martes, 27 de septiembre de 2016

PODERÍO Y CAÍDA DE LUCIO ELIO SEJANO


Sejano era hijo de Seyo Estrabón, un caballero de origen etrusco a quien se había confiado el mando de la guardia pretoriana creada por Augusto, como cuerpo militar escogido inmediato al emperador. Sejano había acompañado a Druso, el hijo de Tiberio, en la sofocación de la revuelta del ejército del Danubio. Poco después fue nombrado adjunto de la guardia pretoriana, al lado de su padre, y en 16 o 17 d. C. prefecto único, cuando Seyo fue ascendido al más alto rango a que podía aspirar un caballero, el gobierno de Egipto. La tradición considera, unánime, a Sejano como una de las más siniestras figuras de la historia romana, y la posterior investigación histórica no ha podido hacer mucho para reivindicarlo. Su personalidad ha quedado como ejemplo de arribista ambicioso que, tras ganarse la confianza sin reservas del soberano, logra un poder ilimitado e irresponsable al servicio de su propio interés.


No conocemos los pormenores que elevaron a Sejano al importante cargo de prefecto del pretorio, es decir, de responsable de la seguridad del princeps y del mantenimiento de la ley y el orden en toda Italia. Sin duda, sus dotes debían de ser estimables, y la confianza de Tiberio en su capacidad, tan ciega que se dejó convencer para la concentración de las cohortes pretorianas, creadas por Augusto y dispersas, en parte, fuera de Roma, en un acuartelamiento dentro de la Urbe, los castra praetoria. Con ello, se hacía de su comandante uno de los factores de poder más decisivos e imprevisibles del principado. No es inverosímil que este poder, refrendado por continuas manifestaciones de deferencia del emperador con su favorito, hicieran crecer en la mente de Sejano planes fantásticos que, aun en toda su locura, fueron emprendidos con sistemática frialdad y determinación con la meta final del trono.

 

Los planes de Sejano y su ejecución encuentran una fácil explicación en la siempre débil edificación de la cuestión sucesoria, que ya antes había procurado difíciles problemas a Augusto. Una vez muerto Germánico, hijo adoptivo y presumible heredero de Tiberio por voluntad de Augusto, Druso, el propio hijo del princeps, era el más cualificado aspirante al trono. Pero el destino inferiría un fatal golpe a Tiberio cuando Druso, tras haber recibido la potestad tribunicia, murió inesperadamente el año 22 d. C. Sólo ocho años más tarde, se supo que Druso había muerto envenenado por su mujer, con la complicidad de Sejano. Si bien Druso había dejado como descendencia dos gemelos, de los que sólo sobrevivió uno, Tiberio Gemelo, su corta edad obligó al emperador, en bien de la razón de estado, a volverse hacia los hijos de Germánico, por más que conociera los sentimientos de animadversión de Agripina, recomendando por ello a los dos mayores, Nerón y Druso, ante el Senado. Las circunstancias no parecían tan desfavorables a los planes de Sejano si lograba desembarazarse de los hijos de Agripina, siempre sospechosos a los ojos de un emperador desconfiado, y fortificar su posición personal con su inclusión en la familia imperial. El propio Tiberio había manifestado su complacencia en dar por esposo a un miembro de su familia —el hijo del luego emperador Claudio, sobrino de Tiberio— a la hija de Sejano, y el prefecto creyó lograr para él mismo la mano de Livila, la viuda de Druso, el hijo de Tiberio, a la que había convertido en su amante. Pero la meta más inmediata consistía en profundizar al máximo el abismo entre el emperador y Agripina y su círculo. Para ello, el omnipotente prefecto contaba con un arma de imprevisibles posibilidades, la ley de maiestate y una tupida red de delatores o informadores, susceptible de ser puesta en movimiento para sus propósitos. Y, así, mientras involucraba en procesos de alta traición a los principales sostenedores del partido de Agripina, provocaba los ánimos de sus hijos, Nerón y Druso, para lanzarlos a actos irreparables que los pusieran en evidencia ante el emperador.


