Constantino
fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de
treinta años. Pero estropeó su grandiosa obra de reconstrucción con el más
absurdo de los testamentos, dividiendo el Imperio en cinco tajadas y
entregándolas, respectivamente, a sus tres hijos; Constantino, Constancio y Constante,
y a sus dos nietos sobrinos: Delmacio y Anibaliano. La cosa nos asombra
porque él no pudo haber dejado de ver lo que había ocurrido con el reparto de
Diocleciano y qué alborotos se habían producido entre todos aquellos Augustos y
Césares. Pero ya que lo había decidido así, podía al menos tomar la precaución
de dar a sus tres chicos nombres que les diferenciasen un poco mejor.
Es un bonito embrollo, incluso para quien quiere resumir su historia, devanar el enredado ovillo de aquellos tres casi homónimos. Trataremos de hacerlo lo mejor posible. De facilitarnos la labor, simplificando las rivalidades, cuidaron los regimientos de guarnición en la capital, que, apenas metido en la fosa el gran difunto, se insurreccionaron e hicieron una buena matanza en la que perecieron dos de los cinco herederos: Anibaliano y Delmacio. Les hicieron compañía también los Hermanastros del muerto y sus hijos, menos dos, Galo y Juliano, que fueron confinados y de los cuales oiremos hablar de nuevo, además de un número impreciso de altos jerarcas. Constantinopla había nacido apenas, y ya inauguraba aquel repertorio de carnicerías que a través de los siglos había de motear su historia.
Es un bonito embrollo, incluso para quien quiere resumir su historia, devanar el enredado ovillo de aquellos tres casi homónimos. Trataremos de hacerlo lo mejor posible. De facilitarnos la labor, simplificando las rivalidades, cuidaron los regimientos de guarnición en la capital, que, apenas metido en la fosa el gran difunto, se insurreccionaron e hicieron una buena matanza en la que perecieron dos de los cinco herederos: Anibaliano y Delmacio. Les hicieron compañía también los Hermanastros del muerto y sus hijos, menos dos, Galo y Juliano, que fueron confinados y de los cuales oiremos hablar de nuevo, además de un número impreciso de altos jerarcas. Constantinopla había nacido apenas, y ya inauguraba aquel repertorio de carnicerías que a través de los siglos había de motear su historia.
¿Fue
de verdad Constancio, como se dijo más tarde, quien ordenó aquella mortandad?
No se sabe con precisión. Sábese tan sólo que él se hallaba en la ciudad cuando
se llevó a cabo, que no hizo nada por impedirla y que resultó el mayor
beneficiario de ella. Se reunió con los otros dos hermanos en Esmirna y con
ellos llegó a concluir otro reparto. Para sí se quedó todo el Oriente con
Constantinopla y Tracia; a Constante, que era el menor, le dio Italia, Iliria,
África, Macedonia y Acaya, pero obligándole a una especie de vasallaje hacia
Constantino II, a quien le correspondieron las Galias.
Si
Constantino inventó esa cláusula para provocar una rivalidad entre los dos y
quedarse después como arbitro, hay que decir que el golpe fue logrado
plenamente. No habían transcurrido tres años que aquéllos ya llegaban a las
manos. Pero en la primera batalla, Constantino, que era de carácter fogoso,
avanzó demasiado, cayó en una emboscada y fue muerto. Constante no perdió
tiempo en anexionarse todas sus posesiones. Y Constancio, que seguramente
confiaba en una guerra larga que destrozara las fuerzas de ambos contendientes,
se quedó sin conseguir lo que deseaba y con un solo rival, sí, pero más potente
que él. También esta vez le ayudó la suerte en forma de un complot contra Constante
que, en las Galias, ganaba batalla tras batalla contra los rebeldes. Era un
buen general, pero inepto como hombre de Estado; estrujaba a los súbditos con
impuestos, les irritaba con sus terquedades y les escandalizaba con sus
costumbres. Un comandante de milicias bárbaras, Magnencio, le mató y se
proclamó emperador.
