De la humillación sufrida a causa de los
galos y de las convulsiones de la lucha interna entre patricios y plebeyos,
Roma salió con dos grandes triunfos en la baraja: la supremacía en la Liga,
respecto a las rivales latinas y sabinas que, mucho más devastadas que
ella, no encontraron después un Camilo para reconstruirse; y un orden social
más equilibrado que garantizaba una tregua entre las clases.
Así que, apenas se
hubo disipado la humareda de los incendios que Breno había dejado en la
estela de su retirada hacia el norte, la Urbe, totalmente nueva y más
modernamente urbanizada que antes, comenzó a mirar a su alrededor en busca de
botín.
GUERREROS GALOS ANTE LAS PUERTAS DE ROMA
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De las tierras limítrofes, la Campania era
la más fértil y rica. La habitaban los samnitas, una parte de los cuales,
empero, había permanecido en los Abrazos. Y de aquí, acosados por el frío y el
hambre, descendían a menudo para saquear los rebaños y las mieses de sus hermanos
de la llanura. Bajo la amenaza de una de esas incursiones, los samnitas de
Capua se dirigieron en busca de protección a Roma, que de todo corazón se la
concedió, porque era la mejor manera de dividir en dos aquel pueblo y de meter
la nariz en sus asuntos interiores. Así comenzó la primera de las tres guerras
samnitas contra los de Abruzo, que duraron, en total, unos cincuenta años.
Fue breve, desde 343 hasta 341, y algunos
dicen que ni siquiera tuvo lugar, porque los abrazos no se dejaron ver y los
romanos no tuvieron ganas de irles a desanidar en sus montañas. Pero quedó una
consecuencia; la «protección» de Roma sobre Capua, que se sintió protegida
hasta tal punto como para invitar a los latinos a un frente único contra la
común protectora. Los latinos se adhirieron y Roma, de aliados que eran, se los
encontró de improviso como enemigos. Fue un momento feo, que requirió los
consabidos episodios heroicos para superar sus dificultades. Para dar un
ejemplo de disciplina, el cónsul Tito Manlio Torcuato condenó a muerte a
su propio hijo, quien, contrariamente a la orden de no moverse, había salido de
las filas para contestar al ultraje de un oficial latino. Y su colega Publio
Decio, cuando los augures le dijeron que con el solo sacrificio de su vida
salvaría a la patria, avanzó solo contra el enemigo, gozoso de hacerse matar
por él.
Sean ciertos o inventados estos episodios,
Roma venció, y deshizo la Liga Latina que le había traicionado. Con esto acabó
la política «federalista» usada hasta entonces, y se inauguró la «unitaria» del
bloque único. Roma concedió a las diversas ciudades que habían compuesto la
Liga formas diversas de autonomía, con objeto de impedir una comunidad de
intereses entre ellas. Era la técnica del divide et impera que asomaba.
Entre las ciudades subditas no tenían que haber relaciones políticas. Cada una
de ellas las mantenía sólo con la Urbe. Se mandaron colonos a Campania,
a los que, como premio, se les entregaron las tierras conquistadas y donde
constituyeron las avanzadillas de la romanidad en el Sur. Nacía el Imperio.
La segunda guerra samnítica comenzó, sin
pretexto alguno, unos quince años después, en -328. Los romanos, que llegaron
con la precedente hasta el umbral de Nápoles, capital de las colonias griegas,
le echaron los ojos encima y quedaron encantados de sus largas murallas
helénicas, de sus palestras, de sus teatros, de sus comercios y de su
vivacidad. Y un buen día la ocuparon.
Los samnitas, tanto los del llano como los
de la montaña, comprendieron que, si se la dejaba hacer, aquella gente
devoraría toda Italia, y concluyeron paces entre ellos, atacando por la espalda
a las legiones que habían penetrado tan lejos en el sur. De momento, su
Ejército, más de guerrilleros que de soldados, fue batido, mas luego, mejor
conocedores del terreno que los romanos, les atrajeron a las gargantas de
Caudio, cerca de Benevento, donde les estrangularon. Tras repetidas e inútiles
tentativas de resistencia, los dos cónsules tuvieron que capitular y sufrir la
humillación de pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas; fueron éstas las
llamadas «horcas caudinas».
