Octavio
dejó a César ante su puerta y empezó a subir la cuesta hacia la casa de Filipo,
más consciente que nunca de su crónica insuficiencia respiratoria cuando se
veía obligado a realizar esa clase de esfuerzos. Anochecía y estaba bajando la
temperatura. La decoración del día da paso a la de la noche, pensó Octavio
cuando el lento y pesado aleteo de los búhos sustituyó el sonido suave del
vuelo de los pajarillos. Una enorme nube se elevó por encima del Viminal,
teñida de rosa por los últimos rayos de sol.
Noto
un cambio en César. Parece cansado, aunque no es un agotamiento físico. Es más
bien como si comprendiera que no le agradecerán sus esfuerzos, que las
insignificantes criaturas que se arrastran a sus pies le reprocharán con
envidia su brillantez, su capacidad para llevar a cabo lo que ellos no tienen
esperanzas de hacer. «Como todos los viajes, incluso el último». ¿Por qué se
habrá expresado así?
Un
poco más allá de las antiguas columnas cubiertas de liquen de la Porta Mugonia,
la pendiente era aún mayor; Octavio se detuvo a descansar apoyando la espalda
contra una de ellas, pensando que la otra parecía un lemur pensativo
huido del submundo, con su cuerpo rechoncho y su gorro en forma de champiñón.
Se irguió, avanzó un poco más y se detuvo frente al camino que conducía a las
Cabezas de Buey, sin duda la peor zona del Palatino.
Yo
nací en una casa de ese camino. El padre de mi padre, un hombre conocido por,
su tacañería, vivía aún y mi padre no había recibido todavía su herencia. Antes
de que pudiéramos trasladarnos, mi padre murió, y mi madre eligió a Filipo. Un
hombre de poca importancia para quien los placeres de la carne son lo
principal.
César
desprecia los placeres de la carne. No a modo de filosofía, como Catón, sino simplemente
por parecerle intrascendentes. Para él, el mundo está lleno de cosas que deben
arreglarse, cosas que sólo él sabe cómo enmendar. Porque se lo plantea todo
incesantemente, reflexiona, analiza, lo descompone todo en sus partes
integrantes y luego las une de una manera mejor, más práctica. ¿Cómo es posible
que él, el noble más augusto de todos, no se vea condicionado por su origen y
pueda ver más allá de eso hasta distancias ilimitadas? César es un hombre ajeno
a las clases. Es el único hombre que conozco directa o indirectamente capaz de
comprender tanto las situaciones generales como los más nimios detalles. Deseo
con toda mi alma ser otro César, pero no tengo una mente como la suya. No soy
un genio universal. No sé escribir obras de teatro y poemas, pronunciar
brillantes discursos en cualquier momento, construir un puente o una torre de
sitio, redactar grandes leyes sin esfuerzo, tocar instrumentos musicales, capitanear
de manera impecable a las tropas en una batalla, escribir lúcidos comentarios,
empuñar la espada y el escudo para combatir en primera línea, viajar ligero
como el viento, dictar a cuatro secretarios a la vez, y todas esas otras
hazañas legendarias que él realiza gracias a la amplitud de su mente.
Tengo
una salud frágil, que puede empeorar; es un hecho que afronto a diario. Pero
puedo planificar; tengo intuición para escoger la alternativa correcta; pienso
con agilidad, y estoy aprendiendo a sacar el mayor partido a mi escaso talento.
Si algo tenemos en común César y yo es la absoluta negativa a rendirnos o
abandonar. Y quizás a la larga sea ésta la clave. De alguna manera, seré tan
grande como César.
Empezó
a ascender por el Clivus Palatinus, una figura menuda que se fundió gradualmente
con la oscuridad hasta formar parte de ella. Los gatos del Palatino, buscando
ratones o pareja, saltaban de sombra en sombra, y un perro viejo, al que le
faltaba media oreja, levantó la pata para orinar en la Porta Mugonia, demasiado
sordo para oír a los murciélagos.
( C.
McC )
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