Más otro tanto hizo inmediatamente Vetranio, que
mandaba las tropas en Iliria, y Nepociano, sobrino del muerto. Constancio
tenía ahora los papeles en regla para intervenir en Occidente con el pretexto
de restablecer la justicia. Precisamente en aquel momento concluyó una tregua
con el rey persa Sapor que le había causado hasta entonces muchos
sinsabores y empeñado sus ejércitos. Al frente de ellos marchó a la sazón
contra los usurpadores, pero acompañando la acción militar con una hábil
gestión diplomática, que era además el arte con el que mejores logros
alcanzaba. Vetranio parlamentó, unió sus tropas a las de Constancio en la
llanura de Sérdica, donde debían enfrentarse, y se arrodilló ante él pidiéndole
perdón. El perdón le fue concedido y con los galones y medallas por añadidura.
Después, los dos ejércitos marcharon juntos contra Magnencio, le
derrotaron en Hungría y le persiguieron hasta España, donde le obligaron a
suicidarse con su hermano Decencio.
Así el Imperio quedó de nuevo reunido bajo un soberano. A diferencia de su predecesor y padre, no era un gran general, no amaba las guerras y procuraba eludirlas. Pero cuando se veía obligado, a emprenderlas, lo hacía hasta el final, aunque con gran cautela, pero arriesgando valerosamente el pellejo. Pues tenía conciencia de sus deberes y los cumplía sin reparar en gastos ni sacrificios. Era un hombre solitario y receloso, melancólico y taciturno, sin impulsos, sin calor humano, sin vicios ni abandonos. En muchas cosas asemeja a Felipe II de España y a Francisco José de Austria. Como ellos, era piadoso, pero a la fe no unía las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. Al contrario, era pesimista, incapaz de indulgencia y creía que para salvar un alma era necesario quemar muy a menudo un cuerpo. Casó tres veces, no por amor, sino por deseo de tener un heredero. Ninguna de las tres esposas se lo dio. Ahora se encontraba sin sucesores. Ni siquiera sus hermanos tuvieron tiempo de dejárselos. En el gran cementerio donde había hallado sepultura la vasta progenie de Constantino, no quedaban más que dos muchachos escapados a la matanza del 337: Galo y Juliano.
MAGNENCIO |
MONEDA DE DECENCIO |
Así el Imperio quedó de nuevo reunido bajo un soberano. A diferencia de su predecesor y padre, no era un gran general, no amaba las guerras y procuraba eludirlas. Pero cuando se veía obligado, a emprenderlas, lo hacía hasta el final, aunque con gran cautela, pero arriesgando valerosamente el pellejo. Pues tenía conciencia de sus deberes y los cumplía sin reparar en gastos ni sacrificios. Era un hombre solitario y receloso, melancólico y taciturno, sin impulsos, sin calor humano, sin vicios ni abandonos. En muchas cosas asemeja a Felipe II de España y a Francisco José de Austria. Como ellos, era piadoso, pero a la fe no unía las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. Al contrario, era pesimista, incapaz de indulgencia y creía que para salvar un alma era necesario quemar muy a menudo un cuerpo. Casó tres veces, no por amor, sino por deseo de tener un heredero. Ninguna de las tres esposas se lo dio. Ahora se encontraba sin sucesores. Ni siquiera sus hermanos tuvieron tiempo de dejárselos. En el gran cementerio donde había hallado sepultura la vasta progenie de Constantino, no quedaban más que dos muchachos escapados a la matanza del 337: Galo y Juliano.
Los
dos hacía años que vegetaban en un villorio de Capadocia, bajo la tutela de un
obispo arriano, Eusebio, que tampoco era muy caritativo, llevando una vida de
colegio, solitaria y desolada. Su madre, Basilina, había muerto ya, cuando ante
sus ojos se desarrolló la carnicería en la que perecieron padre, tíos, primos y
hasta criados. A la sazón, Galo tenía diez años, y Juliano, seis. Ambos
supieron más tarde que el responsable directo o indirecto de la matanza había
sido él, Constancio, que ahora, de Improviso, se acordaba de ellos.