El poder de Sejano comenzó a aumentar sensiblemente desde el año 24. Fue a partir de ese año cuando la demoníaca influencia del valido se volcó en lograr la perdición de los más notorios partidarios de Germánico y Agripina. Precedentemente habían tenido lugar algunos procesos de lesa majestad, en los que Tiberio, en su papel de primus inter pares e impulsado por su interés por las cuestiones jurídicas, había intervenido, las más de las veces de forma desafortunada. El princeps protestaba de su actitud de no injerencia una vez iniciado el proceso judicial, pero, de hecho, prodigaba estas intervenciones, que, aunque en muchas ocasiones sólo buscaban un mayor esclarecimiento de la verdad, resultaban arbitrarias al Senado. También ocurría que, una vez cerrado y sentenciado el caso, concediese el perdón a los acusados. Ello sólo podía redundar en una falta de entendimiento creciente entre princeps y Senado, perjudicial para unas relaciones mutuas fluidas. En todo caso, durante los primeros años de su reinado, no puede dudarse de la rectitud de intenciones de Tiberio y una inclinación en los veredictos más del lado de la clemencia que de la crueldad, incluso en los procesos de lesa majestad. Pero, poco a poco, el emperador fue desinteresándose de la actividad judicial del Senado, y con ello abrió la puerta a la nefasta influencia de su prefecto del pretorio.


El primer y vergonzoso ejemplo de esta nueva línea procesal trazada por Sejano fue el juicio contra un respetable senador, Cayo Silio. Como comandante en jefe del ejército de Germanía Superior, Silio había colaborado lealmente con Germánico y había ganado incluso los ornamenta triumphalia. Su mujer, Sosia Gala, era también amiga de Agripina desde la época en que Germánico mandaba los ejércitos del Rin. Sejano utilizó los oficios de uno de sus incondicionales para acusar a Silio de extorsionar a los provinciales durante su gobierno de la Galia y de haber sido cómplice de julio Sacrovir, uno de los cabecillas de la revuelta que prendió en la provincia el año 21 d.C. Como antes hiciera Pisón, y para sustraerse a la segura condena, Silio se dio muerte. No obstante, su memoria fue condenada a la infamia, sus bienes confiscados y su esposa conducida al exilio. A partir de esta condena, iban a sucederse sin interrupción proceso tras proceso, en una cadena interminable, de cuyo relato el propio Tácito pide disculpas a sus lectores:


"No ignoro que la mayor parte de los sucesos que he referido y he de referir pueden parecer insignificantes y poco dignos de memoria; pero es que nadie debe comparar nuestros Anales con la obra de quienes relataron la antigua historia del pueblo romano… Mi tarea es angosta y sin gloria, porque la paz se mantuvo inalterada o conoció leves perturbaciones, la vida política de la Ciudad languidecía y el príncipe no tenía interés en dilatar el imperio".


La acumulación de procesos a partir de esta fecha —Lucio Calpurnio Pisón,Vibio Sereno, Cecilio Cornuto, Publio Suilio, Fonteyo Capitón, Claudia Pulcra, y tantos otros—, tras los que podían adivinarse los manejos de Sejano, era sólo uno de los aspectos de la sorda lucha por el poder a la que el poderoso prefecto iba a dedicar todas sus energías, al margen de cualquier escrúpulo o freno, por sagrado que fuera. Pero, al tiempo que iba haciendo desaparecer a los personajes que podían estorbarle en sus ambiciosos propósitos, Sejano trataba de arrancar de Tiberio su conformidad para el matrimonio con su amante, Livila, una jugada maestra de la que esperaba conseguir pingües beneficios: un fortalecimiento frente a su rival, Agripina, su propia inclusión en la familia imperial y el control del hijo de Livila, Tiberio Gemelo. Si Tiberio pudo sospechar las intenciones de su valido no es seguro; en todo caso, su respuesta fue negativa, aunque adobada con amables palabras.


