lunes, 20 de julio de 2015

EL ASESINATO DE CAYO JULIO CÉSAR EN LA CURIA POMPEYA


 

Cuando pasaban por el Circus Flaminius, sorteando los charcos, Décimo habló:

-César, ¿puedo avisar de que llegamos?

-Naturalmente.

Uno de los criados de Décimo partió de inmediato.

Cuando entraron en la columnata, encontraron a unos cuatrocientos senadores en el jardín, unos leyendo, otros dictando a escribas, otros tendidos en la hierba durmiendo, otros charlando y riendo en corrillos.

Marco Antonio se acercó a recibirlos y estrechó la mano a César.

-Ave, César. Pensábamos ya que no vendrías, cuando ha llegado corriendo el mensajero de Décimo.

César soltó la mano de Antonio y le dirigió una fría mirada dando a entender que si el dictador llegaba tarde sólo era asunto suyo, y subió por la escalera de la Curia Pompeya, seguido por dos criados, uno con su silla curul de marfil y una mesa plegable, y el otro con tablillas de cera y un saco lleno de pergaminos. Colocaron la silla y la mesa en la parte delantera del estrado curul, y, a indicación de César, se marcharon. Viendo correctamente colocadas la mesa y la silla, César fue vaciando el saco, colocando los pergaminos ordenadamente uno encima del otro en el extremo de la mesa. Y después se sentó con las tablillas de cera apiladas a su izquierda y una púa de acero junto a ellas por si deseaba tomar alguna nota.

 

-Ya está trabajando -dijo Décimo, reuniéndose con los otros veintidós al pie de la escalera-. Dentro hay unos cuarenta pedarii, ninguno cerca del extremo curul. Trebonio, es hora de actuar.

Trebonio fue de inmediato junto a Antonio, quien había decidido que la mejor manera de mantener fuera a Dolabela era quedarse con él y hacer el esfuerzo de comportarse amablemente. Sus lictores, doce por cada uno, estaban a cierta distancia, con las fasces (que pertenecían al superior, Dolabela, ya que era marzo) en el suelo. Aunque la asamblea se celebraba fuera del pomerium, el lugar estaba a cosa de un kilómetro de la ciudad, así que los lictores iban togados y no llevaban hacha en su haz de varas.

 

A Trebonio se le había ocurrido un refinamiento durante la noche, y lo puso en práctica tan pronto como entró Bruto con sus seis lictores. Por respeto a César, que no llevaba lictores desde hacía ya unas nundinae, todos los pretores y los dos ediles curules despedirían a sus lictores y asistirían a la sesión sin ellos. Ninguno objetó cuando Casio se lo planteó a los demás magistrados curules. Los lictores de ediles y pretores, contentos ante ese imprevisto día de descanso, volvieron rápidamente a su colegio, que se encontraba detrás de la posada del Clivus Orbius, y por tanto muy a mano para los lictores sedientos.

 

-Quédate fuera conmigo un rato -dijo Trebonio alegremente a Antonio-. Necesito hablar contigo.

Dolabela había visto a un amigo jugando a los dados con otros dos. Haciendo una señal a sus lictores para indicarles que aún tenían tiempo libre, fue a sumarse a la partida de dados; tenía la corazonada de que era un día de suerte.

Mientras Antonio y Trebonio estaban absortos en su conversación al pie de la escalera, Décimo guió hasta el interior a los Libertadores. Si alguno de los senadores que quedaban en el jardín los hubiera observado, quizá le había extrañado la gravedad de sus rostros, la actitud ligeramente furtiva que habrían adoptado inconscientemente; pero ninguno los miró.

Rezagándose, Bruto notó un tirón en la toga, y al volverse vio a uno de sus criados domésticos, enrojecido y jadeante.

-Sí, ¿qué pasa? -preguntó, alegrándose de que algo retrasara su participación en un tiranicidio.

Domine, la señora Porcia!

-¿Qué le ocurre?

-¡Ha muerto!

El mundo no se sacudió ni se balanceó ni giró. Bruto miró incrédulo al esclavo.


-Tonterías -dijo.

Domine, está muerta! ¡Juro que está muerta!

-Explícame qué ha pasado -ordenó Bruto con serenidad.

