sábado, 20 de diciembre de 2014

EL CÓNSUL QUINTO SERVILIO CEPIO Y LA HISTORIA DEL ORO DE TOLOSA


La historia había llegado a oídos de Cepio siendo gobernador de la Hispania Ulterior tres años antes, y desde entonces había soñado con encontrar el oro de Tolosa, pese a que su informante hispano le había asegurado que aquel tesoro era un mito. En Tolosa no había oro, así lo juraban todos los que habían visitado la ciudad de los volcos tectosagos. Los volcos no tenían más riqueza que su generoso río y las fértiles tierras. Pero Cepio confiaba en su suerte; estaba convencido de que el oro estaba en Tolosa. Si no, ¿cómo había sabido él la historia en Hispania, y había recibido después la encomienda de seguir los pasos de Lucio Casio hasta Tolosa, encontrándose con que los germanos habían partido y pudiendo tomar la ciudad sin lucha? Porque la fortuna estaba de su parte.

 

Se despojó del atuendo militar, vistió su toga bordada en púrpura y recorrió las calles bastante primitivas de la ciudad, fisgando en todos los escondrijos y huecos de la fortaleza; y aun recorrió todos los campos y prados que rodeaban las afueras de la ciudad, más de estilo hispano que galo. Efectivamente, Tolosa tenía poco espíritu galo; allí no había druidas ni notaba la característica aversión gala por los entornos urbanos. Los templos y sus recintos estaban construidos a la manera de los de las ciudades hispanas, con pintorescos jardines con lagos y riachuelos artificiales alimentados por el Garumna. ¡Una delicia!

 

Como no encontraba nada, Cepio puso al ejército a trabajar en busca del oro; una búsqueda con ambiente festivo, realizada por unas tropas ya sin la angustia de un enfrentamiento con el enemigo y ansiosas de cobrar su parte del fabuloso botín.

 

Pero no daban con el oro. Si, en los templos se hallaron algunos objetos de gran valor, pero sólo unos pocos y nada de barras de oro. Y la ciudadela fue una gran decepción, como ya había comprobado el propio Cepio: nada más que armas y dioses de madera, recipientes de asta y platos de cerámica. El rey Copilo vivía con gran sencillez y no había sótanos secretos de almacenamiento.

 

Entonces, Cepio tuvo una genial idea y mandó a los soldados excavar en los jardines que rodeaban los templos. En vano. Ni una sola zanja, aun la más profunda, reveló el menor indicio de oro. Los zahoríes enarbolaron sus varitas de mimbre sin obtener la menor señal que las hiciera vibrar o doblarse como arcos. Del recinto de los templos, la búsqueda pasó a los campos de labor y a las calles de la ciudad, pero todo fue inútil. Y mientras el paisaje se iba pareciendo cada vez más a la obra de un topo gigante enloquecido, Cepio no paraba de pasearse y pensar.

 

En el Garumna había pesca abundante, incluido el salmón y ciertas variedades de carpa, y como el río alimentaba los lagos de los templos, también en éstos proliferaban los peces. A los legionarios de Cepio les resultaba más fácil pescarlos en los lagos que en el río, de ancho y profundo cauce y corriente rápida; así, paseando de arriba abajo, no veía más que soldados prendiendo moscas y haciendo cañas con ramas de sauce. Pensativo y sin dejar de pasear, llegó hasta el lago más grande. Y alli, absorto en sus pensamientos, contempló distraídamente el juego que producía la luz en las escamas de los abundantes peces, dando mil centelleos y fulgores entre los juncos. Eran en su mayoría reflejos plateados, pero de vez en cuando fulguraba una carpa con un brillo aurífero.

 

La idea se fue abriendo paso en su subconsciente y, de pronto, le acometió y estalló en su cerebro. Mandó llamar a su cuerpo de ingenieros y les ordenó vaciar el lago; no fue una tarea difícil y, desde luego, valió la pena. El oro de Tolosa se hallaba en el fondo de aquellos estanques sagrados, oculto por el fango, los juncos y los residuos naturales de muchas décadas.



Una vez seco y amontonado el último lingote de oro, Cepio fue a examinar el botín y tuvo que contener un grito. No había querido asistir a la operación porque, por su carácter, le gustaba sorprenderse. ¡Y menuda sorpresa! Pasmado quedó en realidad, porque habría unas cincuenta mil barras de oro de unas quince libras, un total de 15000 talentos. Y, además, diez mil barras de plata de veinte libras: 3.500 talentos de plata. Luego, los zapadores encontraron más plata en los lagos, pues resultaba que los volcos habían utilizado su tesoro para hacer piedras de plata maciza para moler, y una vez al mes las sacaban del río y las dedicaban a moler trigo para tener provisión de harina durante un mes.


( C. McC. )

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