Es evidente que, para Sejano, la cercanía del princeps resultaba un engorro en sus retorcidos planes. Y vino en su ayuda el propio carácter de Tiberio, cuya reacción más inmediata ante la perplejidad producida en su interior por circunstancias adversas había sido siempre replegarse sobre sí mismo, aislándose del mundo exterior. Razones no le faltaban. Había fracasado en su política de consenso con el Senado: si había creído poder ser el princeps de una cámara de respetables representantes de la aristocracia, se encontraba de hecho con un colectivo rastrero y servil, al que sólo cabía despreciar. El emperador, ya de sesenta y siete años, se hallaba hastiado de un entorno que repelía sus inclinaciones de misántropo. Además de amargado por la reciente pérdida de su único hijo, Druso, en su círculo íntimo se veía obligado a soportar la constante presencia de cuatro viudas: su madre y las esposas del hermano, del hijo y del sobrino, Livia, Antonia, Livila y Agripina. A excepción de Antonia, con quien mejor se entendía, las otras tres mujeres, ávidas de poder, amenazaban con convertir en un infierno el palacio imperial, con sus rencillas e intrigas en perpetua emulación. Eran razones más que suficientes para escapar del asfixiante entorno, a las que Tácito añade un buen puñado más: el deseo de quietud; la posibilidad de protegerse mejor de conjuras contra su vida; la creciente intromisión de la madre, a la que quería evitar sin ofenderla; la esperanza de que, en su ausencia, Agripina cediese en su odio, e incluso el deseo de esconder a los demás su rostro, desfigurado por erupciones herpéticas. Así fue madurando en el ya viejo Tiberio el proyecto de retirarse a la isla de Capri para tratar de obtener la paz interior. El retiro lo hacía aún más fácil la plena confianza de Tiberio en Sejano, al que convertía en su brazo ejecutor en Roma. Naturalmente, ello significaba para el valido acceder al control de todos los actos de gobierno del princeps, cuya voluntad podía manipular a través de sus exclusivas —y naturalmente interesadas y sesgadas, cuando no falsas— informaciones.


No es fácil, a pesar de todo, explicar la ceguera de Tiberio —una personalidad recelosa y suspicaz por naturaleza— por Sejano, si no se considera el absoluto convencimiento del princeps de su fidelidad, tanto más apreciada por quien, como él, siempre había adolecido de dificultades en la comunicación con los demás, y a quien el ejercicio del poder, especialmente en el entorno del Senado, había hecho especialmente sensible a las adulaciones y al feroz afán de emulación de su entorno. Recientemente, un accidente había venido a reforzar en Tiberio esta opinión. En un viaje por Campana, mientras comía dentro de una gruta natural, la cueva de Sperlonga, cerca de Nápoles, en compañía de un grupo de invitados, un desprendimiento de tierra hizo caer una lluvia de piedras sobre los comensales, que huyeron despavoridos. Sejano se abalanzó para proteger con su cuerpo el del emperador, salvándole la vida.


En consecuencia, con un exiguo acompañamiento de amigos —filósofos y hombres de letras griegos y un jurista, Marco Coceyo Nerva, el abuelo del futuro emperador—, Tiberio se retiró a la isla de Capri en el año 27 d.C. para buscar la paz en la soledad. Si bien el retiro no significó el abandono de sus deberes de gobierno, el alejamiento voluntario de Roma, que debía ser definitivo, dio pábulo a todos los rumores y desmoronó todavía más la ya escasa popularidad del emperador. El retiro significó también un alejamiento del organismo con el que el princeps había proclamado su voluntad de compartir las tareas de gobierno, el Senado, obligado a comunicarse con él a través de mensajes escritos, cuyos imprevisibles contenidos sólo podían crear una atmósfera de perpetua incertidumbre y de humillante dependencia ante la caprichosa voluntad de un déspota inaccesible, mientras su favorito desplegaba su influencia sin limitaciones en la capital. La muerte en el año 29 d.C. de la anciana Livia, cuya influencia en el Estado como esposa de Augusto y madre de su sucesor, Tiberio, con todos sus problemas y puntos oscuros, había significado un factor de estabilidad política, eliminaba otro elemento más de los que podían oponerse a los planes de Sejano.


El ambicioso prefecto podía concentrar ahora su energía en la perdición de la casa de Germánico. La imprudente e irascible Agripina le iba a proporcionar razones suficientes para acabar con ella. Un año antes de la marcha de Tiberio había tenido lugar un proceso por adulterio y prácticas mágicas de Claudia Pulcra, una prima de Agripina. La airada dama lo consideró como una persecución directa contra su persona y se desahogó en improperios contra Tiberio. El refinamiento de las perversas artes de Sejano en su propósito de deteriorar al máximo las relaciones entre Tiberio y Agripina queda patente en esta anécdota transmitida por Tácito:


"Por lo demás, Sejano aprovechó el dolor y la imprudencia de Agripina para golpearla más profundamente, enviándole a quienes, con apariencia de ser sus amigos, la advirtieron de que se pretendía envenenarla y que debía evitar la mesa de su suegro. Ella, que no sabía fingir, estando un día sentada a su lado, se mantuvo rígida en su expresión y modo de hablar y no tocó ah mento alguno, hasta que se dio cuenta Tiberio, casualmente o tal vez porque ya había oído algo al respecto; para probarla más a fondo ofreció a su nuera, alabándolas, unas frutas que se acababan de servir. Con esto crecieron las sospechas de Agripina, y sin llevárselas a la boca se las pasó a los esclavos. Sin embargo, Tiberio no le dijo nada a la cara, sino que volviéndose hacia su madre le advirtió que no era para extrañarse si tomaba medidas algo severas con la que lo acusaba de envenenamiento. De ahí surgió el rumor de que se proponía perderla, y que el emperador, no atreviéndose a hacerlo abiertamente, buscaba el secreto para llevarlo a término".


El eslabón más débil de la cadena parecía Nerón César. Sejano le rodeó de espías y de falsos amigos que le exhortaban a verter públicamente sus opiniones negativas sobre Tiberio para, a continuación, comunicárselas al princeps. Una cadena de transmisión que partía de la mujer de Nerón, Julia —hija de Druso y, por tanto, nieta de Tiberio—, hasta su madre, Livila, alcanzaba de inmediato a Sejano, que, por otra parte, trataba de dividir a la odiada familia, vertiendo infundios y sembrando la discordia y los celos entre Nerón y su hermano, Druso César, también utilizado por el prefecto, en su artero papel de amigo y consejero de la casa de Germánico, para espiar al primogénito de éste.


 En el año 28 d.C. le tocó el turno, en un nuevo ataque indirecto, al caballero Ticio Sabino, contra el que Sejano consiguió que fuera el propio Tiberio quien le inculpara por un delito de conspiración contra su persona en beneficio de Nerón. Los detalles de la preparación, en la que intervinieron cuatro senadores, que urdieron una trampa al procesado para impulsarle a hablar, son dignos de una trama novelesca. Los cuatro personajes aspiraban al consulado, y para lograrlo no tuvieron escrúpulos en dejarse utilizar por Sejano. Uno de ellos, Latino Laciar, que pasaba por amigo de Sabino, preparó el terreno provocando conversaciones en las que vertía acusaciones contra Sejano e insultos contra Tiberio, que animaron a Sabino, incautamente, a condescender con su interlocutor en las opiniones expresadas contra los dos personajes. Y cuenta Tácito:

 

"Deliberaron los que ya nombré sobre el modo en que tales declaraciones podrían hacerse audibles a varios. Pues al lugar en que se reunían había que conservarle la apariencia de soledad, y si se colocaban detrás de las puertas había posibilidad de temores, miradas, ruidos o de sospechas fortuitas. Así que los tres senadores se metieron entre el techo y el artesonado, escondrijo no menos torpe que detestable era su fraude, aplicando sus orejas a los agujeros y rendijas. Entre tanto Laciar encontró en lugar público a Sabino, y con el pretexto de contarle algo que acababa de saber, se lo llevó a su casa y a su dormitorio, y le habló del pasado y del presente, de los que tenía materia sobrada, acumulando sobre él nuevos terrores para el futuro. Lo mismo hizo Sabino y durante más tiempo, porque las amarguras, una vez que salen fuera, dificilmente se callan. Entonces se apresuraron a acusarlo y escribiendo al César le contaron el desarrollo del fraude y su propio deshonor".

 

Sabino, tras el juicio, fue ejecutado. Y concluye Tácito:

"Los ciudadanos estaban más ansiosos y llenos de temor que nunca, protegiéndose incluso de sus allegados; se evitaban los encuentros y conversaciones, los oídos conocidos y los desconocidos; incluso se miraba angustiado a las cosas mudas e inanimadas, a los techos y a las paredes".

 

