No se puede decir con exactitud si la política ateniense fue favorable
o no al incremento demográfico. Sobre tal punto siempre fue contradictoria. En
la ley civil y en la religiosa se hallan muchos estímulos, incluyendo la adopción
de hijos por matrimonios estériles. Pero también se halla sancionado el
infanticidio, que se practicaba regularmente con los niños deformes, mientras
que el código médico de Hipócrates prohibía el aborto.
Cabe creer, en suma, que el Estado dejaba mano libre a la iniciativa privada, ya que todo dependía de los progenitores que el destino daba al recién nacido. Si aquéllos eran de índole afectiva y la criatura era varón y de buena constitución,
tenía muchas posibilidades de ser bien
recibido. De lo contrario corría el riesgo de ser arrojado por la
puerta.
Superado este primer examen,
el niño, dentro de los diez días de su nacimiento, era
acogido por la familia con una ceremonia en la que se le hacían varios regalos, entre
ellos
el nombre. Mas,
a diferencia de sus coetáneos romanos que en seguida recibían tres (el propio, el de la familia y el de la "gente" o "dinastía"), aquél sólo recibía uno; lo que demuestra cuánto
más individualista era la sociedad griega, es decir, cuánto menos contaban los
vínculos de parentesco.
Tomemos un
Teófilo cualquiera de la clase media. Le han llamado así porque así se llamaba su abuelo. Si acaso, para distinguirle de los otros Teófilos de la ciudad o del barrio, le llamarán Teófilo de Cimón, que es el nombre de su padre, o Teófilo de
El Pireo, que es el barrio donde ha nacido. Con el nombre, ha recibido el derecho a la vida, en el sentido de que a partir de ahora no se le puede arrojar por la puerta: hay que
quedárselo, alimentarle y educarle. Naturalmente, también el cumplimiento de estos deberes depende del carácter de los progenitores y de
sus posibilidades económicas. Mas el propio Temístocles, que fue uno de los hombres más poderosos e influyentes
de Atenas, decía que el verdadero dueño
de
la ciudad
era su hijo porque mandaba a su madre, la cual le mandaba a él. Lo que nos demuestra
que, una vez apegados al niño, los progenitores se tornaban, como
buenos meridionales, tiernuchos como los padres italianos de hoy.
La casa
donde Teófilo ha nacido no es grande. Desde fuera, es sólo una pared enjalbegada, sin ventanas, con una pequeña puerta
provista de una mirilla, que da al callejón sin pavimentar. Está construida con ladrillos y sólo tiene una planta. Aun después de que Alcibíades hubo
estimulado el lujo y la ostentación, pocos fueron
los ciudadanos que agrandaron la casa y la circundaron
de una columnata: tenían demasiado miedo de inspirar envidia a los vecinos, tentaciones a los ladrones y pretextos al fisco.
Además, el clima no favorecía el amor a la casa, que ellos consideraban
poco más que un dormitorio.
En el centro había un patio, que tan sólo los
acomodados circuían de un pórtico, y donde la familia se reunía para comer y rezar. Sobre él daban todas las estancias,
escasamente provistas
de
decoración y de muebles: algunas sillas, una mesa, una cama. De calefacción hay poca necesidad. Cuando conviene
se emplean traseros de bronce. Para el alumbrado hay unas anillas incrustadas en la pared donde colgar
las antorchas.
Teófilo crece
sobre todo en el patio, o sea al aire libre, en compañía de las mujeres, jugando con
hermanitos y hermanitas. Sus
juguetes preferidos son pelotitas de barro cocido, muñecos, soldados de trapo, carritos de madera. Por la noche le meten temprano en la cama, en
el «gineceo», o sea en el sector de las mujeres. Así transcurren con frecuencia varios
días sin que vea a su padre, que sale por la mañana, de amanecida, para ir a trabajar o a discutir de política en la plaza. Más que en la familia,
éste vive en la «cofradía», o sea en el club (en Atenas hay lo menos cincuenta), y no siempre vuelve para comer. Es un padre menos autoritario que el romano. No educa personalmente a su hijo, y cuando éste tiene seis años le manda a instruirse a una escuela privada, donde cada mañana le lleva de la mano un "pedagogo", quien, contrariamente
a lo que hoy se cree, no es el maestro, sino un esclavo o un criado que sólo hace de acompañante.
Pese a las sugerencias
de Platón, el Estado de Atenas no quiso asumir jamás el monopolio de la escuela, y dejó también ésta a la iniciativa privada. Sólo instituyó por su cuenta las "palestras"
y los "gimnasios", donde se practicaba la gimnasia, porque evidentemente los músculos de sus ciudadanos le interesaban más que
sus cerebros.
Teófilo seguía pais, o sea muchacho, y continuaba en la escuela hasta los catorce o
dieciséis años, aprendiendo a leer, a escribir, a cantar y a tocar la lira. No tiene un banco, sino tan sólo una silla, y sostiene sobre las rodillas el libro, el cuaderno, la pluma y el tintero. Sin embargo, las horas
que pasa allí son pocas comparadas con las que está obligado a pasar en la palestra; pues en Atenas no se considera "educado"
a quien no sepa correr los cien metros en menos de doce segundos, nadar, ejercitarse
en lucha y lanzar el disco y la jabalina. Solamente después
de esa formación media, Teófilo, si quiere, puede especializarse en oratoria, o en ciencias, o en
Filosofía, o en Historia siguiendo los cursos de algunos profesores particulares que los dan paseando por los aledaños de
la palestra o sentados bajo un
árbol, y que cuestan un montón de cuartos.