El
elegido fue Galo, el mayor, que de la noche a la mañana, de prisionero
que era pasó a ser marido de Constantina, la hermana del emperador, nombrado
César e instalado en Antioquía con poderes casi absolutos. En aquel brusco
salto que daría vértigo a cualquiera, no poseía siquiera la inteligencia, de la
que estaba conspicuamente desprovisto, para mantener la cabeza en su sitio. Lo
que le tocó ver de chico le había hecho creer que el asesinato y la traición
eran cosa normal entre los hombres, y para protegerse a sí mismo siguió la
regla de dar crédito a toda sospecha y de matar a cualquier sospechoso. Aun
antes de que Constancio se diese cuenta del error cometido con aquella
elección, había degollado ya no sólo varios hombres, sino poblaciones enteras.
El emperador, temiendo que una excomunión le empujara a la rebelión abierta, fingió no estar enterado y, mostrándose siempre amigo, le llamó a Milán donde se hallaba en aquel momento. Inquieto, Galo mandó primero a Constantina para escrutar las intenciones de Constancio. Pero Constantina murió durante el viaje. Galo tuvo que decidirse a ir en persona. Pero, llegado a Panonia, un destacamento de soldados le detuvo y le condujo a Pola, donde le relegaron en el palacio en el que Constantino había hecho asesinar a su primogénito Crispo. Constancio tenía mucho apego a las tradiciones de familia, incluso a las de muertes violentas. Un proceso sumario, facilitado por el testimonio bien remunerado de un eunuco de la Corte, condujo a la pena de muerte, que fue inmediatamente ejecutada.
El emperador, temiendo que una excomunión le empujara a la rebelión abierta, fingió no estar enterado y, mostrándose siempre amigo, le llamó a Milán donde se hallaba en aquel momento. Inquieto, Galo mandó primero a Constantina para escrutar las intenciones de Constancio. Pero Constantina murió durante el viaje. Galo tuvo que decidirse a ir en persona. Pero, llegado a Panonia, un destacamento de soldados le detuvo y le condujo a Pola, donde le relegaron en el palacio en el que Constantino había hecho asesinar a su primogénito Crispo. Constancio tenía mucho apego a las tradiciones de familia, incluso a las de muertes violentas. Un proceso sumario, facilitado por el testimonio bien remunerado de un eunuco de la Corte, condujo a la pena de muerte, que fue inmediatamente ejecutada.
Constancio
estaba otra vez sin sucesores y envejecía. El día en que decidió librarse de
Galo, confinó también a Juliano, sospechándolo cómplice de su hermano. Pero
aquel muchacho era el único en cuyas venas circulaba aún la sangre de
Constantino. Tras muchas vacilaciones, le llamó y le nombró César. El sucesor
no podía ser más que él.
Aquella
elección hecha a desgana se reveló en seguida como excelente. Juliano, que
pasaba por ser un holgazán dedicado solamente a la Literatura y a la Filosofía,
en cuanto se encontró con alguna responsabilidad a cuestas, la tomó en serio.
No había visto nunca un cuartel cuando el emperador le confió las provincias
orientales, entonces en plena revuelta.
De momento, Juliano dejó hacer a los generales, aunque observando
atentamente sus actividades. Luego tomó el mando efectivo de las tropas,
afrontó las hordas francas y alemanas que se habían infiltrado más allá del
Rin, las aniquiló, sofocó las rebeliones de los indígenas y restableció la
autoridad imperial en Britania. Jamás el título de César había sido otorgado
tan adecuadamente a un hombre.
