miércoles, 1 de julio de 2015

CÉSAR OCTAVIO ENCUENTRA EL TESORO EGIPCIO EN MENFIS, GRACIAS A LAS CLAVES SECRETAS DE CAYO JULIO CÉSAR



La sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones, la primera y principal: que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre Cayo Julio César al pie de la letra, el cual hacía ya más de tres lustros que se lo anotó mentalmente la vez que Cleopatra le mostraba el laberinto de pasadizos y túneles  hasta dar con la gran cámara de las bóvedas del tesoro egipcio de los Ptolomeo, guardado durante los últimos siglos en el más absoluto secreto por los sacerdotes de Menfis.

 
 Un ejercicio que realizó con sus dos libertos; ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas oscuras.

 

 Después de errar como un esclavo admitido en los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» - egipcios con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles- para retirar lo que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor: sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían los templos y los lugares públicos de Roma.

 

 De nuevo en el exterior, su propia cohorte de tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba el sello de la esfinge.

 

La carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis que pudiese cambiarlo tanto.

 

 Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de haber pasado en Menfis, pero para entonces ellos -y todo el oro- estarían de nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún pequeño objeto en los senos de sus togas.








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