A los dieciocho años Teófilo se convierte en efebo, hace el servicio militar y,
para educarse en la guerra, la administración
y la política, se inscribe en un nomadelfia, donde duerme y come con sus conciudadanos, con ellos discute
los reglamentos de la comunidad y, si
se distingue, entra a formar parte del gobierno que la rige. Transcurrido
un año de este entrenamiento,
jura fidelidad a la patria, es decir, a Atenas, en una espléndida ceremonia ante el Consejo de los Quinientos, y va a terminar el servicio
militar en el cuartel. A partir de este momento es ya un ciudadano de pleno derecho, tiene una butaca gratuita en el teatro,
aparece en primera fila en las procesiones que se hacen en honor
de Palas, toda la ciudad le mira con simpatía, porque es joven y guapo, y va a aplaudirle cuando, con los otros efebos, corre de noche la
"estafeta", desde
E1 Píreo a Atenas pasando la antorcha al compañero de equipo.
Cuando se
licencia, Teófilo tiene ventiún años y no es ya
efebo sino aner o sea hombre autorizado a fundar una familia por su cuenta, y protagonista de la vida ciudadana.
No se puede decir propiamente que semeja a una estatua de
Fidias; pero en
general tiene
buena planta, de estatura media, siendo menos macizo pero más armonioso que el romano. En tanto que su padre Cimón llevaba pelo y barba muy largos
Teófilo los lleva cortos
porque cada quince días va a hacérselo cortar por el barbero, cuyo establecimiento se ha vuelto ya en lugar de reunión y en fragua de chismorrerías políticas y mundanas. Así al menos lo dice Teofrasto demostrándonos cómo en el fondo la Humanidad siempre ha sido la misma.
Teófilo no tiene muchos tratos con el agua, un poco porque no tiene mucha a
su disposición en esa ciudad rodeada de montañas peladas,
donde los servicios hidráulicos siempre han dejado mucho que desear. Por la mañana, en vez de lavarse, se unta con aceite y usa alguno de los cien perfumes, cuya fabricación constituye
una de las industrias más prósperas de Atenas (y Sócrates,
que es un guarro, cuando le encuentra se queja de ello y frunce la nariz). En compensación, la dieta sobria y seca, las prolongadas nadaduras en la piscina o en el mar, la vida casi siempre al aire libre —pues al aire libre están también iglesias y teatros— permiten que necesite poco de abluciones. Posee un solo traje para todas las estaciones, el guitón, que es una túnica de lana. Su padre la llevaba blanca. Pero Teófilo se la ha teñido de rojo. Sombrero no usa: está convencido de que le haría encanecer
o perder el pelo antes de tiempo. Para calzar, usa sandalias, sustituyéndolas con zapatos de verdad y aun con polainas sólo en ocasión de grandes viajes, como un peregrinaje a Dodona o a Epidauro.
Le gustan mucho los anillos
y en general lleva más de uno, aunque no llegue al exhibicionismo de Aristóteles, que se
recargaba los dedos con ellos hasta el punto de taparlos enteramente. Puede gastarse alegremente su dinero en ellos porque la casa le cuesta poco. No tiene afición al hogar, como no la tenía su padre. Ha nacido en
la casa,
pero sólo se ha criado en ella durante seis años, pues toda su formación se ha desarrollado en la escuela, en el cuartel y
en la
plaza.
Pertenece mucho más a la ciudad que a la familia. Por eso también su moralidad es menos rigorosa y más desenfadada
que la romana.
Teófilo es hospitalario,
aunque menos que Cimón, porque ahora la seguridad de los caminos es mayar. Pero a los huéspedes les llama parásitos, como un tiempo se llamaba a los sacerdotes que se apropiaban las dádivas en trigo que los fieles ofrecían a
los dioses. Y encuentra muy natural, es más digno de encomio, mentir; ¿o es que no está, entre sus héroes proferidos, Ulises, el más descarado embustero de la Historia? Vender por buenas las aceitunas pasadas y robar en el peso, es para él absolutamente normal, y hasta enseñará este
arte a su hijo para "tomar el pelo" al
prójimo. Su moralidad es la
del rey Agesilao quien, al proponérsele traicionar al de Tebas, responde: "¿Puede salir bien?". Porque, si puede salir bien, hasta la traición
queda admitida. Cuando va a la guerra, Teófilo encuentra del todo lógico rematar a sablazos al enemigo herido y robarle armas y cartera, saquear
las ciudades y violar a las mujeres.
Teófilo, como
buen meridional, no ama la Naturaleza. Destruye plantas y animales, contribuyendo con las propias manos a la pobreza y aridez de su tierra, y en total se parece poco a aquel ejemplar
de sabiduría humana que Goethe y Winkelmann imaginaran. Es astuto y
voluble, ha cuidado más de formarse una inteligencia que un carácter, y prefiere ser un brillante bribonazo mejor que un mediocre
caballero. Cree en la lógica, pero más como arma de combate para pasar a saco al prójimo que como llave para explicar el porqué de la vida. Predica el self-control,
pero no lo practica porque es siempre presa
de alguna pasión: gloria,
amor, poder, dinero, y hasta sapiencia. Le gusta lo nuevo, y por esto ama más a los jóvenes que respeta a los ancianos. Su ideal de vida no es en absoluto la serenidad, como se ha dicho, sino una exuberancia de fuerzas que le permita una
existencia plena: plena, quiero decir, de todas las experiencias, las buenas y
las malas.
En suma, hay en él todo
cuanto hace falta para hacer de
Atenas, en el espacio de un siglo, la capital del mundo y la más decaída de las colonias.
( Indro Montanelli )
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