Como de costumbre, Roma encajó la afrenta,
pero no pidió paz. Aprovechando la experiencia adquirida, reorganizó las
legiones de modo a no exponerlas más a semejantes desventuras, convirtiéndolas
en un instrumento de más fácil y ágil manejo. Después, en -316, reemprendió la
lucha. Una vez más se encontró ante el peligro cuando los etruscos al Norte y
los hérnicos al Sudeste trataron de cogerla por sorpresa. Los derrotó
separadamente. Luego, dirigió todas sus fuerzas contra los aislados samnitas y
en -305 expugnó su capital, Boviano, y por primera vez las legiones,
atravesando los Apeninos, alcanzaron la costa adriática de la Apulia.
Estos éxitos preocuparon hondamente a los
demás pueblos de la península que, por miedo, hallaron el valor de desafiar,
coligados, a Roma. A los samnitas se sumaron esta vez, además de los etruscos,
los umbros y los sabinos, decididos a defender, con la propia independencia, la
propia anarquía. Acopiaron un ejército, que se enfrentó con los romanos en
Sentino, en los Apeninos umbros. Eran superiores en número, pero los varios
generales que mandaban los distintos contingentes, en vez de colaborar entre
sí, tiraban a sacar partido cada cual por su cuenta. Y, naturalmente, fueron
derrotados. Decio Mur, hijo del cónsul que se había sacrificado
voluntariamente por la patria durante la campaña precedente, repitió el gesto
de su padre y aseguró definitivamente el nombre de la familia en la Historia.
La coalición se deshizo. Etruscos, lucanios y umbros pidieron una paz separada.
Samnitas y sabinos siguieron combatiendo aún cinco años. Después, en -290 antes
de Jesucristo, se rindieron.
Los historiadores modernos sostienen que
Roma afrontó ese ciclo de guerras teniendo como mira un objetivo estratégico
concreto: el Adriático. Nosotros creemos que sus legiones se encontraron en el
Adriático sin saber cómo ni por qué, sólo persiguiendo al enemigo en fuga. Los
romanos de la época no tenían mapas, ignoraban que Italia constituía lo que hoy
se llamaría «una natural unidad geopolítica», que tenía forma de bota y que,
para tenerla sujeta, se necesitaba dominar los mares. Pero, sin conocer ni
formular la teoría, practicaban, sencillamente, el principio del Lebensraum,
o «espacio vital», según el cual, para vivir y respirar, un territorio necesita
anexionarse los contiguos. Así, para garantizar la seguridad de Capua,
conquistaron Nápoles; para garantizar la seguridad de Nápoles, conquistaron
Benevento; hasta que llegaron a Tarento, donde se detuvieron, porque más allá
no había más que el mar.
En aquellos tiempos Tarento era una gran
metrópoli griega, que había hecho grandes progresos especialmente en el campo
de la industria, el comercio y las artes, bajo la guía de Arquitas, uno
de los más grandes hombres de la Antigüedad, medio filósofo medio ingeniero. No
era una ciudad belicosa. En -303 había pedido y obtenido de la Urbe la promesa
de que las naves romanas no rebasarían jamás el cabo Colonna, es decir, que los
romanos la dejarían en paz por la parte de mar, segura como estaba de que por
vía terrestre no podrían llegar hasta allí. Y en cambio ahora se la veía caer
encima precisamente por aquella parte.
El pretexto de guerra fue deparado, como de
costumbre, por una petición de ayuda que los de Tunos, hostigados por los
lucanios, dirigieron a Roma que, como siempre, la acogió con presteza y mandó
una guarnición para defenderla, pero por vía marítima. Sin duda lo hizo aposta
para armar camorra. Para alcanzar Turios, las naves tuvieron que rebasar el
cabo Colonna, y los tarentinos cerraron los ojos ante esta infracción de los
pactos. Pero cuando las diez trirremes de Roma pretendieron fondear en su
puerto, consideraron la cosa como una provocación, las asaltaron y hundieron
cuatro.
Realizada la empresa, se dieron cuenta de
que ello entrañaba la guerra, y que ésta acabaría muy mal para ellos si desde
fuera no acudía algún poderoso auxilio. Pero, ¿cuál? En Italia ya no había
ningún Estado que pudiese oponerse a Roma. Y entonces mandaron a buscarlo al
extranjero, iniciando una costumbre que en nuestro país todavía dura. La
encontraron allende el mar, en Pirro, rey del Epiro.