Por
desgracia, precisamente en aquel momento el rey persa Sapor reemprendió la ruta
de la guerra y para atajar su amenaza Constancio pidió a Juliano que le mandase
parte de su ejército. Juliano, que le había tomado gusto al oficio de soldado,
obedeció, pero a regañadientes, y no se sabe hasta qué punto disimuló ante sus
hombres la amargura de tener que separarse de ellos. Como fuere, éstos
estuvieron seguros de interpretar sus deseos negándose a obedecer y aún más
aclamándolo Augusto, o sea emperador. En seguida, Juliano se apresuró a
escribir a Constancio que él era ajeno a todo aquello, y no sólo esto, sino que
había sucedido contra su voluntad. Pero cuando Constancio le contestó que le
perdonaba si renunciaba al título y hacía acto de sumisión, Juliano, en ver de
aceptar, fue a su encuentro al frente de su ejército.
Él no había descerrajado la caja, pero se negaba a devolver lo hurtado que, sin saber cómo, le llovió en casa. No hubo guerra porque Constancio, que partió también para hacerla, murió en el viaje. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con sumo estupor que había designado único heredero a aquel a quien se dirigía a combatir y, en caso de victoria, probablemente a matar. Como siempre, obedeció no a los sentimientos sino a la razón de Estado. Y, reconociendo en el felón las cualidades de un gran político, hizo de él su sucesor. Juliano lo agradeció tributándole solemnes exequias, vistiendo de luto y llorando a lágrima viva sobre el féretro. Fue una hermosísima comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.
Él no había descerrajado la caja, pero se negaba a devolver lo hurtado que, sin saber cómo, le llovió en casa. No hubo guerra porque Constancio, que partió también para hacerla, murió en el viaje. Cuando abrieron el testamento, todos vieron con sumo estupor que había designado único heredero a aquel a quien se dirigía a combatir y, en caso de victoria, probablemente a matar. Como siempre, obedeció no a los sentimientos sino a la razón de Estado. Y, reconociendo en el felón las cualidades de un gran político, hizo de él su sucesor. Juliano lo agradeció tributándole solemnes exequias, vistiendo de luto y llorando a lágrima viva sobre el féretro. Fue una hermosísima comedia, interpretada magníficamente por ambas partes.
Acerca
de Juliano han corrido ríos de tinta, como si no hubiesen bastado los
que prodigó él mismo. Pues era grafómano y tenía la pasión de las proclamas,
los panegíricos y los ensayos entre lo filosófico y lo político. Mas acaso la
importancia de aquel emperador, que tan sólo reinó veinte meses, ha sido
exagerada.
La
razón por la que se ha hecho tanto ruido en torno a su nombre consiste en que
se le atribuye el propósito de restaurar el paganismo contra el cristianismo.
Ya Constancio hubo de dedicar la mayor parte de su tiempo a las cuestiones
religiosas. Incluso había actuado, además de como emperador, como Papa,
interviniendo en las disputas internas de la Iglesia entre donatistas, arríanos
y melecianos. Porque, en efecto, era cristiano y de los fervientes. Pero muy
paganamente consideraba a la Iglesia como un instrumento del Estado y, con la
excusa de protegerla, se proponía controlarla.
Juliano
tuvo los mismos intereses religiosos, pero orientados en sentido opuesto, por
lo que se ganó el título de Apóstata. No cabe duda que debió de
contribuir a llenarle de rencor hacia la nueva fe aquel obispo Eusebio
que, como tutor suyo, le había sazonado con el látigo las lecciones de catecismo.
En el confinamiento de Nicomedia, el único afecto lo encontró Juliano en un
anciano siervo escita, Mardonio, que le leía Hornero y los filósofos
griegos. No se ha sabido nunca si Mardonio era pagano o cristiano. Se sabe tan
sólo que estaba empapado de clasicismo, cuyo amor a éste él inspiró a su joven
amo y pupilo. Éste miraba en torno suyo y no veía que los cristianos que le
rodeaban dieran un gran ejemplo.
No era, dígase lo que se quiera, un hombre de pensamientos profundos, y basta leer sus escritos para convencerse de ello. A veces, sus razonamientos se pierden en divagaciones. Tenía mucha memoria, pero no comprendía nada de arte, se obstinaba puntillosamente sobre problemas filosóficos secundarios perdiendo de vista los principales y se complacía con citaciones y virtuosismos estetizantes. Era fatal que confundiese la Iglesia con sus malos pastores y que mezclase éstos a aquélla en una misma antipatía. Sea como fuere, no honra a su inteligencia política la idea que se le atribuyó, y que tal vez cultivó de veras, de un retorno al paganismo como religión de Estado. Pues todo retorno, en política, es ya un error.
