lunes, 2 de febrero de 2015

LA CAPACIDAD DE TRABAJO DE MARCO PORCIO CATÓN


 

Tener a Marco Porcio Catón a su servicio, aunque sus obligaciones técnicamente se redujeran a las legiones de los cónsules, era un sufrimiento que el gobernador de Macedonia nunca se hubiese imaginado hasta que le sucedió. Si aquel joven hubiera sido un nombramiento personal, habría ido de vuelta a casa por mucho que su padrino hubiera sido el mismísimo Júpiter óptimo Máximo; pero como el pueblo lo había nombrado por mediación de la Asamblea Popular, no había nada que el gobernador Marco Rubrio pudiera hacer salvo sufrir la continua presencia de Catón.

 

Pero, ¿cómo podía vérselas con un joven que no dejaba de hurgar y fisgonear, que hacía preguntas incesantemente, que quería saber por qué esto iba allí, por qué aquello valía más en los libros que en el mercado, por qué Fulanito reclamaba una exención de impuestos? Catón nunca paraba de preguntar por qué. Si se le recordaba con tacto que sus preguntas e inquietudes no tenían nada que ver con las legiones de los cónsules, Catón respondía simplemente que todo lo de Macedonia pertenecía a Roma, y Roma, tal como la había personificado Rómulo, lo había elegido a él como uno de sus magistrados. Ergo, todo lo de Macedonia era asunto suyo tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista moral y ético.

 

El gobernador Marco Rubrio no era el único que tenía esta opinión. Sus legados y tribunos militares -electos o no-, sus escribas, sus guardianes, alguaciles y publicani, sus amantes y esclavos, todos detestaban a Marco Porcio Catón. Éste era un maníaco del trabajo, y ni siquiera podían librarse de él enviándolo a algún puesto avanzado de la provincia, porque al cabo de dos o tres días, a lo sumo, regresaba, y con el trabajo bien hecho.

 

Gran parte de la conversación de Catón -si es que una arenga a voz en grito podía llamarse conversación- giraba en torno a su bisabuelo, Catón el Censor, cuya frugalidad y anticuadas maneras él estimaba inmensamente. Y puesto que Catón era Catón, él se esforzaba por emular al Censor en todos los aspectos salvo en uno. Iba caminando a todas partes en lugar de ir a caballo, comía sobriamente y no bebía otra cosa que no fuese agua, su forma de vivir no era mejor que la de un soldado raso y sólo tenía un esclavo para atender a sus necesidades.

 

Entonces, ¿cuál era esa única transgresión de los principios de su bisabuelo? Catón el Censor aborrecía Grecia, a los griegos y a las cosas griegas, mientras que el joven Catón los admiraba, y no guardaba en secreto esa admiración. Eso le causó considerables burlas por parte de aquellos que tenían que soportar su presencia en la Macedonia griega, todos los cuales se morían de ganas de perforarle aquella piel increíblemente gruesa.


 Pero ninguna de esas burlas hicieron mella en el integumento de Catón; cuando alguien le tomaba el pelo diciéndole que había traicionado los preceptos de su bisabuelo al asumir la forma de pensar de los griegos, esa persona se encontraba con que se le ignoraba y se le consideraba poco importante. Ah, y lo que Catón sí consideraba importante era lo que más sacaba de quicio a sus superiores, iguales e inferiores: la vida regalada, lo llamaba él, y tan fácil era que criticara la evidencia de una vida regalada en el gobernador como en un centurión. Como él moraba en una casa de ladrillos de adobe de dos habitaciones en las afueras de Tesalónica y la compartía con su querido amigo Tito Munacio Rufo, un colega tribuno de los soldados, nadie podía decir que el propio Catón llevase una vida regalada.

 

Había llegado a Tesalónica en el mes de marzo, y a finales de mayo el gobernador ya había llegado a la conclusión de que si no se desembarazaba de Catón de alguna manera, allí se cometería un asesinato. Las quejas, procedentes de publicani, de cobradores de impuestos, de mercaderes de grano, de contables, de centuriones, de legionarios, de legados y de diversas mujeres a las que Catón había acusado de impudicia, no dejaban de apilarse encima del escritorio del gobernador.

 

«¡Hasta tuvo el descaro de decirme que él se había mantenido casto hasta que se casó!  le dijo muy sofocada una señora a Rubrio; se trataba de una amiga íntima-. ¡Marco, se enfrentó a mí en el ágora delante de mil griegos que sonreían con ironía y me puso como un trapo hablándome de cuál era la conducta apropiada de las mujeres romanas que viven en una provincia! ¡Líbrate de él, o te juro que pagaré a alguien para que lo asesine!»


( C. McC. )


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