Pirro era un curioso personaje que, de
haberse contentado con su pequeño reino montañés, hubiese podido vivir largamente
como un gran señor. Pero había leído en la llíada la gesta de Aquiles;
por sus venas corría sangre macedonia, que había sido la sangre de Alejandro
Magno y todo concurría a hacer de él una figura muy similar a la de
nuestros condottieri del siglo xv. Era, en suma, como se diría hoy, un
tipo que buscaba maraña. La que le ofrecían los tarentinos le iba justo a la
medida, y la acogió al vuelo. Embarcó su ejército en las naves de aquéllos y
afrontó a los romanos en Heraclea.
Éstos se hallaron por primera vez cara a
cara con un arma nueva cuya existencia jamás habían imaginado y que les hizo la
misma impresión que hicieron los carros blindados ingleses sobre los alemanes,
en Flandes, en 1916: los elefantes. De momento creyeron que eran bueyes, y así los
llamaron efectivamente: «bueyes lucanios». Pero al verlos venírseles encima, se
sobrecogieron de miedo y perdieron la batalla, pese a haber infligido tales
pérdidas al enemigo como para quitarle toda alegría por el triunfo. Las
«victorias a lo Pirro» fueron, a partir de entonces, las pagadas a precio
demasiado caro.
El epirota repitió el año siguiente (-279)
en Ascoli Satriano. Pero también aquí sus pérdidas fueron tales que, mirando al
campo de batalla sembrado de muertos, fue presa de la misma crisis de espanto
que dos mil años después había de sobrecoger a Napoleón III al ver el campo de
batalla de Solferino. Y mandó a Roma a su secretario Cineas con
proposiciones de paz, dándole por compañeros a dos mil prisioneros romanos que,
si la paz, no se concluía, se habían comprometido a volver. Dicen que el Senado
estaba a punto de aceptar aquellas ofertas, cuando se levantó a hablar el
censor Apio Claudio el Ciego, para recordar a la Asamblea
que no era digno tratar con un extranjero mientras su ejército invasor seguía
vivaqueando en Italia.
No creemos que sea verdad, porque para Roma,
Italia, en aquel momento, era solamente Roma. Pero es cierto que el Senado
rechazó las propuestas y que Cineas, al regresar con los dos mil prisioneros,
ninguno de los cuales había faltado a la palabra dada, dio un informe tal a
Pirro de lo que había visto en Roma, que el epirota prefirió abandonar la
empresa, y, aceptando una invitación de los siracusanos para que les ayudase a
liberarse de los cartagineses, marchó hacia Sicilia. Tampoco aquí las cosas le
anduvieron bien porque las ciudades griegas que venía a defender jamás lograron
ponerse de acuerdo ni procurarle los contingentes que le habían prometido.
Desalentado, Pirro volvió a cruzar el estrecho para echar de nuevo una mano a
Tarento, que las legiones romanas atacaban en aquel momento. Esta vez ya
estaban habituadas a los elefantes y no se dejaron asustar. Pirro fue derrotado
en Malevento, que por la ocasión, en -275, fue bautizada Benevento por los
romanos. Decididamente, Italia no le había traído fortuna. Amargado, volvió a
la patria, fue a buscar un desquite en Grecia y halló la muerte en ella.
