Quien
desde la 
costa  remonta  el 
Peloponeso  hacia el Norte, halla en un punto determinado
el valle de Lacedemonia, o Laconia, engarzado entre montañas tan
impenetrables que su capital, Esparta, jamás tuvo necesidad de construir
murallas para defenderse. Domina a todos los demás el pico nevado del Taigeto,
de donde se precipita, hervoroso, el torrente Eurotas.
Esparta
quiere decir «la esparcida», y hoy  tendrá más o menos cinco mil habitantes. Fue llamada así porque fue el resultado de la  fusión 
de  cinco  poblados que entre todos contarían unos cincuenta mil habitantes. Esta
fusión no fue espontánea.  La  impusieron a la fuerza los conquistadores dorios, cuando bajaron del Norte en seguimiento de sus reyes heráclidas. Éstos dominaban desde las montañas circundantes el Peloponeso, e iniciaron
su conquista 
atacando  Mesene. Pausanias cuenta que el rey de la ciudad,
Aristodemo, corrió a Delfos para  consultar  al  oráculo sobre la manera de salir de aquel apuro. Apolo le sugirió que sacrificara su hija  a  los  dioses.  Aristodemo, que seguramente tenía en sus venas  un poco  de  sangre napolitana, dijo que sí, pero  en  el último momento, a escondidas, puso en lugar de su hija a otra muchacha, esperando que los dioses no
lo notarían. Luego fue a la guerra y quedó derrotado.  
Cincuenta
años después, su sucesor Aristómenes
 se rebeló contra el yugo. Perdió vida y trono y sus súbditos la libertad. Éstos
fueron equiparados a
los indígenas de  Esparta, que se llamaban «ilotas», y que a su vez estaban equiparados a los esclavos, los cuales debían  entregar, gratis, a
los ciudadanos la mitad de sus rentas y cosechas. Sobre esa masa de desheredados, que entre la ciudad y el campo sumaban cerca de trescientas mil
almas, incluyeron los «periecos», que eran los ciudadanos libres pero privados de derechos políticos,
sobrenadaba la minoría guerrera de los treinta mil conquistadores dorios, únicos que gozaban de 
los  derechos de ciudadanía y que ejercitaban los políticos. Era natural que éstos hicieran
por manera  de  cortar  el paso a las  ideas  progresistas  de  justicia  social  para no perder sus privilegios  patronales.  Las  montañas que circundaban el  valle  les  ayudaron,  al  dificultar los contactos con las otras ciudades, y especialmente donde la democracia triunfaba.
Licurgo añadió a aquellas ideas un conjunto de leyes que petrificaban la sociedad en sus dos estratos de siervos y amos.
No se sabe si Licurgo ha existido efectivamente
jamás. Los que lo creen, conforme a los  testimonios de  los antiguos historiadores griegos, dudan respecto a las fechas. Algunos creen que vivió novecientos años antes de Jesucristo; otros
ochocientos; otros setecientos, y otros, seiscientos, que es  lo  más probable. No era un rey. Era tío y tutor del joven soberano Carilao. Dícese que fue a buscar  el  modelo 
de  su  famosa Constitución a Creta, y  que  para  hacerla  aceptar por sus compatriotas contó,  a  su  regreso, que  fue el oráculo de Delfos  en  persona  quien  se  la  sugirió en nombre de los dioses. Ésta imponía una  disciplina tan severa y
sacrificios tan grandes, que no todos se mostraban dispuestos
a aceptarla. Un joven de la aristocracia, Alcandro,
enfurecióse hasta tal punto al discutirla, que le tiró una piedra a Licurgo y le dio en un ojo. Plutarco cuenta que, por sustraer el culpable al furor de los circunstantes, Licurgo se lo hizo entregar y que por todo castigo se lo llevó a cenar consigo. Y entonces, entre plato y plato, mientras
se ponía compresas sobre el ojo lastimado, explicó
a  su 
agresor cómo y por qué se proponía dar a Esparta leyes tan duras. Alcandro quedó convencido y, admirado por la generosidad y la cortesía de Licurgo,  convirtióse  en  uno de los más celosos propagandistas de sus ideas.
