Como
todas las ciudades de aquel tiempo, Cartago también hacía remontar sus orígenes
a una especie de milagro y contaba su historia como una novela. Según la cual
fue fundada por Dido, a quien más tarde sus conciudadanos veneraron como
diosa, hija del rey de Tiro. Enviudó por culpa de su hermano que le mató el
marido, luego se puso al frente de un grupo de secuaces en busca de aventuras
y, desde el extremo oriental del Mediterráneo, zarpó con ellos hacia el Oeste a
bordo de una nave. Haciendo cabotaje a lo largo de la costa meridional de
África, rebasó Egipto, Cirenaica y Libia. Y al llegar, por fin, a una decena de
millas del lugar donde hoy se alza Túnez, desembarcó y dijo a sus amigos: «Aquí
construiremos la Ciudad Nueva.» Así la llamaron, efectivamente: Ciudad Nueva,
como Nápoles y Nueva York, que en su lengua se decía Kart Hadasht y que
luego los griegos tradujeron Karchedon y los romanos Carthago.
Naturalmente,
las cosas no acontecieron precisamente así. Pero es difícil saber cómo se
desarrollaron en realidad, porque de Cartago, que tuvo la desgracia de cruzarse
en su camino, también los romanos hicieron lo que habían hecho de Etruria: la
redujeron a un cieno tal como para hacer casi imposible hoy, por falta de
materiales, una reconstrucción exacta de su historia y de su civilización.
Con
seguridad la fundaron los fenicios, pueblo de raza y lengua semita como los
hebreos, grandes mercaderes y navegantes que iban de un lado para otro con sus
embarcaciones, vendiendo y comprando un poco de todo. No tenían miedo ni del
diablo. Fueron los primeros marinos del Mundo que rebasaron las llamadas
Columnas de Hércules, es decir, el estrecho de Gibraltar, para bajar por el
Atlántico a lo largo de la costa de África y remontarlo a lo largo de la de
España y Portugal. Sobre este itinerario habían fundado ya, cuando nació Roma,
varios pueblos, que al principio debieron ser tan sólo un astillero y un bazar,
o sea un mercado. Leptis Magna, Utica, Bizerta, Bona, tuvieron sin duda
ese origen. Y Cartago fue su hermanita, acaso entre las más humildes, hasta que
las circunstancias la hicieron más conspicua.
Esas
circunstancias fueron, sobre todo, el declive militar y comercial de Tiro y de
Sidón, que, por desgracia suya, se encontraron en el camino de Alejandro de
Macedonia, quien, mientras Roma era aún una aldea, quería convertirse en
emperador del Mundo y por poco no lo logró. Amenazados por sus ejércitos, los
millonarios de aquellas dos ciudades que, como todos los millonarios, tenían
más miedo que los demás, pensaron en poner a salvo sus personas y sus
capitales.
La
ciudad se acrecentó con nuevos habitantes, llenos de dinero y de iniciativas.
Empujaron cada vez más hacia el interior a la población indígena, formada de
pobres negros, muchos de los cuales fueron reducidos a siervos y esclavos. Y no
contentándose ya con el comercio y el mar, se dedicaron también a la tierra. El
detalle es interesante porque hasta entonces se había creído siempre que los
hebreos eran, por su modo de ser, refractarios a la tierra. Los de Cartago, en
cambio, demostraron lo contrario. Fueron los maestros de muchos cultivos,
especialmente de viñas, olivares y árboles frutales, y los mismos romanos
hubieron de aprender mucho de ellos. Fue un cartaginés, Magón, el más
grande profesor de agricultura de la Antigüedad.
Cartago
poseía una economía perfectamente equilibrada. En la ciudad florecía una
excelente industria metalúrgica que suministraba las mejores herramientas para
labrar la tierra, canalizarla y transformarla en huertos y jardines. Gran parte
de sus productos se cargaban en las naves, a la sazón las mayores del Mundo,
las cuales eran dirigidas hacia España o Grecia. Los armadores financiaban
exploradores para descubrir nuevos mercados. Uno de ellos, Annón, con
una galera solitaria, descendió dos mil kilómetros por las costas atlánticas de
África.
