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lunes, 6 de noviembre de 2017

EXPANSIÓN DE ROMA POR ITALIA Y PIRRO, REY DEL EPIRO




De la humillación sufrida a causa de los galos y de las convulsiones de la lucha interna entre patricios y plebeyos, Roma salió con dos grandes triunfos en la baraja: la supremacía en la Liga, respecto a las rivales latinas y sabinas que, mucho más devastadas que ella, no encontraron después un Camilo para reconstruirse; y un orden social más equilibrado que garantizaba una tregua entre las clases.
GUERREROS GALOS ANTE LAS PUERTAS DE ROMA

 Así que, apenas se hubo disipado la humareda de los incendios que Breno había dejado en la estela de su retirada hacia el norte, la Urbe, totalmente nueva y más modernamente urbanizada que antes, comenzó a mirar a su alrededor en busca de botín.
 
BRENO
De las tierras limítrofes, la Campania era la más fértil y rica. La habitaban los samnitas, una parte de los cuales, empero, había permanecido en los Abrazos. Y de aquí, acosados por el frío y el hambre, descendían a menudo para saquear los rebaños y las mieses de sus hermanos de la llanura. Bajo la amenaza de una de esas incursiones, los samnitas de Capua se dirigieron en busca de protección a Roma, que de todo corazón se la concedió, porque era la mejor manera de dividir en dos aquel pueblo y de meter la nariz en sus asuntos interiores. Así comenzó la primera de las tres guerras samnitas contra los de Abruzo, que duraron, en total, unos cincuenta años.



Fue breve, desde 343 hasta 341, y algunos dicen que ni siquiera tuvo lugar, porque los abrazos no se dejaron ver y los romanos no tuvieron ganas de irles a desanidar en sus montañas. Pero quedó una consecuencia; la «protección» de Roma sobre Capua, que se sintió protegida hasta tal punto como para invitar a los latinos a un frente único contra la común protectora. Los latinos se adhirieron y Roma, de aliados que eran, se los encontró de improviso como enemigos. Fue un momento feo, que requirió los consabidos episodios heroicos para superar sus dificultades. Para dar un ejemplo de disciplina, el cónsul Tito Manlio Torcuato condenó a muerte a su propio hijo, quien, contrariamente a la orden de no moverse, había salido de las filas para contestar al ultraje de un oficial latino. Y su colega Publio Decio, cuando los augures le dijeron que con el solo sacrificio de su vida salvaría a la patria, avanzó solo contra el enemigo, gozoso de hacerse matar por él.
 
TITO MANLIO TORCUATO
Sean ciertos o inventados estos episodios, Roma venció, y deshizo la Liga Latina que le había traicionado. Con esto acabó la política «federalista» usada hasta entonces, y se inauguró la «unitaria» del bloque único. Roma concedió a las diversas ciudades que habían compuesto la Liga formas diversas de autonomía, con objeto de impedir una comunidad de intereses entre ellas. Era la técnica del divide et impera que asomaba. Entre las ciudades subditas no tenían que haber relaciones políticas. Cada una de ellas las mantenía sólo con la Urbe. Se mandaron colonos a Campania, a los que, como premio, se les entregaron las tierras conquistadas y donde constituyeron las avanzadillas de la romanidad en el Sur. Nacía el Imperio.



La segunda guerra samnítica comenzó, sin pretexto alguno, unos quince años después, en -328. Los romanos, que llegaron con la precedente hasta el umbral de Nápoles, capital de las colonias griegas, le echaron los ojos encima y quedaron encantados de sus largas murallas helénicas, de sus palestras, de sus teatros, de sus comercios y de su vivacidad. Y un buen día la ocuparon.



Los samnitas, tanto los del llano como los de la montaña, comprendieron que, si se la dejaba hacer, aquella gente devoraría toda Italia, y concluyeron paces entre ellos, atacando por la espalda a las legiones que habían penetrado tan lejos en el sur. De momento, su Ejército, más de guerrilleros que de soldados, fue batido, mas luego, mejor conocedores del terreno que los romanos, les atrajeron a las gargantas de Caudio, cerca de Benevento, donde les estrangularon. Tras repetidas e inútiles tentativas de resistencia, los dos cónsules tuvieron que capitular y sufrir la humillación de pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas; fueron éstas las llamadas «horcas caudinas».



