domingo, 1 de enero de 2017

LOS CUATRO EFÍMEROS EMPERADORES Y LA DINASTÍA FLAVIA


EMPERADOR VESPASIANO


Quien echó involuntariamente una mano a los cristianos fue un emperador que tenía ojeriza a los hebreos y cometió el error imperdonable de perseguirlos, ayudando, con su dispersión por el Mundo, a la difusión de la nueva Fe.

 

Vespasiano subió al trono el año 70, después del espantoso interregno que siguió a la muerte de Nerón, con el que acabó la dinastía de los Julios Claudios. Le sucedió el general rebelde Galba, un aristócrata no peor que muchos otros, calvo, gordo, con las coyunturas embotadas por la artritis y la manía del ahorro. Su primer gesto, apenas proclamado emperador, fue ordenar a cuantos habían recibido donaciones de Nerón que los devolvieran al Estado. 

LOS CUATRO EMPERADORES:
GALBA, OTÓN, VITELIO Y VESPASIANO

Y esto le costó el trono y la vida, pues entre los beneficiados se hallaban los pretorianos que, al encontrarle, tres meses después de su proclamación en el Foro, adonde él se hiciera llevar en una litera, le decapitaron, le cortaron los brazos y los labios y proclamaron sucesor suyo a Otón, un banquero que había hecho quiebra fraudulenta y que prometía administrar las finanzas públicas con la misma despreocupación con que había regido las suyas particulares.



A esta noticia, el ejército destacado en Germania a las órdenes de Aulo Vitelio y el desplazado en Egipto a las de Vespasiano, se rebelaron y marcharon sobre Roma. Llegó primero Vitelio, el cual enterró a Otón, que ya se había suicidado, se proclamó emperador, se entregó a su pasión preferida, la de las comidas luculianas, y por seguir hartándose de cordero lechal descuidó ir al encuentro de las fuerzas de Vespasiano que, entretanto, habían desembarcado. La sangrienta batalla de Cremona decidió la suerte, de aquella guerra de sucesión. Vitelio fue derrotado y los romanos se divirtieron la mar con la matanza que siguió en su propia ciudad. Tácito cuenta que la gente se apiñaba en las ventanas y los tejados para asistir a aquella carnicería, apostando por los contendientes como si se hubiese tratado de un partido de fútbol. Entre muerte y muerte, los combatientes irrumpían en las tiendas, las saqueaban y les pegaban fuego; o bien desaparecían en los portones engatusados por alguna prostituta y mientras yacían con ella eran apuñalados por un nuevo cliente del partido contrario. Vitelio, que fue capturado en su escondite, donde, por cambiar, banqueteaba, fue arrastrado desnudo por la ciudad con un nudo al cuello, tiroteado con excrementos, torturado con estudiada lentitud y echado por fin al Tíber.

MUERTE DEL EMPERADOR VITELIO

La ciudad que se divertía con el fratricidio, los ejércitos que se rebelaban, los emperadores que quedaban sumidos en estiércol, en esto se había convertido la capital del Imperio.

 

Tito Flavio Vespasiano había vivido en ella muy poco. Nacido en provincias, en Rieti, había abrazado después la carrera militar que le llevó un poco a todas partes. No era noble. Procedía de la pequeña burguesía. Las distinciones y su estipendio se los había ganado con mil sacrificios y honraba ante todo dos virtudes: la disciplina y el ahorro. Tenía sesenta años cuando subió al trono, pero los llevaba bien. Completamente calvo, tenía el rostro abierto, tosco y franco, enmarcado por dos orejas inmensas y peludas. Detestaba a los aristócratas, les consideraba unos zánganos, no sufrió nunca la tentación esnobista de hacerse pasar por uno de ellos, y cuando un heráldico, precisamente para ennoblecerle, fue a comunicarle que había buscado sus orígenes y descubierto que se remontaban a Hércules, estalló en una carcajada como para derribar las paredes y hacer entrar en sospecha de que en aquella adulación había algo de verdad. Cuando recibía a algún dignatario le palpaba la túnica para comprobar si era de tela demasiado fina y le olfateaba para cerciorarse de si olía a agua de colonia. No soportaba esas sofisticaciones.

 

Lo primero que hizo fue reorganizar el Ejército y las finanzas. El Ejército lo adjudicó en arriendo a los oficiales de carrera, casi todos provincianos como él. Para las finanzas escogió el camino más expedito: el de vender, a precios carísimos, los altos cargos públicos, al mejor postor. De todos modos —decía—, todos son ladrones, y en cierto modo les fomentamos a serlo. Mejor es que vayan adelante restituyendo al Estado un poco de lo que roban.» El mismo método siguió para reorganizar el fisco. 


