jueves, 18 de diciembre de 2014

BUCÉFALO, EL CABALLO DE LA ADOLESCENCIA DE CÉSAR


 

Aquél era el secreto de la adolescencia César, lo único en su vida que nadie sabía aparte de su escalvo Burgundus y de Lucio Decumio el cuidador-protector que le había asignado su madre Aurelia Cotta. Por su condición de flamen dialis no podía tocar caballos, pero desde que su tío el anciano Cayo Mario le había enseñado a montar cuando le hacía compañia para superar aquel infarto, le había fascinado la sensación de velocidad, notando la fortaleza del cuerpo del caballo entre sus piernas; y, aunque no era rico, con excepción de las tierras, disponía de una cantidad de dinero estrictamente suya, que su madre jamás habría osado administrar, procedente del testamento de su difunto padre Sexto César, con la que había ido adquiriendo cuanto necesitaba sin necesidad de recurrir a Aurelia. Y se había comprado un caballo. Pero no era un caballo cualquiera.


César había sacado fuerzas de flaqueza y se había sacrificado para cumplir todos los requisitos de flamen dialis menos aquél. Se mostraba indiferente a la monótona dieta pensando en que no le costaba nada, y muchas veces había estado tentado de sacar la espada paterna del arca en que se guardaba y hacer prácticas en esgrimirla, pero se había contenido, porque era sacerdote, y los fundamentos marciales no eran propios del sacerdocio. A lo único que no había sido capaz de renunciar era a su adoración por los caballos y a montar. ¿Por qué? Por el perfecto resultado de la combinación de dos seres vivos tan distintos. Cuando montaba, en armonía con el caballo, se sentía como la continuación de sí mismo.Y se había comprado un precioso caballo castrado color castaño, tan veloz como Bóreas, al que llamaba Bucéfalo en honor al legendario corcel de Alejandro Magno. El animal era su mayor placer, y siempre que podía se escapaba a la puerta Capena, en donde le aguardaban Burgundus y Lucio Decumio con el caballo, para correr con él por el sendero de remolque del Tíber sin temor a matarse, esquivando los pesados bueyes que tiraban de las barcazas corriente arriba. Y cuando ya se había divertido lo bastante, galopaba a campo través saltando cercas, fundido como un solo ser con su querido Bucéfalo. Muchos conocían al caballo de acostumbrarse a verlo por allí, pero no al jinete, pues se disfrazaba de gálata y se cubría cabeza y rostro con un pañuelo medo.



Aquellas cabalgadas secretas conferían a su vida un riesgo de cuya afición no era aún consciente; a él le divertía sobremanera burlar a Roma y arriesgar su cargo, pues, aunque honraba y respetaba al gran dios al que servía, sabía que mantenía con Júpiter Optimus Maximus una relación particular, y que su antepasado Eneas era hijo de Venus, la diosa del amor. Júpiter lo comprendía, lo autorizaba aunque fuera en secreto y a cubierto del resto de los mortales; Júpiter sabía que por las venas de su terrenal servidor corría una gota de linfa divina. En todo lo demás cumplía los preceptos del flaminado lo mejor que podía, pero sin renunciar a aquella comunión con Bucéfalo, un ser vivo más valioso para él que todas las mujeres del Subura.




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