martes, 23 de diciembre de 2014

CARTA DE PUBLIO RUTILIO RUFO A CAYO MARIO COMUNICÁNDOLE SU CANDIDATURA A CÓNSUL Y LOS COTILLEOS FAMILIARES EN ROMA


 

Sé que querías que me presentara a cónsul contigo, Cayo Mario, pero me ha surgido una oportunidad que habría sido necio perder. Sí, el año que viene seré candidato al consulado, y mañana inscribiré mi nombre. De momento parece haberse secado el pozo y no se presenta nadie importante. Parece que te oigo decir: "Cómo, ¿no vuelve a presentarse Quinto Lutacio Catulo César?" No, últimamente está de capa caída por lo evidente que resulta que pertenece a la facción partidaria de todos los cónsules responsables de la pérdida de tantas vidas humanas. Hasta ahora el que más posibilidades tiene es una especie de hombre nuevo; nada menos que Cneo Malio Máximo. No está nada mal; yo podría entenderme con él, y estoy casi seguro que es el candidato más idóneo.


Te han prorrogado el mando otro año, como seguramente ya sabes.


En este momento, Roma es una ciudad muy aburrida; apenas tengo qué contarte y poquisimo en cuanto a escándalos. Los tuyos están bien; el pequeño Mario es un gozo y una delicia, muy dominante y adelantado para su edad, y vuelve loca a su madre de lo travieso que es, como deben ser los niños. Sin embargo, tu suegro no se encuentra bien, aunque, como buen César, nunca se queja. Parece que le sucede algo en la voz y no hay manera de paliarlo por mucha miel que tome.


¡Y no tengo nada más que contarte! Es horroroso. ¿De qué podría hablarte? Apenas he llenado una página. Ah, está lo de mi sobrina Aurelia. "¿Y quién diablos es esa Aurelia?", te oigo decir. Además, no te interesará lo más mínimo. Es igual. Seré breve. Seguro que conoces la historia de Helena de Troya, a pesar de que seas un provinciano que no habla griego. Era tan hermosa, que todos los reyes y príncipes de Grecia la codiciaban en matrimonio. Pues así es mi sobrina. Tan preciosa, que en Roma todos quieren casarse con ella.


Todos los hijos de mi hermana Rutilia son hermosos, pero Aurelia es algo más que hermosa. Cuando era niña, todos lamentaban el rostro que tenía; decían que era demasiado huesudo, demasiado duro, demasiado qué sé yo. Pero ahora que va a cumplir dieciocho años, todo el mundo hace elogios de ese mismo rostro.


Te diré que yo la quiero mucho. ¿Por qué? me imagino que preguntarás. Cierto, generalmente no me interesan las hijas de mis parientes cercanos, y tampoco mi hija ni mis dos nietas. Pero sí sé por qué aprecio a mi querida Aurelia. Por su criada. Cuando cumplió trece años, mi hermana y su esposo -Marco Aurelio Cota- decidieron que tuviese una criada fija que hiciera las veces de compañera y vigilanta. Así, compraron una buena muchacha y se la dieron a Aurelia, quien al poco les dijo que no quería aquella chica.


-¿Por qué? -preguntó mi hermana Rutilia.

-Porque es perezosa -contestó la chiquilla de trece años.


Los padres volvieron a ver al tratante y se esmeraron en elegir otra criada, que Aurelia también rechazó.


-¿Por qué? -preguntó mi hermana.

-Porque se cree que puede dominarme -le contestó Aurelia.


Y sus padres volvieron por tercera vez y examinaron con Espurio Postumio Glicón los libros para encontrar otra. Debo añadir que las tres que habían escogido eran muy instruidas, griegas y muy bien habladas.


Pero Aurelia tampoco quiso a la tercera criada.

-¿Por qué? -volvió a preguntarle mi hermana Rutilia.

-Porque es una oportunista; ya le está haciendo guiños al mayordomo -contestó Aurelia.

-¡Bueno, pues ve tú misma a elegir! -dijo mi hermana, harta.


Cuando Aurelia regresó a casa con la elegida, la familia se quedó atónita. Había traído a una chica de dieciséis años de la tribu gala de los arvernos, una criatura altísima y delgada, de rostro rosado y nariz chata, ojos azul claro, un pelo horrorosamente cortado (su antiguo amo se lo había cortado para venderlo para pelucas) y los pies y las manos mas enormes que habían visto en su vida en hombre o mujer. Aurelia dijo que se llamaba Cardixa.


Bien, como tú sabes, Cayo Mario, a mí siempre me han intrigado los antecedentes de los esclavos domésticos; siempre me ha chocado que dediquemos mucho más tiempo a
decidir el menú de un banquete que a saber los orígenes de aquellos a quienes confiamos nuestra ropa, nuestra persona, nuestros hijos y hasta nuestra reputación. Y me llamó en seguida la atención que mi sobrina de trece años hubiese elegido aquella horrenda Cardixa, precisamente con toda la razón, pues ella quería una persona fiel, hacendosa, sumisa y bien intencionada, más que alguien con buen aspecto, que hablase griego como un indígena (¿no lo hablan todas?) y pudiese sostener una conversación con ella.


Así que me preocupé por enterarme de los datos de Cardixa, lo que no fue difícil, pues pregunté a Aurelia, que conocía su historia. La habían vendido cautiva con la madre cuando tenía cuatro años, después de que Cneo Domicio Ahenobarbo conquistase la región de los arvernos y crease la provincia de la Galia Transalpina. Poco después de llegar las dos a Roma, murió la madre, por lo visto de melancolía; la niña se convirtió en una especie de doncella, obligada a ir y venir con orinales, almohadas y cojines. Poco después de perder su encanto de niña, la vendieron varias veces y fue creciendo hasta convertirse en la espingarda que yo vi el día que Aurelia la trajo a casa. Uno de los amos la había vejado sexualmente a la edad de ocho años, otro la azotaba cada vez que su esposa la regañaba y un tercero la había enseñado a leer y escribir con su propia hija, que era terca para el estudio.


-Y por compasión te la has traído a casa -comenté yo.


Ahora, Cayo Mario, verás por qué quiero más a esta muchacha que a mi propia hija. Mi comentario no le gustó nada. Dio un respingo hacia atrás, como una serpiente; y me contestó:

-¡Ni mucho menos! La compasión es admirable, tío Publio, así nos lo dicen los libros y los padres, pero yo no creo que sea una buena justificación para elegir una criada. Si la vida de Cardixa ha dejado mucho que desear, no es culpa mía. Y no tengo capacidad moral para rectificar su infortunio. Yo la he elegido porque estoy segura de que será jiel, trabajadora, sumisa y bien intencionada. Una buena encuadernación no es garantía de que el libro merezca la pena leerse.


Ah, ¿no te gusta a ti también un poco, Cayo Mario? ¡Trece años que tenía entonces! Y lo más curioso es que esto, dicho ahora con mi atroz escritura, puede sonar pedante o hasta insensible si yo no supiera que no era pedante ni insensible. ¡Sentido común, Cayo Mario! Mi sobrina tiene sentido común. ¿Cuántas mujeres conoces con una virtud como ésa? Todos quieren casarse con ella por su rostro, su cuerpo y su fortuna, cuando yo preferiría entregarla a alguien que apreciase ese sentido común. Pero ¿cómo saber quién se merece ese favor? Esa es la inquietante cuestión que nos planteamos.


( C. McC. )





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