-Se encontraba en un estado horrible, corriendo de un lado a otro como una demente, gritando que César había muerto.

-¿No la ha visitado Atilio Estilo?

-Sí, domine, pero se ha enfadado y se ha ido al negarse ella a tomar la poción que le había preparado.

-¿Y?

-Se ha desplomado, muerta. Epafrodito no ha encontrado señales de vida..., nada. Está muerta. Muerta. Domine, ven a casa. Por favor, ven a casa.

-Dile a Epafrodito que iré en cuanto pueda -dijo Bruto, apoyando un pie en el primer peldaño-. No está muerta, te lo prometo. La conozco. Es un desmayo.

Subió el siguiente peldaño, dejando atrás al esclavo, boquiabierto.

La sala, con capacidad suficiente para seiscientas personas apretadas, parecía muy vacía pese a que unos cuantos senadores de los bancos traseros ya se habían sentado, hombres estudiosos que aprovechaban cualquier oportunidad para leer. Ninguno había colocado su asiento en el lado del estrado curul, ya que la luz de una serie de rejas del triforio entraba a raudales cerca de las puertas exteriores, pero los lectores estaban distribuidos de manera bastante regular entre los dos lados de la Cámara, en la grada superior derecha y la grada superior izquierda. Muy bien, pensó Décimo, guiando a su grupo. Echando un vistazo atrás vio que Bruto aún no había entrado. Se ha acobardado, ¿no?

César estaba sentado con la cabeza inclinada sobre un pergamino desenrollado, totalmente abstraído.

 

De pronto se movió, pero no para mirar hacia el grupo que atravesaba la sala. Con la mano izquierda cogió la tabla que estaba encima del montón, la abrió y, sujetando la púa con la derecha, empezó a escribir rápidamente sobre la cera.

A tres metros del estrado, el grupo, desconcertado, se detuvo; no parecía normal que César no advirtiera la presencia de sus asesinos. Décimo posó la mirada en la estatua de Pompeyo, muy alta sobre su pedestal de un metro veinte de altura, dentro de una hornacina al fondo de la plataforma, que era muy amplia, ya que debía dar cabida a entre dieciséis y veinte hombres sentados en sillas curules. Con repentina torpeza en los dedos, Décimo buscó a tientas el puñal, lo sacó y lo mantuvo oculto a su costado. Percibió que los otros hacían lo mismo y con el rabillo del ojo vio que Bruto se acercaba corriendo por la sala. Por fin ha reunido valor, pensó.

Lucio Pilio Cimbro ascendió por las gradas de los lictores al lado del estrado, su puñal a la vista.

-¡Espera, cretino impaciente, espera! -bramó César irritado, con la cabeza aún gacha,
grabando la cera con la púa.

 

Con los labios apretados ante esa ofensa, Cimbro lanzó una feroz mirada a los otros Libertadores -¿veis qué grosero es nuestro dictador?, parecía decir- y avanzó para tirar de la toga de César y dejar al descubierto el lado izquierdo de su cuello. Pero Cayo Servilio Casca, abriéndose paso a la izquierda de Cimbro, llegó primero, e intentó acuchillar desde detrás la garganta de César. El golpe pasó rozando la clavícula e hirió superficialmente la parte alta del pecho. César se levantó tan deprisa que el movimiento fue apenas perceptible y al mismo tiempo asestó un golpe instintivo con la púa de acero. La hundió en el brazo de Cayo Casca a la vez que el resto de los Libertadores, envalentonados, avanzaban con los puñales en alto.

 

Aunque luchó con denuedo, César no gritó ni habló. La mesa salió despedida en medio de una lluvia de pergaminos, seguida de la silla de marfil, y la sangre empezó a salpicar. Algunos senadores de las gradas superiores contemplaban la escena, exclamando horrorizados, pero ninguno se movió para acudir en ayuda de César. Retrocediendo, éste topó con el pedestal de Pompeyo en el momento en que Casio se abría paso hasta delante, hundía la hoja del puñal en el rostro de César y lo hacía girar vaciándole un ojo y acabando con su belleza. El furor se adueñó de los Libertadores. Los puñales caían una y otra vez y la sangre manaba a borbotones. De pronto César dejó de forcejear, aceptando lo inevitable. Su mente única concentró sus menguantes energías en morir con una dignidad sin parangón. Con la mano izquierda tiró de un pliegue de la toga para ocultarse la cara, con la derecha se sujetó la toga para que al caer las piernas le quedaran púdicamente cubiertas. Ninguno de aquellos indeseables vería qué pensaba César al morir, ni se burlaría del recuerdo de sus piernas desnudas.

