Hasta el momento,
Calígula había cumplido su papel a la perfección y la atmósfera exultante de
los primeros meses, transcurridos entre actos, espectáculos y ceremonias,
mantenían aún cubierto el velo de una verdadera gestión de gobierno. A finales
del verano de 37 d.C., Cayo y su tío Claudio, dos meses después de investir el
consulado, depusieron el cargo a favor de los correspondientes suffecti,
los sustitutos que, según la costumbre implantada en el principado, se sucedían
durante el mismo año para permitir a otros miembros de la nobleza disfrutar, al
menos unos meses, del privilegio de la más alta magistratura. Y fue entonces
cuando Cayo fue atacado por una grave enfermedad.
Se ha especulado mucho con la naturaleza de esta enfermedad
y, sobre todo, con la posibilidad de considerarla causa inmediata de la su
puesta locura de Cayo. Las fuentes mencionan síntomas, como continuos
insomnios, ataques de epilepsia y, en general, delicado estado de salud, y la
investigación ha intentado traducirlos a términos patológicos, tanto físicos como
psíquicos. Una teoría —la del doctor Esser— considera que los desórdenes de
Calígula no pueden explicarse desde un punto de vista puramente físico
—encefalitis o hipertiroidismo—, sino desde una patología de tipo
esquizofrénico. Sus síntomas: palidez de piel, insomnio, agitación durante
emociones fuertes, actitudes caprichosas, impulsos contradictorios, relaciones agrias
con el entorno…, indican una alteración psíquica progresiva, que condujo a
Calígula a la psicosis, con estados esquizoides transitorios, aunque sin
evolucionar hasta el estadio final de confusión mental, la esquizofrenia.
La opinión
predominante, no obstante, entre los especialistas que se han ocupado del caso
de Calígula, es considerarlo como un psicópata, de acuerdo con las características
que les son comunes: pérdida de la capacidad de autodeterminación, movimientos violentos
y descoordinados, perversión del principio moral y desconocimiento del orden de
valores sociales, problemas de temperamento, de costumbres y de sentimientos y,
en fin, ausencia de esfuerzos por integrarse socialmente, rasgos todos que se
ajustan al temperamento del emperador.
Pero también existe en la investigación una fuerte
tendencia a poner en duda la ilación entreenfermedad y locura. Hay razones para
dudar del contraste simplista entre unos primeros días llenos de esperanza y un
reinado posterior caracterizado por la tiranía y el despotismo, como consecuencia
de la trágica secuela de una inesperada enfermedad. Esos comienzos son demasiado
idílicos para no ver en ellos la infantil intención de los anecdotistas
antiguos de acumular toda la serie de acciones laudables del princeps al
principio de su reinado para hacer más dramático e inesperado el punto en el
que Cayo, con una transformación de su personalidad, se convierte en un
monstruo de perversión y locura, capaz de cualquier crimen.
Tampoco han faltado
otras explicaciones: los comienzos habrían estado fríamente calculados para confirmar,
tanto entre las clases altas de los senadores y caballeros como en el ejército
y el pueblo, las esperanzas de un principado dorado, de un ideal de gobierno
simbolizado en la memoria de Germánico, o simplemente habrían estado inspirados
en la vaga benevolencia universal de Cayo, producida por el inesperado bie
nestar de hallarse en posesión del poder. Pero, ficción literaria, espíritu de
cálculo o capricho, las fuentes coinciden en un espectacular cambio en la
actitud del princeps, caracterizada desde ahora por la arbitrariedad y
el despotismo, y lo ponen en conexión con esta grave enfermedad, seis meses
después de su acceso al trono, superada con la fatal secuela de una
irrecuperable locura.