No era, dígase lo que se quiera, un hombre de pensamientos profundos, y basta leer sus escritos para convencerse de ello. A veces, sus razonamientos se pierden en divagaciones. Tenía mucha memoria, pero no comprendía nada de arte, se obstinaba puntillosamente sobre problemas filosóficos secundarios perdiendo de vista los principales y se complacía con citaciones y virtuosismos estetizantes. Era fatal que confundiese la Iglesia con sus malos pastores y que mezclase éstos a aquélla en una misma antipatía. Sea como fuere, no honra a su inteligencia política la idea que se le atribuyó, y que tal vez cultivó de veras, de un retorno al paganismo como religión de Estado. Pues todo retorno, en política, es ya un error.
La
famosa apostasía de Juliano fue, sobre todo, un acusado agnosticismo. Se
desinteresaba de las herejías que seguían lacerando a la Iglesia y es probable
que las viese con simpatía. Pero concedió la libertad de culto a los hebreos y
les permitió reconstruir el templo de Salomón, cuyos andamiajes, empero,
quedaron destruidos por un terremoto, lo que algunos escritores cristianos
interpretaron como un castigo del Cielo. Se ha dicho, aunque no ha sido
probado, que subrepticiamente había alentado la restauración de los antiguos
cultos paganos. Sea como fuere, no debió sacar de ello muchas satisfacciones,
pues la gente no se adhirió más que a desgana y sin entusiasmo. En Alejandría
fue asesinado por los paganos el obispo Jorge y en Antioquía fue incendiado por
los cristianos el templo de Apolo: ni en un caso ni en otro Juliano ordenó
represalias. Quería mostrarse imparcial.
Dios
sabe cómo y adónde habría ido a parar esa su anacrónica política religiosa, si
Sapor no le hubiese obligado a empuñar otra vez las armas. Preparó aquella
difícil y peligrosa expedición con su cuidado habitual, adiestrando un ejército
enorme y una flota de mil naves con las que descender por el Tigris. Los
primeros encuentros le fueron favorables, pero la ciudad de Ctesifonte le
resistió con sus formidables fortificaciones, obligándole, al final, a
retirarse. Pero, ¿quién hubiera podido hacer remontar la corriente a las naves?
Juliano dio la orden de quemarlas. No podía obrar de otro modo, pero la
decisión desmoralizó a los soldados y los llenó de furor.
La región era pobre, pedregosa, calcinada por el sol, hostil. La caballería persa estorbaba la marcha, infligiendo graves pérdidas con sus dardos. Uno de ellos alcanzó a Juliano clavándosele en el hígado. El emperador trató de extraerlo con sus manos, ensanchó la herida y provocó una hemorragia mortal. Dándose cuenta de que se aproximaba su fin, llamó en torno a su lecho, donde le habían colocado, a dos filósofos amigos suyos, Máximo y Prisco, con los cuales se puso a discutir serenamente sobre la inmortalidad del alma.
La región era pobre, pedregosa, calcinada por el sol, hostil. La caballería persa estorbaba la marcha, infligiendo graves pérdidas con sus dardos. Uno de ellos alcanzó a Juliano clavándosele en el hígado. El emperador trató de extraerlo con sus manos, ensanchó la herida y provocó una hemorragia mortal. Dándose cuenta de que se aproximaba su fin, llamó en torno a su lecho, donde le habían colocado, a dos filósofos amigos suyos, Máximo y Prisco, con los cuales se puso a discutir serenamente sobre la inmortalidad del alma.
Dicen
que en un momento dado se metió la mano en la herida, la sacó empapada en
sangre y que, lanzando al aire unas gotas, exclamó con rabia;
«iVenciste, Galileo!»
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