jueves, 19 de marzo de 2020

COMEDIÓGRAFOS DE TEATRO GRIEGOS


Leyendo las tragedias griegas, se comprende muy bien por qué el público, después  de  haber oído  tres en un día, una tras otra, notase la necesidad, antes de irse a la cama, de ver una comedia. Aquéllas no conceden tregua al espectador y le mantienen, desde la primera hasta la última escena, en el estremecimiento y en el suspense. Una rigurosa división de trabajo prohibía a los dramaturgos recurrir a los ingredientes cómicos de los comediógrafos.



Éstos, sin la democracia tal vez no hubieran aparecido jamás, porque la comedia griega fue en seguida, desde el primer momento, comedia de costumbres, que exige libertad de crítica. Epicarmo, Crátino y Eupolis, que fueron sus pioneros, se  sirvieron  del teatro como hoy se sirve del periodismo: para atacar, morder y parodiar partidos, hombres e ideas. Y, sin embargo, justamente la democracia y su gran jefe, Pericles, a quien debían su existencia, fueron precisamente el blanco de ellos.
 
EUPOLIS
Esta contradicción no es difícil de explicar. Los comediógrafos de Atenas no eran en absoluto antidemócratas. Eran tan sólo escritores que buscaban el éxito. Y el éxito, también entonces, solamente se obtenía con el inconformismo, o sea con la crítica del orden constituido. Y como éste era democrático resultaba fatal que las comedias fuesen de tono contrario, aristocrático y conservador. Era el único modo de hacer oposición, que a su vez  es  un  modo  como otro cualquiera de ejercer un derecho exquisitamente democrático.
 
ARISTÓFANES
Sólo Aristófanes tiene algún título para ser considerado como un verdadero  reaccionario,  que  creía en lo que decía. Pues era de  familia  noble  rural  y hasta su vida lo demuestra. Se mantuvo apartado, con cierta altivez, del café society y de los círculos intelectuales de Atenas, mostrando una simpatía probablemente sincera por Esparta, incluso cuando la guerra hubo estallado entre las dos  ciudades.  Tal vez de haber nacido bajo otro régimen, se hubiese convertido en poeta de la Naturaleza, como demuestran los pocos y fragmentarios Versos que de él nos han llegado, de elevada  inspiración y perfecto estilo. Había en él la solera del hidalgo rural, culto y elegante. Pero, habiendo venido al mundo en -450 antes de Jesucristo,  se encontró, jovencísimo, teniendo que vivir en una democracia que ya no era  la  del  refinado  Pericles,  sino la del desaliñado Cleón el curtidor. Ella le estimuló la manía polémica y le impulsó a afrontar el teatro, que era, a falta de periódicos, la única arena donde se pudiera empeñar una batalla de ideas, de moralidad y de costumbres. Y no con  la  tragedia, ligada al pasado, que le imponía sus temas, sino con la comedia, que le permitía  enfrentarse al  presente. La comedia era casi contemporánea, por fecha de nacimiento, de Aristófanes. Solamente en -470 el Gobierno había autorizado a Epicarmo, venido  de Sicilia, a representar sus mamotretos satírico-filosóficos. La tradición dionisíaca de las  procesiones  fálicas, a  la que todo el  teatro  se  vinculaba,  permitía también a la comedia el lenguaje soez. Pero los sucesores de Epicarmo abusaron a tal punto de él,  que  en- 400  hubo que promulgar una ley  para  frenarlo.  Nada se hizo, en cambio, contra la sátira política. Crátino pudo atacar a Pericles con los términos más groseros y vulgares, y Ferécrates exaltar la tradición aristocrática contra el progreso democrático.


El más destacado en aquel momento era  Eupolis, con quien Aristófanes trabó al principio una firme amistad y estableció una  provechosa  colaboración; pero poco después riñeron y, pese a que ambos  seguían profesando las mismas ideas de oposición al régimen, de vez en cuando interrumpían esta polémica para atacarse y mofarse uno del otro en sus respectivas obras. A pesar de estos precursores, a los que Aristófanes alguna vez se dignó dirigir condescendientes elogios, la comedia era considerada aún como un apéndice de la tragedia, que  se  toleraba  por razones de taquilla. Se trataba de informes chapuceros, sin trama, sin caracteres, que se mantenían en pie sólo a fuerza de chanzas y de muecas.


Aristófanes hizo diana en seguida atacando a  Cleón, el amo de turno, y de tal manera, que  ningún  actor tuvo el valor de encarnar el papel. Fue el mismo autor quien se presentó en escena con el indumento del strategos, quien, en la platea, asistió impasiblemente a su propia y despiadada burla, la aplaudió y luego denunció a Aristófanes haciéndolo multar. Lo que  nos hace abrigar la duda  de que el rústico Cleón era, al  fin  y al cabo, un poco menos rústico de lo  que  se  ha  dicho. El comediógrafo, una vez satisfecha la multa, escribió otra comedia que presentaba en escena al mismo personaje, al que hizo objeto de un trato peor que en la precedente. El enorme gentío, exorbitante, aplaudió a rabiar. Y entre los aplausos estaban también, esta vez, los de Cleón. La democracia de Atenas estaba en manos de hombres que sabían lo que se hacían. Y nadie lo demostró mejor que él,  Aristófanes, que se había propuesto denigrarla.


