En su adolescencia el futuro emperador Claudio emprendió la
tarea de escribir una historia siguiendo los consejos de Tito Livio. La primera
vez que la confió a un auditorio numeroso, a duras penas logró acabar de
leerla, pues él mismo enfriaba a cada paso su propio ardor. En efecto, al
comienzo de su lectura, la obesidad de uno de los asistentes hizo que se
rompieran varios asientos, y este hecho dio lugar a que estallaran las risas;
luego, incluso cuando se calmó el alboroto, no podía dejar de recordar a cada
instante el incidente, lo que volvía a hacerle estallar en carcajadas.
( Suetonio en "El divino Claudio")
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