viernes, 3 de julio de 2015

EL DESFILE TRIUNFAL EN ROMA DEL DICTADOR CAYO JULIO CÉSAR

 

Los legionarios veteranos de la campaña gala marcharían en esta primera celebración, lo cual representaba sólo cinco mil hombres; únicamente unos cuantos de cada una de las legiones participantes en la guerra de las Galias seguían bajo las Águilas, ya que Roma no mantenía un ejército regular con servicio prolongado. Aunque el mayor de los veteranos de las Galias contaría sólo treinta y un años si se había alistado a los diecisiete, el desgaste natural de la guerra, las heridas y el retiro habían mermado su número.

 

Pero cuando se dio la orden de marchar, la Décima descubrió con consternación que no iría a la cabeza. Se había concedido ese honor a la Sexta. Tras tres amotinamientos, la Décima había perdido el favor de César, y desfilaría la última.

 

Las once legiones originales entre la Quinta Alauda y la Decimoquinta aportaron estos cinco mil veteranos, ataviados con túnicas nuevas, con nuevos penachos de pelo de caballo en los yelmos, y empuñaban bastones enguirnaldados con hojas de laurel (no se permitía el uso de armas reales). Los portaestandartes lucían armadura de plata, y los aquilíferos, portadores del águila de plata de cada legión, llevaban pieles de león sobre la armadura de plata. No fue compensación para la desventurada Décima, que decidió vengarse de una manera peculiar.

 

Aquélla era una parada en la que podían participar los cónsules del año, ya que el triunfador, cuyo imperium tenía que superar el de todos los demás, era dictador. Por tanto, Lepido se sentó con los otros magistrados curules en el podio de Castor en el Foro. El resto del Senado encabezó el desfile; lo formaban en su mayoría miembros recién nombrados por César, así que los senadores, alrededor de quinientos, constituían una imponente parte del desfile, aunque por desgracia pocos llevaban togas orladas de púrpura.
 

Al Senado seguían los tubilustra, una banda de cien hombres que hacían sonar las trompetas de oro con cabeza de caballo que un Ahenobarbo anterior había traído de su campaña en la Galia contra los arverni. Luego venían las carretas con el botín, intercaladas con grandes carromatos de plataforma plana que hacían las veces de escenarios donde unos actores debidamente ataviados y rodeados del debido decorado representaban los incidentes de la campaña.


 Los empleados de los banqueros de César que habían asumido la colosal labor de organizar aquel imponente espectáculo habían echado el resto en su esfuerzo por encontrar actores suficientes que se parecieran a César, ya que él ocupaba un lugar destacado en las escenas de la mayoría de los carromatos, y en Roma todos lo conocían.

 

Allí estaban todas las escenas famosas: reproducción de la plataforma del sitio de Avarico; un barco de roble con velas de cuero y obenques de hierro; César en Alesia yendo al rescate del campamento en el que habían irrumpido los galos; un mapa de las dobles murallas que rodeaban Alesia; Vercingetorix sentado con las piernas cruzadas en el suelo al someterse a César; una maqueta de la meseta y su fortaleza en Alesia; carros abarrotados de estrafalarios galos melenudos, el largo cabello acartonado con arcilla para darle grotescas formas, sus ropajes vistosos, sus largas espadas (de madera plateada) en alto; todo un escuadrón de caballería de Remi con sus brillantes atuendos; el famoso sitio de Quinto Cicerón y la Séptima contra la plena potencia de sus enemigos; la representación de una fortaleza británica; un carro de guerra británico con cochero, lancero y un par de pequeños caballos incluidos; y otras veinte escenas. Cada carreta o carromato iba arrastrado por una yunta de bueyes adornados con flores, enajaezados de escarlata, verde chillón, vistoso azul y amarillo.

 

En medio de toda esta fabulosa exhibición danzaban grupos de rameras con togas de color fuego, acompañadas de enanos saltarines con capotes de retazos de muchos colores llamados centunculi, músicos de toda clase, hombres que sacaban fuego por la boca, magos y fenómenos. No se exhibían coronas de oro ni guirnaldas, ya que los galos no habían ofrecido ninguna a César, pero en las carretas con el botín resplandecían los tesoros de oro. En Atuatuca, César había encontrado las riquezas acumuladas de los cimbrios germánicos y los teutones, y también había reunido preciosas ofrendas votivas guardadas por los druidas en Carnuto durante siglos.

 

Luego vinieron las víctimas sacrificiales: dos bueyes blancos que se ofrecerían a Júpiter óptimo Máximo cuando el triunfador llegara al pie de la escalinata de su templo en el Capitolio, un destino situado a unos cinco kilómetros de distancia de aquella procesión que recorría el velabro y el Foro Boario, luego entraba en el Circus Maximus, daba una vuelta, salía por el extremo de Capena a la Via Triunfalis y finalmente recorría todo el Foro romano hasta el pie del monte Capitolino, donde se detenía.