Otro blanco de este curioso personaje era el racionalismo laico de  las  nuevas  escuelas  filosóficas, que él consideraba responsables del declive de  la religión. Y, naturalmente,  a  sufrir  la  pena,  Aristófanes  puso en el escenario los sofistas, Anaxágoras y su propio amigo Sócrates, que se vio cruelmente parodiado, pero que siguió siéndole amigo.


Porque esto era lo bueno de Atenas y el  síntoma de  su  altísima  civilización:  que  se  relacionaban  unos con otros, discutían, se iban juntos de juerga, se mofaban recíprocamente en público y seguían siendo amigos en privado. En Las nubes hay para todos. Pero especialmente el  pobre  Sócrates,  caricaturizado  con el ropaje de «tendero del pensamiento», sale malparado.


El tercer blanco de Aristófanes fue Eurípides, y se comprende. Le odiaba talmente,  que siguió  poniéndole en escena para que hiciera las más ruines y  ridiculas figuras hasta después de  muerto  (Las  ranas).  En él, Aristófanes se proponía, sobre todo, fustigar el progresismo y el feminismo, sobre los que  se apoyaban aquellas concepciones utópicas de una sociedad igualitaria que detestaba  y  que  puso  en  picota  en Los pájaros, acaso la más perfecta  de  sus  obras, entre otras cosas porque es la única que no cierra las puertas a la poesía.


Aristófanes es un  nudo  de  contradicciones.  Toma  la actitud de campeón de  la virtud,  pero la  defiende con un  lenguaje  digno  del  más  impenitente  pecador y describe los vicios con una competencia y una complacencia que nos  induce  a  alguna  sospecha  sobre  sus fuentes de información.  Su  grosería  nada  tiene que envidiar a la de Crátino.


Defiende la religión,  mas  esto  no  le  impide  poner en escena una parodia de los Misterios eleusinos, que sería como hacer hoy  una  de  la  santa  Misa;  satirizar al mismo Dionisio, dios  del  teatro, e  insinuar que el propio Zeus no es más que el amo de una casa de tolerancia en el Olimpo. Para sus requisitorias moralizadoras no vacila en utilizar las armas más inmorales, como por ejemplo la calumnia y la difamación.


Este hombre, sin duda inteligentísimo, se torna obtuso  frente  a  los  hombres  que  odia  y   las   ideas que detesta. En sus diatribas  contra Pericles  y  el  pueblo, cae a menudo al mismo nivel de los demás descalificados libelistas, tipo Hermipo. Los rencores ofuscan en él el gusto y el sentido de la mesura.  Raramente sonríe. Casi siempre se carcajea. En vez  del sense of humour usa el sarcasmo, a  menudo  vulgar. Sus tramas son simple pretexto. Al leerle, se tiene la impresión que se ponía  a  escribir  sin  saber  dónde iría a parar, y que él mismo buscaba a  tientas  la  trama del suceso, como un miope que por la  mañana, al despertar, buscase sus gafas. Sus personajes son esquemáticos y caricaturescos, como los de todos los que  escriben en  tesis  y  llevan  más  en  su  interior los temas que los hombres.


Mas, pese a todas estas graves reservas, hay  que decir además que no se comprenderá nunca nada de Atenas si no se lee a Aristófanes: lo cual es el mayor elogio que se puede hacer de un escritor. En sus páginas aparecen las costumbres y la crónica de aquella ciudad, las ideas que por ella circulaban,  los  vicios que la afligían, las modas que en ella se sucedían. Es la conversación del café  y  de  la  plaza  lo que ahí se vuelve a encontrar, fielmente conservada. Aristófanes es a la vez el Dickens y el Longanesi de Atenas: una mezcolanza de grandeza, de  granujería y de miseria, de engagement y de charlatanería, de idealismo y de extorsión.


Con él, la  comedia  cesó  de  ser  la  hermana  pobre y el vulgar  proscrito  de  la  tragedia para  remontarse a la dignidad de expresión de un arte independiente. Efectivamente, el Gobierno consintió que en una jornada de las fiestas de Dionisio fuese dedicada exclusivamente a ella. Pero los abusos y las licencias que los autores se tomaron fueron tales  como  para  provocar la institución de una censura que, como siempre, se mostró catastrófica. La comedia de sátira política murió antes que Aristófanes, que la había inventado,  y que en sus últimos años acaso  lamentó  haberla  usado en perjuicio del régimen político que se lo había permitido y que entonces había fenecido también.


La libertad es uno de esos bienes que se aprecian solamente cuando los hemos perdido. Aristófanes, que falleció en -385, acabó escribiendo comedietas sentimentales. Nos divierte poco  leerlas  porque  notamos lo poco que se divirtió él al escribirlas.

( Indro Montanelli )


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