Otros
viajantes de comercio, que recorrían los itinerarios de tierra a lomo de mulas,
camellos y elefantes, encontraron oro y marfil y lo llevaron a la patria.
Atravesaron el Sahara con la indiferencia con que nosotros atravesamos el Arno.
Y a consecuencia de sus informes, como más tarde había de hacerlo Venecia, el
Gobierno mandaba alguna flota o un poco de ejército a tomar posesión de los
puntos estratégicos.
Su
sistema económico y financiero era el más avanzado de la época. Cuando Roma
había comenzado apenas a acuñar toscas monedas de metal, Cartago tenía ya
billetes de Banco; unas tiras de cuero, diversamente estampilladas según su
valor. Eran en la cuenca mediterránea lo que más tarde habían de ser la libra
esterlina y, más tarde aún, el dólar. Su valor nominal estaba garantizado por
el oro que rebosaba de las cajas del Estado, pues, a medida que realizaba una
nueva conquista, la primera cosa que Cartago imponía a los vencidos era un
tributo y no de los más livianos. Leptis, por ejemplo, pagaba el gran honor de
ser vasallo de Cartago con trescientos sesenta y cinco talentos al año, que
corresponderían a casi mil millones de liras.
Ese
disfrute del propio imperio colonial fue probablemente una de las razones de la
derrota de Cartago cuando entró en conflicto con Roma. Mas, mientras se perfiló
esta amenaza, ello fue lo que garantizó a la ciudad fenicia una lozanía jamás
vista hasta entonces. Contaba a la sazón dos o trescientos mil habitantes, que
no vivían en cabañas como en Roma, sino en rascacielos que alcanzaban hasta
doce plantas, los más pobres; y en palacios con jardín y piscina, los más
ricos. Abundaban los templos y los baños públicos. El puerto tenía doscientos
veinte muelles y cuatrocientas cuarenta columnas de mármol. En el centro de la
aglomeración había la city, como en Londres, con el Ministerio del
Tesoro. Y a su alrededor un triple bastión de murallas almenadas, una especie
de línea Maginot que podía contener hasta veinte mil soldados con todo
su armamento, cuatro mil caballos y trescientos elefantes.
Del
pueblo y de sus costumbres, el único testimonio que nos queda es el de los
historiadores romanos, que naturalmente no podían ser ecuánimes para con aquél.
Su lengua debía ser muy parecida a la hebraica; en efecto, sus magistrados se
llamaban shofetes, derivado seguramente del hebraico shofetim. Sus
rasgos delataban también el origen semítico. Eran gente de tez olivácea, en
general de luengas barbas, pero sin bigote, y ya entonces llevaban turbantes.
Los más pobres, que probablemente procedían de mezclas con el elemento indígena
y que por tanto también tenían la piel más oscura, vestían lo que hoy se llama
en Egipto galabia, un camisón suelto largo hasta. los pies, calzados con
sandalias. Los señores seguían, en cambio, la moda griega, como hoy se sigue la
inglesa, y llevaban trajes elegantes, orlados de púrpura, y se adornaban con un
anillo en la nariz. La condición de las mujeres era inferior a la de las
atenienses, más superior a la de las romanas. En general iban veladas y estaban
confinadas en sus casas, pero la carrera eclesiástica les estaba abierta y
podían alcanzar altos grados en ella. O bien podían darse a la prostitución,
que florecía esplendorosamente y constituía un oficio apreciado, o por lo
menos, no vilipendiado, como lo es aún hoy en el Japón.