La investigación, no obstante, tiende a minimizar las
diferencias entre los periodos anterior y posterior a la enfermedad y a
atribuir los excesos de Cayo no tanto a una perturbación mental como a la
aparición de una especie de exasperación, producida por la concentración de un
poder ilimitado en las manos de un hombre débil, vacío de principios morales y
falto de preparación para el responsable uso de una inmensa autoridad. La
supuesta locura pudo ser sólo el resultado de la intemperancia desatada en un
espíritu intoxicado por el poder y lanzado a la materialización de un completo
absolutismo, cuyas raíces habría que buscar en la tradición familiar y en la atmósfera
de intriga vivida en la niñez y adolescencia. Caligula, acostumbrado desde niño
al calor de la popularidad y el orgullo de una ascendencia privilegiada, hubo
de sufrir en una edad fácilmente influenciable un trágico destino: dos hermanos
sacrificados a la intriga, la madre desterrada y él, entre el temor y el
disimulo, obligado a vivir en el entorno del responsable directo de tanta
desgracia, el odiado Tiberio.
No es improbable que las posibilidades de poder, concentradas
de forma inesperada en manos de un joven inexperto, con una general disposición
de ánimo inestable y débil, le llevaran a actuar con creciente
irresponsabilidad. Las acusaciones que hacen de Cayo un monstruo de diabólica
crueldad en búsqueda de retorcidos placeres, un tirano de tendencias
megalómanas en el que se acumulan atropelladamente crimen sobre crimen, disparate sobre disparate, sin un hilo conductor fuera del
imposible intento de un análisis clínicopatológico, son, sin embargo,
susceptibles de ordenación para hallar un común denominador, una conducta
lógica, que elimine la posibilidad de aceptar la tesis de pura y simple locura,
en el sentido de alteración patológica de su organismo como consecuencia de la
enfermedad.
No se trata de justificar un carácter o desautorizar a unas fuentes
que sólo acumulan anécdotas escandalosas, con todo su fondo de verdad: sin
duda, Cayo ha llevado sobre sus hombros la carga física de una debilidad
hereditaria y de un temperamento neurasténico, agravada por la carga moral de
una adolescencia falta de educación y sobrada de malos ejemplos. Se pretende más
bien superar la anécdota y analizar el gobierno del joven princeps en el
contexto de las coordenadas históricas en las que su reinado se inserta. Quizás
de esta manera, si no puede levantarse el juicio que lo califica de tirano, es posible
al menos hallar una clave que explique tal juicio y, con ello, profundizar en
los problemas del régimen del principado.
Y se podría empezar por analizar su propia vida privada, es
decir, su idiosincrasia personal y sus intereses, en cuanto a gustos y
pasiones. Si dejamos de lado los seis primeros meses de su reinado, la imagen
que nos ofrecen las fuentes a continuación es la de un joven inclinado hacia lo
exótico e indignante, hacia la desmesura y el desafio de lo imposible, que no
duda en ofender a quienes se oponen a sus excesos, con una marcada falta de sensibilidad.
Lo muestra, en primer lugar, su forma de vestir. Según Suetonio:
Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano,
de ciudadano, ni siquiera de hombre. A menudo se le vio en público con
brazalete y manto corto, guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras
preciosas; se le vio otras veces con sedas y túnica con mangas. Por calzado
usaba unas veces sandalias o coturnos [el calzado con alzas utilizado por los
actores], y otras, bota militar; algunas veces calzaba zueco de mujer. Se
presentaba con frecuencia con barba de oro, blandiendo en la mano un rayo, un
tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía
también de Venus… Llevó asiduamente los ornamentos triunfales, y no era raro
verle con la coraza de Alejandro Magno, que había mandando sacar del sepulcro
del príncipe.
También en sus gustos y entretenimientos Calígula buscaba
lo nuevo, lo diferente. Lo cuenta, de nuevo, Suetonio:
En sus despilfarros superó la extravagancia de los más pródigos.