Como de costumbre, Roma encajó la afrenta, pero no pidió paz. Aprovechando la experiencia adquirida, reorganizó las legiones de modo a no exponerlas más a semejantes desventuras, convirtiéndolas en un instrumento de más fácil y ágil manejo. Después, en -316, reemprendió la lucha. Una vez más se encontró ante el peligro cuando los etruscos al Norte y los hérnicos al Sudeste trataron de cogerla por sorpresa. Los derrotó separadamente. Luego, dirigió todas sus fuerzas contra los aislados samnitas y en -305 expugnó su capital, Boviano, y por primera vez las legiones, atravesando los Apeninos, alcanzaron la costa adriática de la Apulia.



Estos éxitos preocuparon hondamente a los demás pueblos de la península que, por miedo, hallaron el valor de desafiar, coligados, a Roma. A los samnitas se sumaron esta vez, además de los etruscos, los umbros y los sabinos, decididos a defender, con la propia independencia, la propia anarquía. Acopiaron un ejército, que se enfrentó con los romanos en Sentino, en los Apeninos umbros. Eran superiores en número, pero los varios generales que mandaban los distintos contingentes, en vez de colaborar entre sí, tiraban a sacar partido cada cual por su cuenta. Y, naturalmente, fueron derrotados. Decio Mur, hijo del cónsul que se había sacrificado voluntariamente por la patria durante la campaña precedente, repitió el gesto de su padre y aseguró definitivamente el nombre de la familia en la Historia. La coalición se deshizo. Etruscos, lucanios y umbros pidieron una paz separada. Samnitas y sabinos siguieron combatiendo aún cinco años. Después, en -290 antes de Jesucristo, se rindieron.



Los historiadores modernos sostienen que Roma afrontó ese ciclo de guerras teniendo como mira un objetivo estratégico concreto: el Adriático. Nosotros creemos que sus legiones se encontraron en el Adriático sin saber cómo ni por qué, sólo persiguiendo al enemigo en fuga. Los romanos de la época no tenían mapas, ignoraban que Italia constituía lo que hoy se llamaría «una natural unidad geopolítica», que tenía forma de bota y que, para tenerla sujeta, se necesitaba dominar los mares. Pero, sin conocer ni formular la teoría, practicaban, sencillamente, el principio del Lebensraum, o «espacio vital», según el cual, para vivir y respirar, un territorio necesita anexionarse los contiguos. Así, para garantizar la seguridad de Capua, conquistaron Nápoles; para garantizar la seguridad de Nápoles, conquistaron Benevento; hasta que llegaron a Tarento, donde se detuvieron, porque más allá no había más que el mar.



En aquellos tiempos Tarento era una gran metrópoli griega, que había hecho grandes progresos especialmente en el campo de la industria, el comercio y las artes, bajo la guía de Arquitas, uno de los más grandes hombres de la Antigüedad, medio filósofo medio ingeniero. No era una ciudad belicosa. En -303 había pedido y obtenido de la Urbe la promesa de que las naves romanas no rebasarían jamás el cabo Colonna, es decir, que los romanos la dejarían en paz por la parte de mar, segura como estaba de que por vía terrestre no podrían llegar hasta allí. Y en cambio ahora se la veía caer encima precisamente por aquella parte.

 
ARQUITAS
El pretexto de guerra fue deparado, como de costumbre, por una petición de ayuda que los de Tunos, hostigados por los lucanios, dirigieron a Roma que, como siempre, la acogió con presteza y mandó una guarnición para defenderla, pero por vía marítima. Sin duda lo hizo aposta para armar camorra. Para alcanzar Turios, las naves tuvieron que rebasar el cabo Colonna, y los tarentinos cerraron los ojos ante esta infracción de los pactos. Pero cuando las diez trirremes de Roma pretendieron fondear en su puerto, consideraron la cosa como una provocación, las asaltaron y hundieron cuatro.