Polibio y Plutarco
concuerdan en asegurar que el nivel moral era muy bajo, lo que nos sorprende
bastante tratándose de un pueblo de raza semítica, donde las costumbres en general
son severas, cuando no puritanas. Nos lo presentan como vigorosos comilones y
bebedores, impenitentes juerguistas, dispuestos siempre a francachelas en los
clubs y tabernas. La fides puntea, es decir, la palabra cartaginesa, ha
quedado como sinónimo, en latín, de traición. Pero no hay que olvidar que la
historia de las traiciones cartaginesas fue escrita por historiadores romanos.
Plutarco nos presenta a esos antiguos e irreductibles enemigos de Roma como
serviles para con los inferiores; y oscilantes entre las cobardía, en la
derrota, y la crueldad en la victoria. Polibio agrega que entre ellos iodo se
medía con el metro del provecho. Pero es ya sabido que Polibio era amigo íntimo
de Escipión, el que destruyó Cartago incendiándola.
MELKART, DEIDAD PÚNICA
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Naturalmente,
los cartagineses tenían también sus dioses. Se los habían traído consigo de la
madre patria, Fenicia, pero les cambiaron el nombre. En vez de Baal—Moloch y de
Astarté, como los llamaban en Tiro y en Sidón, los llamaron Baal—Haman
y Tanit.
TANIT, DIOSA DE LOS CARTAGINESES
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Debajo de éstos estaban Melkart, que quiere decir «llave de la
ciudad», Ehsmun, señor de la riqueza y de la buena salud, y, por fin Dido, la
fundadora, que en Cartago ocupaba el mismo puesto que Quirino en Roma.
EL DIOS HAMAN |
A
todos estos dioses les ofrecían sacrificios, especialmente en los momentos de
necesidad. Se trataba de cabras o de vacas para los dioses menores. Pero cuando
había que aplacar o congraciarse con Baal—Haman, se recurría a los niños, que
eran colocados entre los brazos de la gran estatua de bronce que le
representaba, y de allí les dejaban rodar sobre el fuego que ardía abajo. Hasta
trescientos en un día quemaron en medio de una bacanal de trompetas y tambores
para sofocar sus gritos.
Parece ser que era costumbre, por parte de las
familias ricas, cuando eran requeridas para facilitar un niño que asar a la
parrilla, comprarlo a los pobres. Mas cuando Agatocles de Siracusa puso
sitio a la ciudad, haciendo necesario, además del auxilio de los dioses,
también el buen acuerdo entre las clases sociales, la costumbre fue prohibida
para no alimentar los odios entre afortunados y desheredados.
El
régimen político no era, en conjunto, muy diferente del de Roma. Aristóteles
escribió un gran elogio, acaso por haberlo oído decir y porque jamás atisbo
serias amenazas de dictadura, que él aborrecía. Como en Roma, el órgano supremo
era el Senado, compuesto igualmente de trescientos miembros, cuya mayoría
estuvo al principio constituida por la aristocracia agraria y que luego, poco a
poco, pasó a la del dinero, o sea a la plutocracia. Tomaba las decisiones más
importantes, cuya ejecución encomendaba a los dos sciofetes, que
correspondían, más o menos, a los cónsules romanos. Sólo cuando éstos no
lograban ponerse de acuerdo, se pedía el parecer de una especie de Cámara de
diputados, que tenía el poder de decir «sí» o «no», pero no el de presentar
proposiciones por su cuenta.
El
Senado era, también, teóricamente, electivo. Pero en la práctica, teniendo en
la mano todas las palancas del mando, conseguía, mediante la corrupción o la
intriga, imponer sus candidatos. Sobre él había solamente una especie de
Tribunal constitucional formada por cuatrocientos jueces que controlaban un
poco de todo: no sólo la constitucionalidad de las leyes, sino también las
cuentas de la Administración. Durante las guerras con Roma, este Tribunal fue
convirtiéndose poco a poco en el verdadero Gobierno.
Cartago
no daba gran importancia al Ejército, en parte porque sus vecinos de África no
la inquietaban. A los cartagineses no les gustaban los cuarteles, que, en efecto,
tan sólo estaban llenos de mercenarios, reclutados entre indígenas y, sobre
todo, entre libios.