Lo confió a funcionarios escogidos entre los más rapaces y esquilmadores y les soltó con plenos poderes en todas las provincias del Imperio. Figuraos qué comilonas para las poblaciones pobres. Jamás la tributación de Roma había funcionado con tal despiadada puntualidad. Pero cuando la rapiña estuvo consumada, Vespasiano llamó a Roma a los ejecutadores, les elogió y les confiscó todas las ganancias, con las que, una vez equilibrado el presupuesto, resarció a las víctimas. 

VESPASIANO SUPERVISANDO LA CONSTRUCCIÓN DEL COLISEO

Su hijo Tito, que era un puritano lleno de escrúpulos, fue a protestar de aquel sistema que repugnaba a su beato y cándido sentido de la virtud. «Yo hago de sacerdote en el templo —contestóle el padre—. Con los bandidos, hago el bandido.» Y para aumentar los ingresos inventó aquellas pequeñas construcciones que todavía llevan precisamente el nombre de vespasianas, estableciendo un impuesto a los que las usaban y una multa a los que no las usaban. No había elección. Quien lo hacía fuera pagaba más que quien lo hacía dentro. También por esta medida Tito elevó sus protestas. Su padre le puso debajo de la nariz un sestercio y le preguntó: «¿Huele a algo?»

 

Ese hijito delicado y bondadoso, al que amaba tiernamente, era la mayor preocupación de aquel soberano escéptico, que no pretendía reformar a la Humanidad y abolir sus vicios, sino solamente mantenerla en su sede.


 Para que fuese adquiriendo práctica en el gobierno de los hombres, le encargó que restableciera el orden en Palestina, donde había estallado la última y más terrible revolución. Los hebreos defendieron Jerusalén con un heroísmo sin precedentes. Según un historiador suyo, murieron dos millones de ellos; según Tácito, seiscientos mil. Para llegar al cabo de la resistencia, Tito entregó la ciudad a las llamas, que destruyeron incluso el Templo. 


De los supervivientes, algunos se suicidaron, otros fueron vendidos como esclavos y otros huyeron. Su dispersión, comenzada seis siglos antes, convirtiese en la verdadera y propia diáspora. Y así como en la mochila de los soldados de Napoleón estaban los Derechos del hombre, en el saco de muchos de aquellos pobres emigrantes estaba el Verbo de Cristo.

 

Vespasiano, enorgullecido, tributó a Tito un triunfo algo desproporcionado con el valor militar de aquella empresa y en su honor hizo construir el famoso arco cuyo nombre ostenta. 


Pero con gran espanto suyo, vio que su hijo pasaba por debajo llevando consigo como botín a una agraciada princesa hebrea, Berenice. No tenía nada que oponer a que la tuviese por amante; pero lo malo era que Tito quería casarse con ella, alegando que la había «comprometido».


 Vespasiano no comprendía por qué aquel muchacho quería confundir el amor, pasajero y voluble capricho, con la familia, institución seria y permanente. Desde que quedara viudo, también él había tomado una concubina, pero sin casarse con ella. ¿Por qué Tito no hacía otro tanto, quedándose con Berenice como concubina? Nos parece oír hablar a nuestro papá, cuando le pedíamos permiso para casarnos con una cupletista. Y, como nosotros, también Tito renunció finalmente a la cupletista.

 

Poco después le tocó a él hacer de emperador. Tras diez años de sabio reinado, el más sabio que gozara Roma después de Augusto, Vespasiano volvió un día a Rieti de vacaciones. Iba allí con frecuencia para volver a ver a sus amigos de juventud, a hacer con ellos una batida de liebres, cuatro charlas, una comida de habichuelas con corteza de tocino y echar una partidita de dados que eran sus pasatiempos favoritos. Se le ocurrió la mala idea de enjuagarse los ríñones con agua de Fuente Cottorella. Sea que la cura no fuese la adecuada, o que hubiese equivocado las dosis, el hecho es que fue presa de cólicos y en seguida se dio cuenta de que no había remedio: «Vete! —dijo guiñando el ojo, sin renunciar siquiera en aquel momento a su habitual y tosco buen humor—. Puto deus fio.» (Ay, ay, me parece que me vuelvo un dios.) Pues en aquella Roma de zalemas y adulaciones era ya costumbre divinizar a todos los emperadores cuando morían. Después de tres días y tres noches de disentería, amarillo como un limón y con la frente empapada en sudor, tuvo aún fuerzas para levantarse, miró a los circunstantes que a su vez le contemplaban asustados y, riéndose a carcajadas para poner de manifiesto que se daba cuenta de la tontería que estaba cometiendo: «Ya sé, ya sé... —farfulló—. Pero, ¿qué queréis? ¡Un emperador debe morir de pie!»

EMPERADOR VESPASIANO

Y de pie murió, el año 79, aquel burgués nacido para morir como todos los burgueses: tendido en una cama; y, como actor concienzudo, obligado a interpretar un papel que no era el suyo.
 
