Al regresar a Roma, seguiré con
el triunvitato. Yo me quedaré el oeste y le cederé a Antonio Oriente, donde
labrará su ruina. Lepido puede quedarse con África y la Domus Publica; él no
representa una amenaza para ninguno de los dos. Sí, tengo un sólido grupo de
seguidores: Agripa, Estatilio Tauro, Mecenas, Salvidieno, Lucio Cornificio,
Titio, Cornelio Galo, los Coceos, Sosio..., el núcleo de una nueva nobleza en
expansión. Ése fue el gran error de mi padre el divino Julio. Quería conservar
la antigua nobleza, quería que los de su partido llevaran todos los grandes
apellidos de abolengo. No pudo establecer su autocracia dentro de un marco
claramente democrático. Pero yo no cometeré ese error. Ni mi salud ni mis
gustos me empujan al esplendor; nunca alcanzaré su magnificencia cuando se
paseaba por el Foro ataviado de pontífice máximo con la corona del valor en la
cabeza y aquel inimitable halo de invencibilidad. Las mujeres lo miraban y se
derretían. Los hombres lo miraban y su propia inferioridad los corroía, su
impotencia los impulsaba al odio.
Yo, en cambio, seré su pater
familias, un padre amable, firme, afectuoso y sonriente. Les dejaré creer que
son ellos mismos quienes gobiernan, y controlaré todas sus palabras y actos.
Cambiaré los ladrillos de Roma por mármol. Llenaré los templos de Roma de
grandes obras de arte, volveré a pavimentar las calles, engalanaré las plazas,
plantaré árboles y construiré baños públicos, procuraré que las gentes del
censo por cabezas tengan siempre el estómago lleno y todos los entretenimientos
que deseen. Me llevaré el oro de Egipto para revitalizar la economía de Roma,
soy muy joven y tengo tiempo para hacerlo.
Pero primero debo encontrar la
manera de eliminar a Marco Antonio sin asesinarlo ni declararle la guerra. Todo
es posible: la solución se esconde en las brumas del tiempo, esperando para
manifestarse.
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