De las grandes empresas que ejecutó en el siglo de luchas
contra Roma, el mérito corresponde, pues, casi exclusivamente al genio de sus Aníbales,
Amílcares y Asdrúbales, que fueron unos de los más brillantes generales de
la Antigüedad.
AMÍLCAR BARCA, EL LÍDER CARTAGINÉS QUE
CONQUISTÓ
BUENA PARTE DE HISPANIA
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ANÍBAL ANIMANDO A SUS SOLDADOS |
En
el mar, en cambio, era fuerte, la más fuerte de las potencias navales de aquel
tiempo. Su home fleet contaba en tiempo de paz quinientos
quinquerremes, que eran un poco los acorazados de entonces, pero rápidos y
ligeros, vistosamente pintados de rojo, verde y amarillo. Los almirantes que
los mandaban se las sabían todas y aun sin brújula ni compás conocían el
Mediterráneo como el estanque de su jardín. En todos los parajes adecuados de
las costas españolas y francesas poseían astilleros, almacenes de
aprovisionamientos e informadores. Su Instituto Cartográfico era el más
informado y moderno. Hasta que Roma, ocupadísima en consolidar su hegemonía
sobre la península, no hubo botado una flota propia, la cartaginesa no admitió
intrusiones de nadie, entre Cerdeña y Gibraltar. Cualquier nave extranjera que
se pusiera a tiro de las suyas, era requisada o hundida, ahogando a los
marineros, sin preguntarles siquiera de dónde venían ni qué pabellón
enarbolaban.
PALACIO DE ASDRÚBAL EN CARTAGO NOVA ( HISPANIA ) |
Éste
era, en conjunto, Cartago, cuando los romanos, habiéndose desembarazado, uno
tras otro, de todos los rivales italianos y unificado la península bajo su
mando, comenzaron a ocuparse en las cosas del mar.
Pero,
fijaos bien, todo lo que hemos dicho de Cartago ha sido reconstruido con
elementos muy livianos. Escipión, cuando arrasó la ciudad sin dejar piedra
sobre piedra, encontró, entre otras cosas, varias bibliotecas. Mas en vez de
llevárselas a Roma, las repartió entre sus aliados africanos (lo que sorprende
tratándose de un hombre culto como él), los cuales, por la poca pasión que
sentían por los libros, dejaron que se perdieran.
RUINAS DE LO QUE QUEDA DE CARTAGO
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He aquí por qué no tenemos
siquiera un manual de su historia, y hemos de contentarnos con lo poco que
lograron reconstruir Salustio y Yuba. Algún fragmento de Magón y
un testimonio de san Agustín nos aseguran, sin embargo, que Cartago tuvo
una cultura propia y de buena calidad.
Los
griegos, que no obstante tenían Atenas ante los ojos, decían que Cartago era
una de las más bellas capitales del mundo. Pero lo que de ella nos queda es muy
poco para confirmárnoslo. Sus más importantes restos son los que los
arqueólogos han desenterrado en las Baleares, donde los cartagineses habían
fundado una colonia y donde, tal vez, cuando las matanzas, algunos de ellos se
refugiaron, trayéndose alguna obra de arte. Todo el resto está reunido en el
museo de Túnez, donde los arqueólogos siguen acumulando lo que poco a poco van
excavando diez millas más hacia el Oeste, donde se alzaba la ciudad.
En
el museo pueden admirarse algunos fragmentos de escultura, sacados de los
sarcófagos. El estilo es una mezcla grecofenicia. Contiene, además, la cerámica
de la época, aunque de escaso valor: género utilitario fabricado en serie. Nada
nos queda de lo que, al parecer, fue el orgullo de Cartago: la artesanía.
Dícese que sobre todo los orfebres eran grandes maestros. Desgraciadamente, la
joyería ha sido, en todos los tiempos, el botín de guerra más codiciado.
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