templo improvisado y contempló aquel mar de gente, notando
con aprensión la presencia de muchos judíos con sus tirabuzones y barbas, de extranjeros
de todas las procedencias... y de los veteranos, que habían decidido prenderse
una ramita de laurel en las togas negras. Lo que siempre había sido una
multitud de blanco vestida, ya que los romanos acudían togados a los actos públicos,
se había convertido en una muchedumbre negra. Muy adecuado, pensó Antonio,
dispuesto a pronunciar el mejor discurso de su vida ante el público más
numeroso que había tenido un orador desde Saturnino.
Pero no llegó a pronunciarlo.
Antonio sólo consiguió decir las palabras iniciales invitando a Roma a guardar
luto por César. Gritos de terrible dolor surgieron de incontables gargantas, y
el gentío se movió como por efecto de una convulsión. Los de la primera fila
empujaron los cientos de carromatos cargados de sustancias aromáticas;
asustados, los caballos se encabritaron y los actores huyeron en desbandada. De
pronto volaron por el aire pedazos de madera, cortezas de árbol, trozos de
resina que iban siendo lanzados sobre la plataforma y dentro y alrededor del
santuario. Los portadores del féretro, incluido Antonio, lo abandonaron de
inmediato y corrieron hacia la Domus Publica.
Alguien lanzó una antorcha, y
se alzó una columna de llamas. Al igual que su hija antes que él, César ardió
por voluntad del pueblo, no por un decreto del Senado.
Y después de muchos días de
silencio, la multitud pidió a gritos la sangre de los Libertadores.
«¡Matadlos! ¡Matadlos!
¡Matadlos!», repetían una y otra vez.
Sin embargo, no se produjeron
alborotos. Mientras clamaban por la sangre de los Libertadores, las masas
contemplaron cómo la plataforma, el féretro y el santuario se convertían en una
nube de fuego, y nadie se movió hasta que el resplandor se hubo extinguido y toda
Roma quedó impregnada por el embriagador olor de las sustancias aromáticas
quemadas.
Sólo entonces la indignación
estalló en forma de violencia. Haciendo caso omiso a los soldados de Lepido, la
muchedumbre corrió en todas direcciones en busca de víctimas. ¡Libertadores!.
¿Dónde están los Libertadores?. ¡Muerte a los Libertadores!. Muchos subieron
hacia el Palatino, hacia los estrechos callejones bordeados de hileras de casas
anónimas cuyas puertas estaban cerradas, de modo que nadie sabía en cuál de
ellas vivía un Libertador. Un asiduo del Foro, enloquecido de dolor, vio a Cayo
Helvio Cinna, senador y poeta, correr como un poseso, y lo confundió con el
otro Cinna, Lucio Cornelio Cinna, que en otro tiempo había sido yerno de César
y de quien se rumoreaba que era uno de los Libertadores. Inocente de todo
crimen, Helvio Cinna fue literalmente hecho pedazos.
Al anochecer, y sin ninguna
otra presa a la vista, la muchedumbre, llorosa y afligida, se dispersó.
El Foro Romano quedó desierto
bajo un manto de humo dulzón.
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