Hoy entierro a mi único hijo.
Era miembro de la gens Cornelia, de una rama con antigüedad de más de
doscientos años, en la que ha habido cónsules y sacerdotes, hombres de gran
honorabilidad. En diciembre se habría hecho un Cornelio adulto, pero no ha sido
así. Al morir contaba casi quince años.
Mi hijo era un muchacho
estupendo, muy querido y atento. Su madre murió cuando era muy pequeño, pero su
madrastra ha sido una auténtica madre para él. Si hubiera vivido habría sido el
idóneo heredero de una casa noble patricia, pues era educado, inteligente,
perspicaz y valiente. Cuando viajé a Oriente para entrevistarme con los reyes
del Ponto y de Armenia, me acompañó sin temor a los peligros que implica andar
por tierras extranjeras. Fue testigo de mi entrevista con los embajadores
partos y hubiese sido el más indicado de su generación para que Roma le hubiese
enviado a tratar con ellos. Fue mi mejor compañero y mi más leal partidario. Roma
pierde tanto como mi familia. Le entierro con gran cariño y profunda pena y os
ofrezco gladiadores en los juegos funerarios.
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