Ideó una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos;
se lavaba con esencias unas veces calientes y otras frías, tragaba perlas de
crecido valor disueltas en vinagre; hacía servir a sus invitados panes y
manjares condimentados con oro, diciendo que «era necesario ser económico o
César»… Hizo construir liburnas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y
con la popa guarnecida de piedras preciosas… Para la edificación de sus
palacios y casas de campo no tenía en cuenta ninguna de las reglas, y nada
ambicionaba tanto como ejecutar lo que consideraba irrealizable; construía
diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba
llanuras a la altura de las montañas y rebajaba los montes a nivel de los
llanos; hacía todo esto con increíble rapidez y castigando la lentitud con pena
de muerte. Para decirlo de una vez, en menos de un año disipó los inmensos
tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de
sestercios.
En cuanto a sus pasatiempos personales, le gustaba jugar a
los dados y la buena mesa, pero sobre todo, le caracterizaba una desmedida
pasión sexual. El abanico de sus excesos no puede ser más amplio: incesto,
rapto, estupro, violación, bisexualidad… Incluso en sus matrimonios —cuatro a
lo largo de su corta vida—, «es díficil decidir —como escribe Suetonio— si fue
más desvergonzado a la hora de contraerlos, romperlos o mantenerlos». Pero,
además de esta ajetreada vida conyugal, Cayo gustaba de las relaciones con
prostitutas —la más famosa, Piralis—, o buscaba sus aventuras entre mujeres de
noble cuna, a las que violaba cínicamente casi a la vista de sus maridos, sin
pasar por alto sus inclinaciones homosexuales. Éste es el perfil que nos ofrece
Suetonio:
Nunca se cuidó de su pudor ni del ajeno; y se cree que amó
con amor infame a Marco Lépido, al mimo Mnéster y a algunos rehenes. Valerio
Catulo, hijo de un consular, le censuró públicamente haber abusado de su
juventud hasta lastimarle los costados. Aparte de sus incestos y de su conocida
pasión por la prostituta Piralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más
frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, las hacía pasar y
volver a pasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un
mercader de esclavas y, si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba
él con la mano. Llevaba luego a la que le gustaba más a una habitación
inmediata y, volviendo después a la sala del festín con las recientes señales
del deleite, elogiaba o criticaba en voz alta su belleza o sus defectos, y
hacía público hasta el número de actos.
Una de las pasiones de Calígula eran los espectáculos,
tanto escénicos como circenses. En cuanto a los primeros, los ludi scacnici,
Tiberio había expulsado de la ciudad a un buen número de actores, bajo el
pretexto de que constituían una amenaza para el orden público. Calígula los hizo
regresar y gustaba de su compañía. Conocemos dos de sus favoritos, el actor de
teatro Apeles y el mimo Mnéster, el primero, asiduo compañero; el segundo, su
amante. Su afición no se limitaba a la de simple espectador; él mismo gustaba
de disfrazarse con vestiduras de escena y exhibir sus habilidades en el canto y
la danza. La devoción con la que se entregaba a tales espectáculos, lindante
con el absurdo, la retrata una anécdota: en una ocasión, hizo llamar a palacio
a medianoche a un grupo de senadores, que acudieron sobrecogidos de terror, y,
tras acomodarlos en su teatro privado, apareció de improviso en escena vestido
de actor para bailar ante ellos al son de la música.
Pero más que el teatro le atraían los juegos de circo, ludi
circenses, y, de ellos, las carreras de caballos y de carros, uno de los
espectáculos preferidos por los romanos, que asistían a presenciarlos con
auténtica pasión, animando con sus gritos a los jinetes y aurigas de las diferentes
cuadras, distinguidos por sus colores: rojo, blanco, verde y azul. En Calígula
esta afición era una auténtica obsesión, como espectador y como propietario de
una cuadra, en cuyo mantenimiento derrochó enormes sumas. Como espectador,
prefería a los Verdes, y se dice que llegó a envenenar caballos y aurigas de
las facciones rivales para hacer ganar a sus favoritos. Y como propietario de
una de las cuadras de los Verdes, es suficientemente conocido su fervor por el
caballo Incitatus, a quien, según Suetonio…
[…] lo quería tanto que la víspera de las carreras del
circo mandaba a sus soldados a imponer silencio en la vecindad, para que nadie
turbase el descanso del animal. Hizo construir una caballeriza de mármol, un
pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; le dio casa
completa, con esclavos, muebles y todo lo necesario para que aquellos a quienes
en su nombre invitaba a comer con él recibiesen magnífico trato, y hasta se
dice que le destinaba para el consulado.