El caso es también un ejemplo ilustrativo del desolador panorama en que se debatía el colectivo senatorial. A lo largo de la república, el canon de virtud de la aristocracia había sido el servicio al Estado a través del cumplimiento de las correspondientes magistraturas y encargos públicos. Ello había favorecido rivalidades internas entre sus miembros en una lucha competitiva, guiada por un espíritu de emulación. Ahora era el emperador el dispensador de magistraturas y cargos y, en consecuencia, la competencia horizontal cambió su dirección, de abajo arriba, con el objetivo de lograr el favor imperial. Así fue difundiéndose un nuevo comportamiento aristocrático, en el que, para obtener tal favor, no se dudaba en recurrir a comportamientos odiosos y rastreros, basados en la adulación, el servilismo, la intriga y las denuncias recíprocas. De este modo, las inculpaciones en el ámbito de ofensas al emperador, tipificado en las leyes de maiestate, podían convertirse para el denunciante en un medio de promoción, para atraer la atención del princeps y hacerse acreedor del favor imperial por supuestos servicios prestados en pro de su seguridad. Era también un medio de poder eliminar a un rival peligroso y, no en último lugar, una fuente de recursos, puesto que, de prosperar la condena, el denunciante recibía como recompensa una parte del patrimonio del condenado. No puede extrañar que hubiera senadores, en especial los recientemente aceptados en el estamento, que, para promocionar sus carreras, recurrieran a estos odiosos métodos, eligiendo como víctimas, como es lógico, a miembros de las viejas familias, a las que envidiaban por prestigio y patrimonio. La consecuencia que podía esperarse de este comportamiento sólo podía ser un proceso de autodestrucción, en el que, como en tantas ocasiones, la eliminación de la mejor sustancia se compensaba con el aumento de arribistas, faltos de escrúpulos, que conducían al colectivo a una progresiva degradación.


La muerte de Livia, la madre del emperador, en el año 29, significó para Sejano la desaparición de otro impedimento más en su obsesivo propósito de destrucción de Agripina y su prole. Ya no eran necesarios los ataques indirectos. El siniestro valido arrancó del viejo Tiberio una carta, dirigida al Senado, en la que acusaba de forma genérica a Agripina de comportamiento arrogante y rebelde y a su hijo Nerón «de amores con muchachos y de falta de pudor». El Senado, perplejo, evitó pronunciarse abiertamente, porque, aunque la carta contenía términos violentos, estaba redactada con la característica ambigüedad de su autor. Fue el clamor popular el que resolvió el callejón sin salida:


Al mismo tiempo, el pueblo, llevando imágenes de Agripina y de Nerón, rodea la Curia y con augurios prósperos para el César grita que la carta es falsa y que contra la voluntad del príncipe se pretende acabar con su casa.

 

Sejano, viendo que la presa se escapaba, actuó de forma todavía más expeditiva, volviendo contra las víctimas la protección popular de la que habían sido objeto.


De ahí sacó Sejano una ira más violenta y ocasión para inculpaciones: se había despreciado por el Senado el dolor del príncipe, el pueblo se había dado a la sedición, ya se escuchaban y se leían arengas revolucionarias y decretos del senado revolucionarios; ¿qué quedaba —decía— sino que tomaran las armas y eligieran jefes y generales a aquellos cuyas imágenes habían seguido como estandartes?


Tiberio, en consecuencia, repitió, ahora explícitamente, la acusación —en este punto se interrumpe el relato de Tácito, del que se ha perdido el resto del libro V, donde se narran estos hechos— y el Senado declaró a Agripina y Nerón enemigos públicos.Agripina fue desterrada a la isla de Pandataria; Nerón, a la de Ponza, donde terminaría suicidándose en el año 31 d.C. Tampoco Druso, el segundo hijo de Agripina, pudo escapar a las redes de Sejano y, acusado de complot, fue retenido prisionero en los sótanos del palacio imperial.


Sejano había logrado sus propósitos: eliminados los que consideraba sus más peligrosos rivales, el mando de las cohortes pretorianas le daba prácticamente el dominio de la Ciudad y la ilimitada confianza que Tiberio le profesaba le permitía manipular cualquier información que llegara a sus oídos para volverla de acuerdo con sus propios intereses. El propio Tiberio había autorizado para su prefecto del pretorio honores extraordinarios —la celebración pública de su natalicio, la veneración de estatuas de oro con sus rasgos—, pero la culminación pareció llegar cuando el princeps anunció que investiría, con él como colega, el consulado del año 31, con la promesa de autorizar su matrimonio con Livila, la viuda de Druso, y de conferirle la potestad tribunicia, lo que equivalia a una especie de corregencia. Y fue entonces cuando llegó, de improviso y terrible, la caída.