Alguien
sostiene que las leyes
de Licurgo no fueron escritas
jamás. De todos modos, fueron observadas hasta que se volvieron consuetudinarias  y  formaron  las costumbres de aquel pueblo.  Su  autor  reconocía
que su esencia era «el desprecio de lo cómodo y de lo agradable» y, para  hacerlas aprobar,  propuso  un plazo, obligándose sus conciudadanos  a  mantenerlas en  vigor  hasta  el  día  siguiente  de  su  retorno.  El   día siguiente partió a  Delfos, se encerró en  el  templo y se dejó morir de hambre. Así las leyes no  fueron
jamás derogadas y se tornaron consuetudinarias.
Según ellas, los reyes  debían  sentarse  por  parejas en  el  trono de modo que uno pudiese vigilar al  otro,  y que la rivalidad entre ambos la aprovechase el Senado para erigirse en arbitro de  la  situación. El  Senado se componía de veintiocho miembros, todos de más de sesenta años.  Cuando  alguno  moría  (y,  dada la edad, debía  de  suceder  a  menudo),  los  candidatos a la
sucesión desfilaban en fila  india  por  la  sala.  El que recibía más aplausos  quedaba 
elegido,  así  como en las discusiones ganaba la proposición el que sabía gritar con voz más potente.
Debajo del Senado estaba la Asamblea, una  especie de Cámara de Diputados, abierta a todos los ciudadanos de treinta años
para arriba. Ésta
nombraba, previa
aprobación del Senado, a los cinco éforos,
o ministros, para la aplicación de las leyes. En
esa división de poderes, Esparta no difería sustancialmente de los otros Estados de
la Antigüedad. Pero lo que  le  dio aquel carácter que, de entonces acá se ha llamado «espartano», fueron la regla ascética y los criterios de disciplina militar
que, por voluntad de Licurgo, imprimieron la vida y sobre todo la educación de los jóvenes.
Esparta
no tenía
un ejército; lo era. Además,
sus habitantes eran tan sólo  súbditos  y no  tenían derecho a ejercer la industria ni el comercio porque debían reservarse sólo para la política y la guerra, no conocieron nunca el oro ni  la plata porque  estaba prohibido importarlos, y hasta sus monedas  fueron  solamente de hierro.  Una  comisión 
gubernamental  examinaba
a los recién nacidos y mandaba arrojar
a los cortos de talla  desde  un  pico  del  Taigeto, 
haciendo  dormir a los demás al raso, aun en invierno, de modo que sólo los más robustos sobreviviesen. Se tenía libertad de elegir mujer. Pero quien se casaba con una poco apta para la reproducción, pagaba una multa, como le sucedió incluso a un rey, Arquidamo. El marido
estaba obligado a tolerar la infidelidad si la adúltera la cometía con un hombre más alto y fuerte que él: Licurgo había dicho que en estos casos los celos  eran  ridículos e inmorales.
A los siete  años  el  niño era arrancado  a  la  familia y entraba en el  colegio 
militar,  a  costa  del  Estado. En cada' clase se nombraba paidónomo —o, como dirían  los  alemanes,  Führer—  al   más  valeroso,  o sea
al que había zurrado más y mejor a sus compañeros, resistido mejor las  desolladuras  y  los 
latigazos de los
instructores, y más brillantemente
soportado las noches en el chiquero. A los alumnos se les enseñaba a leer y escribir, pero
nada más. La única evasión era el canto. Pero estaba prohibido el individual,
admitiéndose tan sólo el  coro, que consolidaba
la disciplina. Los coros son un signo  característico de las sociedades  militares  y  guerreras:  a  coro  cantan los alemanes  y  los  rusos,  en  tanto  que  franceses e italianos cantan cada
cual por su cuenta.  Esparta amaba la música como la amaba la Prusia  del siglo pasado. Y dado que  la  educación  que  daba  a  sus jóvenes no permitía desarrollar
entre ellos a musicógrafos, los importaba del extranjero, como hacemos nosotros con los futbolistas. El más célebre, Terpandro, fue llevado a Lesbos, y recibió tal nombre, que significa «deleitador de hombres», porque compuso himnos patrióticos donde nadie podía cantar un solo. Hasta los reyes, que participaban en los cantos, tenían que atenerse a su parte  y  basta.  Y  uno  de
ellos que quiso lanzar un do de pecho fue multado. Después de Terpandro vino Timoteo, que trató
de perfeccionar la  lira  aumentando  las  cuerdas de  siete a once. Los éforos, que
no querían novedades en ningún terreno, ni en el musical, se lo
prohibieron.