EMPERADOR TITO
Tito, que le sucedió, fue el más afortunado de los soberanos porque no tuvo tiempo de cometer errores, como sin duda le hubiese ocurrido por mor no de sus defectos, sino de sus virtudes; la bondad, el candor y la generosidad. No firmó ninguna sentencia de muerte. Cuando se enteró de un complot, mandó un mensaje de admonición a los conjurados y otro tranquilizador a sus madres. En sus dos años de reinado, Roma sufrió un terrible incendio, Pompeya fue sepultada por el Vesubio e Italia devastada por una tremenda epidemia. Para reparar los daños, Tito agotó el Tesoro. Por asistir personalmente a enfermos, se contagió y perdió la vida, a los cuarenta y dos años, llorado por todos, menos por su hermano, Domiciano, que le sucedió en el trono.

EMPERADOR DOMICIANO

No sabemos qué juicio de conjunto podemos dar de este último representante de la dinastía de los Flavios. Entre los escritores que vivieron en su tiempo. Tácito y Plinio han dejado un retrato de lo más negro, y Estacio y Marcial de lo más rosa. No están de acuerdo ni siquiera sobre su aspecto físico: los primeros le describen calvo y barrigudo y de piernas raquíticas; los segundos, hermoso como un arcángel, tímido y dulce. Sin duda debió de haber sufrido mucho por la preferencia que Vespasiano había tenido siempre hacia Tito. Y cuando el padre falleció, presentó su pretensión a la mitad del poder. Tito se la ofreció. Domiciano rehusó y se puso a conspirar. Dión Casio sostiene que cuando su hermano cayó enfermo, apresuró su muerte cubriéndole de nieve.

EMPERADOR DOMICIANO

Su reinado es un poco parecido al de Tiberio, a quien tenemos la impresión de que, como hombre, se le parecía. Idéntico fue el comienzo: cuerdo y prudente, con alguna vena de austeridad puritana. El cargo que más le interesó fue el de censor, mediante el cual podía controlar las costumbres; y los ministros de quienes se rodeó eran técnicos calificados particularmente para reconstruir la ciudad devastada por el incendio. No quiso guerras. Y cuando Agrícola, gobernador de Britania, intentó llevar los confines del Imperio hasta Escocia, le destituyó. Tal vez fue éste su error más grave, pues Agrícola era suegro de Tácito, que le adoraba y que asumió la tarea de juzgar a los hombres de su tiempo. Es natural que hubiera dejado tan malparado a aquel pobre soberano.
 
EMPERADOR DOMICIANO
Desgraciadamente, para obtener la paz hace falta que sean dos en desearla. Y Domiciano tuvo que ver con los dacios, que no la querían. Éstos cruzaron el Danubio, derrotaron a los generales romanos, y obligaron al emperador a tomar las riendas del Ejército. Lo estaba conduciendo muy bien, cuando Antonio Saturnino, gobernador de Germania, se rebeló con algunas legiones, obligándole a una paz prematura y desfavorable con los dacios y metiéndole en el cuerpo la obsesión de las conjuras. 


Aquel que hasta entonces había gobernado más bien como un Cromwell, tornóse un Stalin, y para salvar su propia «personalidad» instauró el «culto» más descomedido de ésta. Se instaló en un trono de verdad, quiso ser llamado «señor y dios nuestro», y pretendió que los visitantes le besasen los pies. También él expulsó de Italia a los filósofos porque impugnaban su absolutismo, cortó la cabeza a los cristianos porque rechazaban su divinidad y dio preferencia a los delatores porque creía que le protegían de los enemigos. Los senadores le odiaban, le incensaban y apechugaban con sus sentencias de muerte. Y entre estos senadores se hallaba también Tácito, su futuro y despiadado juez.
 
DOMICIA LONGINA
En un ataque de manía persecutoria se acordó de que su propio secretario, Epafrodito, era el mismo que un cuarto de siglo antes había ayudado a Nerón a cortarse la carótida. Y temiendo que hubiese adquirido el vicio de repetirlo, le condenó a muerte. Entonces todos los demás funcionarios de palacio se sintieron amenazados, organizaron una conjura y llamaron a que participase en ella también a la emperatriz Domicia. Le apuñalaron por la noche. Domiciano se defendió salvajemente hasta el último momento. Tenía cincuenta y cinco años y había reinado durante quince, primero como el más prudente y después como el más nefasto de los soberanos. 


Así terminó, también en la oscuridad de donde había salido, la segunda dinastía de los sucesores de Augusto. De diez emperadores que se sucedieron en el espacio de ciento veintiséis años (desde el 30 antes de Jesucristo hasta el 96 después de Jesucristo), siete murieron asesinados. Había algo en el sistema que no funcionaba, que tornaba sanguinarios hasta a hombres dispuestos al bien; algo más decisivo que el mismo mal hereditario que tal vez corrompía la sangre de los Julio Claudios.

 


Y este algo hay que buscarlo en la sociedad romana, en la transformación que había ido experimentando en los últimos tres siglos.




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