 Allí los prisioneros de guerra condenados a muerte fueron conducidos al Tuliano, donde los estrangulaban; allí las carretas y los participantes secundarios se dispersaron; allí el oro fue devuelto al erario; y allí las legiones entraron en el Vicus lugarius para marchar de regreso hacia el Campo de Marte a través del Velabro, donde celebrarían un banquete y esperarían el reparto de dinero por parte de los pagadores de las legiones. Sólo el Senado, los sacerdotes, los animales sacrificiales y el triunfador ascendieron por el monte Capitolino hasta el templo de Júpiter óptimo Máximo, acompañados ahora por unos músicos especiales que tocaban el tibicen, una flauta hecha con la espinilla de un enemigo muerto.

 

Los dos bueyes blancos iban adornados con guirnaldas y flores y llevaban los cascos y los cuernos dorados; los guiaban el popa, el cultarius y sus acólitos, que realizarían expertamente el sacrificio.

 

Les seguían el colegio de pontífices y el colegio de augures con sus togas multicolores de rayas escarlata y púrpura, cada augur con su lituus, un bastón con arabescos que lo distinguía de los pontífices. Detrás caminaban los otros colegios sacerdotales menores con sus túnicas específicas, el flamen Martialis con un aspecto muy extraño envuelto en su pesada capa circular, con sus coturnos de madera y su yelmo apex de marfil.



 En la celebración de los triunfos de César no habría flamen Quirinalis, ya que Lucio César desfilaba en calidad de augur jefe y no en su otra función, ni tampoco había flamen Dialis, ya que ese sacerdote de Júpiter en particular era de hecho César, exento desde hacía mucho de sus obligaciones.
 

La siguiente sección del desfile era siempre muy bien recibida por la multitud, ya que la formaban los prisioneros. Cada uno iba vestido con sus mejores galas, oro y joyas, la viva imagen de la salud y la prosperidad; Roma, en la celebración del triunfo, no exhibía prisioneros maltratados o apaleados. Por esta razón los hospedaban en la mansión de algún potentado mientras aguardaban aquel momento. La Roma de la República no encerraba a nadie en prisiones.

 

El rey Vercingetorix era el primero; sólo él, Coto y Lucterio morirían. Vercasivellauno, Eporedorix y Biturgo -y todos los demás, prisioneros de guerra menos importantes- regresarían ilesos junto a sus pueblos. En otro tiempo, muchos años atrás, Vercingetorix se había maravillado ante la profecía que decía que pasarían seis años entre su captura y su muerte; en ese momento sabía que se cumpliría. Gracias a la guerra civil y otros problemas, César había tardado seis años en celebrar su triunfo sobre la Galia Trasalpina.


El Senado había decretado un privilegio muy especial para César: lo precederían sesenta y dos lictores en lugar de los habituales veinticuatro propios de un dictador. Cantores y danzarinas especiales acompañarían a los lictores, entonando loas al triunfador César.

 

Así pues, cuando llegó el turno a César, el desfile llevaba ya en marcha dos largas horas de verano. Iba montado en el carro triunfal, un vehículo de cuatro ruedas extremadamente antiguo más parecido a la carroza ceremonial del rey de Armenia que a la cuádriga de dos ruedas; tiraban de él cuatro caballos grises idénticos con crines y colas blancas, elegidos por César. Éste lucía las vestiduras triunfales, que consistían en una túnica bordada con hojas de palma y una toga púrpura bordada profusamente en oro. 


En la cabeza llevaba una corona de laurel, en la mano derecha una rama de laurel, y en la izquierda el cetro retorcido de marfil propio del triunfador, coronado por un águila de oro.


 Su cochero vestía una túnica púrpura, y en la parte trasera del espacioso carruaje un hombre con túnica púrpura sostenía una corona de hojas de roble doradas sobre la cabeza de César y de vez en cuando entonaba la advertencia que se daba a todos los triunfadores: «Respice post te, hominem te memento» ( Vuelve la vista atrás, recuerda que eres un mortal).

 

Aunque Pompeyo Magno había sido demasiado vanidoso para seguir la antigua costumbre, César sí lo hizo. Se pintó la cara y las manos con minim de vivo color rojo, imitando el rostro y las manos de terracota de la estatua de Júpiter óptimo Máximo en su templo. Sólo el triunfo permitía que un romano imitara hasta tal punto a un dios.

 

Detrás del carro triunfal iba el caballo de guerra del César, el famoso Génitor (en realidad el actual era uno de los varios que había tenido a lo largo de los años, que César criaba a partir del Génitor original, un regalo de Sila), cubierto con el paludamentum escarlata del general. Para César, habría sido inconcebible celebrar el triunfo sin que Génitor, el símbolo de su legendaria suerte, disfrutara de su propia pequeña celebración.

 

En pos de Génitor venía la muchedumbre de hombres que consideraba que la campaña gala de César los había liberado de la esclavitud; todos llevaban el gorro de la libertad en la cabeza, un tocado cónico que identificaba a los libertos. A continuación desfilaban aquellos de sus legados en la guerra de las Galias que en ese momento estaban en Roma, todos con armadura y montados en sus Caballos Públicos.

 

Y en último lugar el ejército, cinco mil hombres de once legiones que mientras marchaban gritaban: "¡Io triunfe!" Las canciones obscenas vendrían más tarde, cuando hubiera más gente para oírlas y reír.

( Relato de Colleen McCullough, en su libro "El caballo de César" )





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