Realizada la empresa, se dieron cuenta de que ello entrañaba la guerra, y que ésta acabaría muy mal para ellos si desde fuera no acudía algún poderoso auxilio. Pero, ¿cuál? En Italia ya no había ningún Estado que pudiese oponerse a Roma. Y entonces mandaron a buscarlo al extranjero, iniciando una costumbre que en nuestro país todavía dura. La encontraron allende el mar, en Pirro, rey del Epiro.
 
PIRRO DE EPIRO
Pirro era un curioso personaje que, de haberse contentado con su pequeño reino montañés, hubiese podido vivir largamente como un gran señor. Pero había leído en la llíada la gesta de Aquiles; por sus venas corría sangre macedonia, que había sido la sangre de Alejandro Magno y todo concurría a hacer de él una figura muy similar a la de nuestros condottieri del siglo xv. Era, en suma, como se diría hoy, un tipo que buscaba maraña. La que le ofrecían los tarentinos le iba justo a la medida, y la acogió al vuelo. Embarcó su ejército en las naves de aquéllos y afrontó a los romanos en Heraclea.



Éstos se hallaron por primera vez cara a cara con un arma nueva cuya existencia jamás habían imaginado y que les hizo la misma impresión que hicieron los carros blindados ingleses sobre los alemanes, en Flandes, en 1916: los elefantes. De momento creyeron que eran bueyes, y así los llamaron efectivamente: «bueyes lucanios». Pero al verlos venírseles encima, se sobrecogieron de miedo y perdieron la batalla, pese a haber infligido tales pérdidas al enemigo como para quitarle toda alegría por el triunfo. Las «victorias a lo Pirro» fueron, a partir de entonces, las pagadas a precio demasiado caro.



El epirota repitió el año siguiente (-279) en Ascoli Satriano. Pero también aquí sus pérdidas fueron tales que, mirando al campo de batalla sembrado de muertos, fue presa de la misma crisis de espanto que dos mil años después había de sobrecoger a Napoleón III al ver el campo de batalla de Solferino. Y mandó a Roma a su secretario Cineas con proposiciones de paz, dándole por compañeros a dos mil prisioneros romanos que, si la paz, no se concluía, se habían comprometido a volver. Dicen que el Senado estaba a punto de aceptar aquellas ofertas, cuando se levantó a hablar el censor Apio Claudio el Ciego, para recordar a la Asamblea que no era digno tratar con un extranjero mientras su ejército invasor seguía vivaqueando en Italia.
 
APIO CLAUDIO EL CIEGO
No creemos que sea verdad, porque para Roma, Italia, en aquel momento, era solamente Roma. Pero es cierto que el Senado rechazó las propuestas y que Cineas, al regresar con los dos mil prisioneros, ninguno de los cuales había faltado a la palabra dada, dio un informe tal a Pirro de lo que había visto en Roma, que el epirota prefirió abandonar la empresa, y, aceptando una invitación de los siracusanos para que les ayudase a liberarse de los cartagineses, marchó hacia Sicilia. Tampoco aquí las cosas le anduvieron bien porque las ciudades griegas que venía a defender jamás lograron ponerse de acuerdo ni procurarle los contingentes que le habían prometido. Desalentado, Pirro volvió a cruzar el estrecho para echar de nuevo una mano a Tarento, que las legiones romanas atacaban en aquel momento. Esta vez ya estaban habituadas a los elefantes y no se dejaron asustar. Pirro fue derrotado en Malevento, que por la ocasión, en -275, fue bautizada Benevento por los romanos. Decididamente, Italia no le había traído fortuna. Amargado, volvió a la patria, fue a buscar un desquite en Grecia y halló la muerte en ella.