Desgraciadamente, la pérdida de los pasajes correspondientes de la narración de Tácito no permiten establecer la sucesión cronológica de una serie de acontecimientos que iban a intervenir en esta caída. Uno de ellos fue la muerte de Nerón César, precipitada por el siniestro Sejano. Si, aún no satisfecho con las desgracias que ya había acarreado a la casa de Germánico, pretendía todavía eliminar a Cayo, el último de los varones que había escapado a su persecución, su plan iba a fallar. Al parecer, por consejo de su abuela Antonia, la madre de Claudio y Germánico, con quien vivía, Tiberio le llamó a su lado —para protegerlo de Sejano, contra el que ya se encontraba advertido, o, simplemente, para intentar un acercamiento a su resobrino—, y allí celebró con él la ceremonia de imposición de la toga virilis, que, según la costumbre romana, señalaba el paso a la edad adulta. Si las advertencias de Antonia habían hecho mella en el ánimo de Tiberio no lo sabemos, pero en la correspondencia con el Senado se echaba de ver una velada animadversión contra el valido, en la conocida línea de hacer imposible para los lectores adivinar sus verdaderos sentimientos.


De acuerdo con lo prometido, Tiberio y Sejano iniciaron el año 31 como cónsules, pero en mayo Tiberio renunció a la magistratura en favor de un suffectus o suplente —un medio para que, al menos durante cierto tiempo del año, otros senadores pudieran verse honrados con la máxima magistratura—, lo que obligó a Sejano a dimitir también. Con frío cálculo, el princeps fue preparando la trampa, mientras tomaba medidas contra cualquier contingencia imprevista. Al parecer, no del todo seguro de lograr su propósito, había dispuesto naves en el puerto para, en caso de fracaso y ante la previsible reacción violenta del valido, marchar a pedir refugio entre los ejércitos provinciales, en cuyo caso Druso, encarcelado en los sótanos de palacio, debía ser liberado y presentado ante el pueblo. El plan era compartido por Nevio Sertorio Macrón, nombrado secretamente nuevo prefecto del pretorio, y un grupo de confidentes, y su puesta en escena estuvo en correspondencia con el carácter tortuoso de Tiberio. El 18 de octubre del año 31 d.C. se leyó ante el Senado una larga carta del princeps en la que, tras las confusas fórmulas de su inicio, acusaba abiertamente a Sejano de planear un golpe contra su persona. El prefecto, que esperaba escuchar la recomendación del princeps para la ansiada potestad tribunicia, fue completamente cogido por sorpresa. Ese mismo día era ejecutado, y su cadáver, arrastrado por las calles de Roma, fue arrojado al Tíber. Todos sus hijos corrieron su misma suerte.


El trágico fin del favorito no iba a significar para Tiberio sólo la amargura de un desengaño, sino un terrible impacto para su quebrantado espíritu, cuando la esposa de Sejano, Apicata, de la que se había divorciado, hizo llegar a manos de Tiberio, antes de suicidarse, un documento en el que se descubría que Druso, el hijo del princeps, no había muerto de muerte natural, sino envenenado por su propia esposa, Livila, amante de Sejano e instigada por él. Fue su propia madre, Antonia, la encargada de castigar a la adúltera, a la que dejó morir de hambre.


Como era de esperar, la muerte de Sejano desató en Roma una auténtica caza de brujas contra verdaderos o supuestos colaboradores y amigos del caído en desgracia. Según Tácito, Tiberio…

 

"[…] mandó que todos los que estaban en la cárcel acusados de complicidad con Sejano fueran ejecutados. Podía verse por tierra una inmensa carnicería: personas de ambos sexos, de toda edad, ilustres y desconocidos, dispersos o amontonados. No se permitió a los parientes o amigos acercarse ni llorarlos, y ni siquiera contemplarlos durante mucho tiempo, antes bien se dispuso alrededor una guardia que, atenta al dolor de cada cual, seguía a los cuerpos putrefactos mientras se los arrastraba al Tíber, donde si flotaban o eran arrojados a la orilla no se dejaba a nadie quemarlos ni tocarlos siquiera. La solidaridad de la condición humana había quedado cortada por la fuerza del miedo y cuanto más crecía la saña, tanto más se ahuyentaba la piedad".


El paso de Sejano por el poder dejó un rastro de desolación imposible de remontar: la casa imperial mutilada; una aristocracia envilecida, atenta a humillarse para sustraerse a cualquier sospecha; un princeps golpeado en las fibras más íntimas de su ser, que incapaz de volver a confiarse a nadie, acrecentó sus rasgos de misantropía; en fin, un nuevo prefecto del pretorio, Macrón, todavía más corrupto y sanguinario que su predecesor.



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