 

Cecilio Buciolano lo apuñaló en la espalda, Casenio Lento en el hombro. Sangrando horriblemente, César permaneció en pie mientras continuaban los golpes. Penúltimo, y frío guerrero como era, Décimo Bruto concentró todas sus fuerzas en la primera de las dos puñaladas, hundiendo la hoja en el lado izquierdo del pecho. Cuando el puñal hirió el corazón, César se desplomó, y Décimo se agachó para asestar el segundo golpe en nombre de Trebonio. Y Bruto, el último en golpear, cegado por el sudor, paralizado por el miedo, se arrodilló para dirigir su cuchillo contra aquellos genitales que su madre tanto había adorado, perforando los muchos pliegues de la toga porque, accidentalmente, había apuntado hacia abajo. Oyó rechinar el metal contra el hueso, sintió arcadas y se levantó con dificultad a la vez que un intenso dolor le traspasaba el dorso de la mano; alguien le había cortado.

 

El hecho estaba consumado. Los veintidós hombres habían herido a César en algún sitio, Décimo Bruto dos veces. Con el rostro y las piernas cubiertas, César yacía bajo la estatua de Pompeyo. La toga estaba hecha jirones en el pecho y la espalda, e iba empapándose de la roja sangre que se extendía por el mármol blanco de la plataforma hasta que pareció imposible que un cuerpo pudiera contener tanta sangre. Había sangre por todas partes. Algunos se echaron atrás para evitar el contacto, pero Décimo no se dio cuenta hasta que la sangre le caló las sandalias. Lanzó un gemido: sin duda aquella sangre le quemaba.

 

Respirando agitadamente, los Libertadores cruzaron miradas enfebrecidas. Bruto intentaba restañarse la herida de la mano. Como por efecto de un súbito y tácito acuerdo, todos se dieron media vuelta y corrieron hacia las puertas, Décimo tan horrorizado como el resto. Los pedarii que habían presenciado el hecho estaban ya fuera, anunciando a voces que César había muerto. El pánico se generalizó cuando los Libertadores salieron al jardín con las togas ensangrentadas y los puñales aún en la mano.

 

La gente huyó en todas direcciones excepto hacia el interior de la Curia Pompeya. Senadores, lictores y esclavos pusieron pies en polvorosa, gritando que César había muerto, César había muerto, César había muerto.

 

Olvidando sus grandes planes de discursos y atronadora oratoria, los Libertadores huyeron también. ¿Quién de entre ellos podría haber imaginado que la realidad sería tan distinta del sueño, que ver a César muerto era un final terrible de todas las ideas, filosofías y aspiraciones? Sólo después de consumado el hecho comprendieron todos ellos, incluso Décimo Bruto, el verdadero significado de su acción. El titán había caído, el mundo había cambiado tanto que ya ninguna república podía surgir, plenamente reorganizada, de la mente del Gran Hombre. La muerte de César era una liberación, pero lo que habían liberado era el caos.

 

Por puro instinto los Libertadores corrieron en busca de asilo al templo de Júpiter óptimo Máximo, a toda velocidad a través del césped del Campo de Marte, por el Capitolio escalera arriba hasta el refugio original de Rómulo, y por último ascendiendo los numerosos peldaños de la escalinata del templo. Una vez allí, sin aliento, flaqueándoles las rodillas, los veintidós hombres cayeron al suelo. Sobre ellos se alzaba el Gran Dios de oro y marfil, de quince metros de altura, en su rostro de terracota de vivo color rojo se dibujaba su amplia y estúpida sonrisa.

( C. McC. ) 



ORACIÓN DE CÉSAR OCTAVIO EN LAS EXIQUÍAS DE CAYO JULIO CÉSAR


LA MUERTE DE CÉSAR:



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