Habían transcurrido exactamente setenta años desde que Roma, recompuesta como podía interiormente tras el terremoto que siguió a la caída de la Monarquía y superada la lucha por la existencia, se había puesto en pie de verdaderas guerras de conquista. Y he aquí al fin árbitro de toda la península desde el Apenino toscazo emiliano al estrecho de Mesina. Uno tras otro, todos los pequeños países que la constelaban cayeron en sus manos, incluso los de la Magna Grecia continental, carentes de defensores después de la partida de Pirro. Tarento se rindió en -272 y Regio en -270. Pero después de la experiencia habida con la Liga Latina, Roma comprendió que no había que fiarse de los «protegidos» y de los «aliados a la fuerza». Y un poco por esto, y otro poco empujados por la presión demográfica de la Urbe, los romanos iniciaron la verdadera romanización de Italia con el método de las «colonias» ensayado ya después de la primera guerra samnítica. Las tierras enemigas fueron confiscadas y distribuidas a ciudadanos romanos pobres, basándose especialmente sobre los méritos que hay llamaríamos «de combatividad». Se las entregaban, sobre todo, a veteranos; gente segura, dispuesta a pelear para defenderse y defender a Roma. Los indígenas, naturalmente, les acogían sin simpatía, como a depredadores opresores. Del nombre de uno de ellos. Cafo, cabo del ejército de César, inventaron más tarde la palabra cafone, término despectivo que significa tosco y vulgar. E inspirada por esta hostilidad fue el uso, nacido entonces, del «corte de mangas», gesto irreverente con el que los pueblos vencidos saludaban a los romanos que entraban en sus ciudades y que al principio, al parecer, fue tomado por una expresión de bienvenida.



Naturalmente, no se puede esperar ensanchar el propio territorio de quinientos a veinticinco mil kilómetros cuadrados, como hizo Roma en aquel período, sin pisar los pies a nadie. Pero en compensación toda la Italia del Centro y del Sur comenzó a hablar una sola lengua y a pensar en términos de nación y de Estado en vez de aldea y tribu.



Contemporáneamente a aquellas largas y sangrientas guerras y bajo su presión, los plebeyos alcanzaban uno tras otro sus objetivos, hasta el último y fundamental garantizado por la Ley Hortensia, llamada asi por el nombre del dictador que la impuso: aquélla por la cual el plebiscito se tornaba automáticamente ley, sin necesidad de ratificación por parte del Senado. Desde que con la Ley Canuleya del -445, había sido abolida, al menos sobre el papel, la prohibición de matrimonio entre patricios y plebeyos, éstos no estaban ya, legalmente, excluidos de ningún derecho o magistratura. Y dado que la praetura, abierta libremente a ellos, permitía a quien la hubiese ejercido libre ingreso en el Senado, también esta ciudadela de la aristocracia, pese a mil cautelas y limitaciones, les fue accesible.




Todo eso había sido alcanzado después de infinitas contiendas que de vez en cuando pusieron en peligro la existencia de la Urbe. Mas el hecho de que, bien ó mal, se hubiese llegado a ello, demostraba que las clases altas de Roma eran conservadoras, sí, pero con mucho discernimiento. No se avergonzaban de defender abiertamente sus propios intereses de casta, y no fingían coquetear con las «izquierdas» como hacen hoy día muchos príncipes e industriales. Pero pagaban los impuestos, cumplían diez años de duro servicio militar, morían al frente de sus soldados, y cuando se trataba de elegir entre los propios privilegios y el bien de la patria, no titubeaban. Por esto, aun después de haber aceptado la equiparación de derechos con los plebeyos, permanecieron en el poder, como todavía consigue hacer, pese a este mundo socialista, la nobleza inglesa.



En el período de descanso que se concedió después de la victoria sobre Pirro y que le sirvió para digerir aquella especie de banquete, Roma dio los últimos retoques a su equilibrio interno y orden en el buen pedazo de península del que era dueña. La Vía Apia, que antes Apio Claudio hiciera construir para unir Roma a Capua, fue prolongada hasta Brindisi y Tarento. Y por ella, además de los soldados, se encaminaron los colonos que iban a romanizar Benevento, Isernia, Brindisi y muchas otras ciudades. Roma reconoció a los vencidos pocas autonomías, las respetó menos aún, y fue la primera y mayor responsable del fallido nacimiento, en Italia, de las libertades municipales y cantonales, que, en cambio, se desarrollaron con gran lozanía en el mundo germánico. En compensación llevó a su más alta expresión el concepto de Estado, del cual fue prácticamente inventora, y lo apoyó sobre cinco pilares que aún lo rigen: el Prefecto, el Juez, el Gendarme, el Código y el Recaudador de impuestos.



Fue con este aparejo que marchó a la conquista del Mundo. Y ahora veamos más de cerca por qué logró realizarla.

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