miércoles, 1 de julio de 2015

EL SUICIDIO PASIONAL DE MARCO ANTONIO (SEGÚN EL RELATO DE COLLEEN McCULLOUGHT, EN SU LIBRO "ANTONIO Y CLEOPATRA"




- ¡Cleopatra, Cleopatra! -gritó en el momento de entrar en el palacio, su casco rebotando escaleras abajo cuando lo dejó caer-. ¡Cleopatra!

 

Apareció Apolodoro, luego Sosigenes y, por último, Cha'em. Pero no Cleopatra.

- ¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposa? -preguntó.

- ¿Qué ha sucedido? -preguntó, a su vez, Apolodoro, encogido.

- Mi ejército desertó, y eso también significa que lo ha hecho mi flota -respondió, sin más explicaciones-. ¿Dónde está la reina?

- En su tumba -contestó Apolodoro.

¡Ya está! Lo había dicho.

 

El rostro de Marco Antonio se volvió gris, al tiempo que se tambaleaba.

- ¿Muerta?

- Sí. No parecía creer que fuese a verte de nuevo vivo.

 

- Tampoco me hubiese visto, de haber luchado mi ejército. -Se encogió de hombros, se desató los cordones de su paludamentum, que cayó al suelo como un charco de rojo brillante-. Bueno, no hay ninguna diferencia. -Desató las correas de su coraza, que produjo otro estrépito cuando golpeó contra el mármol. La espada salió de su vaina, la espada de un noble con una empuñadura de marfil con la figura de una águila-. Ayúdame a quitarme el sobreveste -le ordenó a Apolodoro-. ¡Venga, hombre, no te estoy pidiendo que empujes la espada! Sólo déjame con mi túnica.

 

Pero fue Cha'em quien se adelantó y le quitó el sobreveste de cuero y las correas.

 

Los tres ancianos miraron traspuestos mientras Antonio apoyaba la punta de su gladio contra su cintura, los dedos de su mano izquierda buscando la parte inferior de las costillas. Satisfecho, sujetó el águila de marfil con las dos manos, respiró profundamente y empujó con todas sus fuerzas. Sólo entonces los tres viejos se movieron, corrieron a ayudarlo mientras caía al suelo, jadeante, con expresión ceñuda pero no por el dolor, sino de furia.

 

- Cacat! -exclamó, los labios abiertos para mostrar los dientes-. He fallado en mi intento de buscar el corazón. Tenía que haber estado ahí.

- ¿Qué podemos hacer? -preguntó Sosigenes, que lloraba a lágrima viva.

 

- Para empezar, deja de llorar. Tengo la espada clavada en el hígado, y tardaré algún tiempo en morir -gimió-. Cacat, ¡duele! Me lo tengo merecido… la reina, llevadme hasta ella.

 

- Quédate aquí hasta que mueras, Marco Antonio -le suplicó Cha'em.

 

- No, quiero morir mirándola. Llévame hasta ella. Los dos sacerdotes embalsamadores entraron primero en el cesto, con sus aparatos alrededor de ellos, luego permanecieron en el borde de la abertura mientras otros dos sacerdotes embalsamadores colocaban a Antonio en el cesto, que tenía su base acolchada con mantas blancas. Los sacerdotes, en el exterior, subieron el cesto con la polea; en la abertura lo colocaron sobre unos raíles hasta que pudieron bajarlo a la tumba, donde los dos primeros sacerdotes embalsamadores lo sujetaron.

 

Cleopatra esperaba, dispuesta a ver a un Antonio sin vida hermosamente arreglado en una muerte que no mostrara ningún estigma visible.

 

- ¡Cleopatra! -jadeó él-. ¡Dijeron que estabas muerta!

- ¡Amor mío, amor mío! ¡Todavía estás vivo!

- ¿No es un chiste? -preguntó él, que intentó reír mientras se ahogaba con la tos-. Cacat! Tengo sangre en el pecho.

- Ponedlo en mi cama -les dijo a los sacerdotes, y se movió alrededor de la cama, incordiándolos, hasta que lo colocaron a su gusto.

 

La túnica acolchada escarlata no mostraba la sangre como en las mantas blancas donde había yacido, pero ella había visto tanta sangre en sus treinta y nueve años que no se sentía horrorizada por ello. Hasta que los sacerdotes, médicos como eran, no quitaron la túnica con la intención de vendar la herida con fuerza para detener la hemorragia no vio ella aquel magnífico cuerpo abierto por una grande y fina lágrima debajo de las costillas. Cleopatra tuvo que apretar los dientes para contener un grito de protesta, la primera punzada de dolor. El iba a morir; ella ya se lo esperaba. Pero la realidad la superó: el dolor en sus ojos, el espasmo de agonía que de pronto lo dobló como un arco mientras los sacerdotes luchaban por vendarlo. Su mano le aplastó los dedos, le unió todos los huesos, pero ella sabía que, al tocarla, le estaba dando fuerzas, por lo tanto, lo soportó.
Una vez que lo pusieron todo lo cómodo que podía estar, ella acercó una silla al lado de la cama y se sentó allí mientras le hablaba con una dulce voz de arrullo, y sus ojos, brillantes de placer, nunca se separaron de su rostro. Un momento tras otro, hora tras hora, lo ayudó a cruzar el Río, como él dijo, todavía, en el fondo, un romano.

 

- ¿De verdad caminaremos juntos por el Reino de los Muertos?

- Muy pronto, amor mío.

- ¿Cómo te encontraré?

- Yo te encontraré. Sólo siéntate en algún lugar hermoso y espera.

- Un destino más hermoso que el sueño eterno.

- Oh, sí. Estaremos juntos.

- César también es un dios. ¿Tendré que compartirte?

- No, César pertenece a los dioses romanos. No estará allí.

Pasó tiempo antes de que él reuniese el coraje para decirle lo que había pasado en el hipódromo.

- Mis tropas desertaron, Cleopatra, hasta el último hombre.

- Así que no hubo batalla.

- No. Me lancé sobre mi espada.

- Una alternativa mejor que la de Octavio.

- Así creí. ¡Oh, pero es tan agotador! Lento, demasiado lento.

- Muy pronto se acabará, mi amor. ¿Te he dicho que te quiero? ¿Alguna vez te he dicho cuánto te quiero?

- Sí, y por fin te creo.

 

La transición entre la vida y la muerte cuando llegó fue tan sutil que ella no se dio cuenta de que había pasado hasta que, al mirar por azar a sus ojos, vio las pupilas enormes y cubiertas con una fina pátina de oro. Marco Antonio se había marchado; ella sostenía en sus brazos una cáscara, la parte de él que había abandonado.

Un alarido rasgó el aire: su alarido. Como un animal, se arrancó los cabellos a puñados, desgarró el corpiño hasta que sus pechos quedaron desnudos y se los destrozó con las uñas, mientras aullaba, gritaba y se golpeaba como una loca.

Cuando a Charmian e Iras les pareció que podía hacerse daño de verdad, llamaron a los sacerdotes embalsamadores y la obligaron a tomar la jalea de amapolas. Sólo después de que ella cayó en el estupor de la droga los sacerdotes se llevaron el cuerpo de Marco Antonio a su sarcófago para comenzar el embalsamamiento.

Ya era de noche; Antonio había tardado once horas en morir, pero al final era el viejo Antonio, el gran Antonio. En la muerte se había encontrado, por fin, consigo mismo.

 

( Imágenes: fotogramas de la película "Cleopatra", protagonizada por Richard Burton y Elizabeth Taylor )



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