El espartano seguía viviendo militarmente bajo tiendas o en barracas
hasta los treinta años, sin conocer camas ni otras comodidades caseras. Se lavaba poco, ignoraba la existencia del jabón y de los ungüentos, y tenía que procurarse la
comida por sus propios  medios, robando,
pero sin 
que  le  descubrieran,  porque en tal caso era duramente castigado. Si después de veintitrés años
de esa vida no había muerto aún, podía volver a su casa y tomar esposa. Las chicas que aguardaban no tenían secretos
que esconderles porque estaban obligadas a contender  desnudas  en
las  palestras, de modo que todos podían escoger la más  florida  y sana. El celibato era  un  delito.  Se  castigaba obligando a quien caía en  él 
a  la  desnudez  hasta  en  invierno y al canto de un himno en el que
reconocía haber desobedecido la ley.
Hasta
los sesenta años se  comía  a  la  mesa  pública, donde la dieta era rigurosa. Quien engordaba hasta
rebasar un límite, era confinado. Todo lujo
era considerado como un ultraje a la sociedad. El rey Cleómenes mandó repatriarse a un embajador en Samos porque usaba vajilla de oro. Nadie podía ir al extranjero sin un  permiso  del  Gobierno,  muy  difícil
de conseguir. Como todos los Estados totalitarios de régimen policial,  también  Esparta   tuvo   su   «telón de acero». Detrás de éste vivían trescientos  mil  siervos de treinta mil esclavos. Un sibarita que estuvo de visita, exclamó: «Apuesto a que los espartanos
son soldados valerosos. Llevando esta vida, ¿qué miedo pueden
tenerle a la muerte?»
Esparta
ha tenido y sigue teniendo numerosos ensalzadores: especialmente los
filósofos, desde Platón acá, que  aspiran  al  Estado 
omnipotente  y  predican el sacrificio del individuo a la colectividad, han sufrido su fascinación. Por «virtud» los espartanos
entendían, en efecto,
la total sumisión a las leyes e intereses de la patria. Cuando iban a la guerra sus mamas les acompañaban
cantando un estribillo: «Vuelve con el escudo
o encima de él.» Porque  el  escudo era tan pesado
que, para huir, había que tirarlo, y en
caso de muerte servía de ataúd.
Ciertamente,
fue una formidable  potencia  militar que durante siglos hizo temblar de miedo a los  vecinos. Toda Grecia puso unos ojos  como  platos  cuando se
enteró de que  el  pequeño ejército de  Epaminondas la había derrotado. Parecía imposible que hombres que lo habían sacrificado todo a la fuerza, pudieran ser vencidos por la fuerza. Un poco menos imposible, es más, totalmente normal, pareció el hecho de que, perdido el ejército, en Esparta no quedase nada más. La fuerza centrípeta de su
sociedad y sus costumbres heroicas la mantuvieron en pie más tiempo que a Atenas. Pero las leyes que se habían dado no le permitían ninguna evolución. Hoy, quien  vaya  a  visitarla, no halla más que un villorrio sin  carácter  de cinco mil almas,  en  cuyo  pobrísimo  Museo  no  hay  un resto de estatuas ni un pedazo de columna que atestigüen la existencia de una civilización espartana.
Habría
que mandar a visitarla a todos  los  discípulos de Hitler  y  de  Stalin,  los  cuales  fueron  a  su
vez modestos imitadores de  Licurgo,  verdadero  jefe de escuela de los totalitarios y el más respetable de
todos, porque el sacrificio
del individuo a la colectividad no tan sólo lo predicó:
lo puso en práctica  dando el ejemplo.
(
Indro Montanelli )















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