Habían transcurrido exactamente setenta años
desde que Roma, recompuesta como podía interiormente tras el terremoto que
siguió a la caída de la Monarquía y superada la lucha por la existencia, se
había puesto en pie de verdaderas guerras de conquista. Y he aquí al fin
árbitro de toda la península desde el Apenino toscazo emiliano al estrecho de
Mesina. Uno tras otro, todos los pequeños países que la constelaban cayeron en
sus manos, incluso los de la Magna Grecia continental, carentes de defensores
después de la partida de Pirro. Tarento se rindió en -272 y Regio en -270. Pero
después de la experiencia habida con la Liga Latina, Roma comprendió que no
había que fiarse de los «protegidos» y de los «aliados a la fuerza». Y un poco
por esto, y otro poco empujados por la presión demográfica de la Urbe, los
romanos iniciaron la verdadera romanización de Italia con el método de las
«colonias» ensayado ya después de la primera guerra samnítica. Las tierras
enemigas fueron confiscadas y distribuidas a ciudadanos romanos pobres,
basándose especialmente sobre los méritos que hay llamaríamos «de
combatividad». Se las entregaban, sobre todo, a veteranos; gente segura,
dispuesta a pelear para defenderse y defender a Roma. Los indígenas,
naturalmente, les acogían sin simpatía, como a depredadores opresores. Del
nombre de uno de ellos. Cafo, cabo del ejército de César, inventaron más
tarde la palabra cafone, término despectivo que significa tosco y
vulgar. E inspirada por esta hostilidad fue el uso, nacido entonces, del «corte
de mangas», gesto irreverente con el que los pueblos vencidos saludaban a los
romanos que entraban en sus ciudades y que al principio, al parecer, fue tomado
por una expresión de bienvenida.
Naturalmente, no se puede esperar ensanchar
el propio territorio de quinientos a veinticinco mil kilómetros cuadrados, como
hizo Roma en aquel período, sin pisar los pies a nadie. Pero en compensación
toda la Italia del Centro y del Sur comenzó a hablar una sola lengua y a pensar
en términos de nación y de Estado en vez de aldea y tribu.
Contemporáneamente a aquellas largas y
sangrientas guerras y bajo su presión, los plebeyos alcanzaban uno tras otro
sus objetivos, hasta el último y fundamental garantizado por la Ley
Hortensia, llamada asi por el nombre del dictador que la impuso: aquélla
por la cual el plebiscito se tornaba automáticamente ley, sin necesidad de
ratificación por parte del Senado. Desde que con la Ley Canuleya del
-445, había sido abolida, al menos sobre el papel, la prohibición de matrimonio
entre patricios y plebeyos, éstos no estaban ya, legalmente, excluidos de
ningún derecho o magistratura. Y dado que la praetura, abierta
libremente a ellos, permitía a quien la hubiese ejercido libre ingreso en el
Senado, también esta ciudadela de la aristocracia, pese a mil cautelas y limitaciones,
les fue accesible.
Todo eso había sido alcanzado después de
infinitas contiendas que de vez en cuando pusieron en peligro la existencia de
la Urbe. Mas el hecho de que, bien ó mal, se hubiese llegado a ello, demostraba
que las clases altas de Roma eran conservadoras, sí, pero con mucho
discernimiento. No se avergonzaban de defender abiertamente sus propios
intereses de casta, y no fingían coquetear con las «izquierdas» como hacen hoy
día muchos príncipes e industriales. Pero pagaban los impuestos, cumplían diez
años de duro servicio militar, morían al frente de sus soldados, y cuando se
trataba de elegir entre los propios privilegios y el bien de la patria, no
titubeaban. Por esto, aun después de haber aceptado la equiparación de derechos
con los plebeyos, permanecieron en el poder, como todavía consigue hacer, pese
a este mundo socialista, la nobleza inglesa.
En el período de descanso que se concedió
después de la victoria sobre Pirro y que le sirvió para digerir aquella especie
de banquete, Roma dio los últimos retoques a su equilibrio interno y orden en
el buen pedazo de península del que era dueña. La Vía Apia, que antes Apio
Claudio hiciera construir para unir Roma a Capua, fue prolongada hasta Brindisi
y Tarento. Y por ella, además de los soldados, se encaminaron los colonos que
iban a romanizar Benevento, Isernia, Brindisi y muchas otras ciudades. Roma
reconoció a los vencidos pocas autonomías, las respetó menos aún, y fue la
primera y mayor responsable del fallido nacimiento, en Italia, de las
libertades municipales y cantonales, que, en cambio, se desarrollaron con gran
lozanía en el mundo germánico. En compensación llevó a su más alta expresión el
concepto de Estado, del cual fue prácticamente inventora, y lo apoyó sobre
cinco pilares que aún lo rigen: el Prefecto, el Juez, el Gendarme, el Código y
el Recaudador de impuestos.
Fue con este
aparejo que marchó a la conquista del Mundo. Y ahora veamos más de cerca por
qué logró realizarla.
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