lunes, 29 de diciembre de 2014

LUCIO CORNELIO SILA Y LA RELIGIÓN

 

Sin embargo, era la religión el asunto que más ocupaba la mente de Sila. Como la mayoría de los romanos, no pensaba en un dios, cerraba los ojos e inmediatamente visualizaba una figura humana; eso era propio de los griegos. En los tiempos que corrían era signo de cultura y refinamiento representar a Bellona con la imagen de una diosa armada, a Ceres como una hermosa matrona con una gavilla de trigo, o a Mercurio con sombrero alado y sandalias también aladas, porque la sociedad helenística era superior, era una sociedad que mostraba desdén por las deidades numénicas, considerándolas primitivas e irracionales, incapaces de un comportamiento complejo como el humano. Para los griegos, los dioses eran fundamentalmente seres humanos con poderes sobrenaturales, y les resultaban inconcebibles seres más complejos que los humanos; por ello, Zeus, el primer dios de su panteón, actuaba como un censor romano, poderoso pero no omnipotente, y encomendaba tareas a otros dioses, que se complacían en engañarle, chantajearle y hasta incluso comportarse casi como tribunos de la plebe.

 


Pero Sila, que era romano, sabía que los dioses distaban mucho de ser tan tangibles como pretendían los griegos; no eran humanoides y no tenían ojos en la cara ni sostenían conversaciones; ni poseían poderes sobrenaturales, ni disponían de procesos de pensamiento y discernimiento como los humanos. El romano Sila sabía que los dioses eran fuerzas específicas que desencadenaban acontecimientos concretos y dominaban a otras fuerzas inferiores. Se nutrían de fuerzas vitales, y por eso les placía que les ofreciesen sacrificios; necesitaban orden y método en el mundo vivo igual que el suyo, porque el orden y el método en el mundo de los humanos contribuían a mantener el orden y el concierto en el mundo de las fuerzas invisibles.

 

Había fuerzas que impregnaban las despensas, los graneros, los silos y las bodegas, y se complacían en verlos llenos: se las llamaba penates. Había fuerzas que fomentaban la navegación y protegían las encrucijadas, y existía un propósito en los objetos inanimados, y se llamaban Lares. Había fuerzas que hacían que los árboles crecieran debidamente, echando ramas y hojas hacia arriba y raíces hacia abajo. Había fuerzas que mantenían el agua dulce y el discurrir de los ríos desde las cumbres hasta el mar. Había una fuerza que concedía a unos pocos suerte y riqueza, a la mayoría menos, y nada a unos pocos; ésta se llamaba Fortuna. Y la fuerza llamada Júpiter Optimus Maximus era el compendio de todas ellas, el tejido que las unía de un modo lógico inherente a ellas y desconocido para el hombre.



Estaba claro para Sila que Roma perdía contacto con sus dioses, sus fuerzas. ¿Por qué, si no, había ardido el gran templo? ¿Por qué se habían convertido en humo los preciosos registros y los libros proféticos? Los hombres olvidaban los secretos, las fórmulas y pautas estrictas que encauzaban las fuerzas divinas. Elegir los sacerdotes y los augures trastornaba el equilibrio de los colegios sacerdotales, impidiendo los delicados ajustes, sólo posibles mientras que unas mismas familias habían tenido acceso a los mismos cargos religiosos desde tiempos inmemoriales.

 

Por ello, antes de dedicar esfuerzos a rectificar las tambaleantes instituciones y leyes de Roma, había que purificar el aether de Roma, estabilizar sus fuerzas divinas y posibilitar su libre flujo. ¿Cómo podía Roma esperar buena fortuna si había alguien tan atolondrado que era capaz de subir a la tribuna y gritar a los cuatro vientos su nombre críptico? ¿Cómo iba Roma a esperar prosperidad si se saqueaban los templos y se asesinaba a los sacerdotes?

 


Por supuesto que olvidaba que él mismo en una ocasión había querido saquearlos; sólo recordaba que no lo había hecho. Tampoco recordaba lo que pensaba de los dioses en la época en que la enfermedad y el vino aún no habían destrozado su vida.

( C. McC. )


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