A finales de su reinado, todavía vigilaba con atención los
trabajos de construcción de un grandioso hipódromo, el Gaianum, en la colina
del Vaticano, para cuyo embellecimiento había hecho trasladar de Egipto un
gigantesco obelisco, que todavía hoy se yergue casi intacto en el centro de la
plaza de San Pedro.
No obstante, en el aprecio popular, los ludi gladiatorii,
los combates de gladiadores, que tenían lugar en el anfiteatro, ocupaban, con
mucho, el primer puesto. Surgidos como parte de las honras fúnebres dedicadas a
distinguidos personajes, hacía tiempo que habían perdido su sentido religioso y
se habían convertido en espectáculo de masas. Ello exigió convertir a los
gladiadores, generalmente esclavos, en profesionales, con la proliferación de
escuelas, en las que se les entrenaba en el uso de diferentes armas, de las que
recibían nombres específicos.
Generalmente se buscaba el enfrentamiento entre
gladiadores armados de modo diferente. Sabemos que Calígula, también un
fervoroso amante de estos espectáculos, prefería a los parmulariii, los gladiadores
«armados a la tracia», con espada corta curva y un pequeño escudo redondo,
parma, en la misma medida que rechazaba a sus oponentes, los myrmillones,
provistos de vendas de protección en el brazo que blandía la espada y de un
largo escudo rectangular. Como en el teatro, no desdeñaba participar en los
combates, naturalmente sin riesgos, obligando a distinguidos personajes al
dudoso honor de combatir con él.
Carreras y combates no sólo eran para Cayo pasatiempo,
pasión u obsesión. El populismo, que desde los comienzos de su reinado había
convertido en programa de gobierno, exigía estas muestras de atención hacia la
plebe parasitaria de Roma y, por ello, no es de extrañar que se multiplicaran
las celebraciones que incluían este tipo de espectáculos.
Pero Cayo también cultivaba aficiones más exquisitas. Desde
la niñez había mostrado una estimable capacidad oratoria, que pudo exhibir en
los funerales de Livia y, luego, de su antecesor, Tiberio. Y el trato frecuente
con los literatos, oradores y filósofos que acompañaban a Tiberio en Capri le
fomentó el gusto si no por el estudio y la erudición, al menos por el
conocimiento de las letras griegas y latinas, idiomas ambos en los que podía
expresarse correctamente, pero, sobre todo, por las discusiones literarias, en
las que se permitía, con la arrogancia precipitada de la juventud, expresar
opiniones para algunos escandalosas, en su desprecio por autores consagrados
como Livio o Virgilio. El propio Séneca hubo de sufrir sus críticas y el
orgulloso cordobés no las olvidó, como muestran sus denigratorias opiniones
sobre el emperador. Aunque, si hubiera que destacar una cualidad de Cayo,
sería, sin duda, su negro y, a veces, perverso sentido del humor, no exento de
cinismo, desarrollado desde la desfachatez de su privilegiada posición, y, en
gran medida, no entendido por sus contemporáneos, que tomaron al pie de la
letra opiniones o gestos cuya intención no iba más allá de humillar o de
ridiculizar a un entorno que, en su afán de agradar al poder, se degradaba. Por
lo demás, en sus gustos y aficiones, Calígula, con su mezcla de vulgaridad e
inclinaciones intelectuales, no dejaba de ser en gran medida convencional y semejante
a la mayoría de sus contemporáneos, a los que si sobrepasaba era sólo como
consecuencia de las ilimitadas posibilidades que le ofrecía su posición de
poder.
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