martes, 3 de febrero de 2015

PUBLIO CLODIO, CONTUBERNALIS DE LÚCULO EN SU CAMPAÑA CONTRA TRIGANES DE ARMENIA EN EL ORIENTE


Clodio se había enamorado hasta tal punto de Amisus que decidió quedarse en el Ponto con los legados Sornacio y Fabio Adriano; ir de campaña hábía perdido todo atractivo para Clodio en el momento en que Lúculo planeó una marcha de mil millas.

 

Pero debía ser así. Las órdenes que tenía eran que acompañase a Lúculo formando parte de su séquito personal. ¡Oh bueno, pensó Clodio, por lo menos viviré con relativo lujo! Luego descubrió la idea que tenía Lúculo acerca de lo que eran las comodidades en campaña. A saber, que no existía ninguna. El epicúreo sibarita que Clodio había conocido en Roma y Amisus había desaparecido por completo; durante la marcha al frente de los fimbrianos Lúculo no disfrutaba de mayores ventajas que cualquier soldado raso, y si no las disfrutaba él tampoco iba a hacerlo ningún miembro de su personal privado. Iban caminando, no a caballo; los fimbrianos caminaban, no iban a caballo. Comían gachas y pan duro; los fimbrianos comían gachas y pan duro. Dormían en el suelo con una laena para cubrirse y un poco de tierra amontonada a modo de almohada; los fimbrianos dormían en el suelo con una laena para cubrirse y tierra amontonada a modo de almohada. Se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban; los fimbrianos se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban. Lo que era bueno para los fimbrianos era bueno para Lúculo.

 

Pero no para Publio Clodio, quien a no muchos días de distancia de Amisus se aprovechó de su parentesco con Lúculo y presentó una amarga queja.

Los ojos de color gris pálido del general lo miraron inexpresivos de arriba abajo, unos ojos tan fríos como el paisaje en deshielo que el ejército atravesaba en aquellos momentos.

 

-Si quieres comodidades, Clodio, vete a casa -le recomendó. -¡No quiero irme a casa, sólo deseo algunas comodidades! -dijo Clodio.

-Una cosa o la otra. Conmigo nunca tendrás las dos a la vez -le dijo su cuñado; y le volvió la espalda con desprecio.

 

Aquélla fue la última conversación que Clodio mantuvo con él. Ni tampoco la austera y pequeña banda de legados y tribunos militares que rodeaban al general alentaron aquella clase de compañía de la que ahora Clodio no podía prescindir. La amistad, el vino, las mujeres y las travesuras; eran las cosas por las que Clodio suspiraba mientras los días pasaban para él tan lentos como si fueran años y el paisaje continuaba tan inhóspito y árido como Lúculo.

 

Se detuvieron brevemente en Eusebia Mazaca, donde Ariobarzanes Filoromaios, el rey, dotó al convoy de las provisiones que pudo y le deseó a Lúculo buena suerte. Luego continuaron y se adentraron en un paisaje roto por abismos y desfiladeros de todos los colores del arco iris, sobre todo del extremo más cálido del espectro, una masa caída de torres de toba y pedruscos en precario equilibrio sobre frágiles cuellos de roca. Rodear aquellos desfiladeros hizo que la longitud de la marcha casi se duplicase, pero Lúculo continuó avanzando lenta y trabajosamente, pues insistía en que su ejército cubriese un mínimo de treinta millas al día. Aquello significaba que tenían que marchar de sol a sol, que montaban el campamento cuando ya estaba cayendo la noche y lo levantaban cuando aún no había aparecido el día. Y cada noche había que montar un campamento como es debido, excavado y fortificado contra... ¿quién? ¿QUIÉN? Clodio tenía ganas de hacerle la pregunta a gritos al pálido cielo que flotaba por encima de ellos a una altura mayor que aquella a la que cualquier cielo tiene derecho. Y esa pregunta iba seguida de un ¿POR QUÉ? formulado a gritos más fuertes que los truenos de aquellas interminables tormentas primaverales.

 

Por fin llegaron al Éufrates, en Tomisa, y al acercarse a él se encontraron con que sus misteriosas aguas, de un azul lechoso, estaban convertidas en una furiosa masa de nieves derretidas. Clodio dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Ahora no había elección! El general tendría que descansar mientras esperaba que el río descendiese de nivel. Pero, ¿lo hizo así? No. En el mismo momento en que el ejército se detenía, el Éufrates empezó a calmarse y a correr con más lentitud, empezó a convertirse en una vía de agua manejable y navegable. Lúculo y los fimbrianos lo cruzaron en barca hasta Sophene, y en cuanto que hubo pasado el último hombre, el río volvió a convertirse en un torrente espumoso.

 

-Tengo suerte -dijo Lúculo complacido-. Es un buen augurio. Ahora la ruta atravesaba un paisaje ligeramente más amable, en el que las montañas eran algo más bajas, había buenos pastos, los espárragos silvestres cubrían las laderas y los árboles crecían en pequeños bosquecillos donde bolsas de humedad proporcionaban subsistencia a sus raíces. Pero, ¿qué significaba todo aquello para Lúculo? ¡La orden de que en un terreno fácil como aquél y con espárragos para poder mascar el ejército debía avanzar más de prisa! Clodio, acostumbrado a ir andando a todas partes, siempre se había considerado en tan buena forma y tan ágil como cualquier romano. Pero ahí estaba Lúculo, con casi cincuenta años, que era capaz de caminar hasta dejar agotado al Publio Clodio de veintidós.

 

Cruzaron el Tigris, empresa que pareció de poca importancia después de haber cruzado el Éufrates, porque no era tan ancho ni tan veloz como éste; luego, después de haber marchado y haber recorrido más de mil millas en dos meses, el ejército de Lúculo divisó Tigranocerta.


( C. McC. )

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