sábado, 3 de septiembre de 2016

LA LOCURA DE CALÍGULA


 

Hasta el momento, Calígula había cumplido su papel a la perfección y la atmósfera exultante de los primeros meses, transcurridos entre actos, espectáculos y ceremonias, mantenían aún cubierto el velo de una verdadera gestión de gobierno. A finales del verano de 37 d.C., Cayo y su tío Claudio, dos meses después de investir el consulado, depusieron el cargo a favor de los correspondientes suffecti, los sustitutos que, según la costumbre implantada en el principado, se sucedían durante el mismo año para permitir a otros miembros de la nobleza disfrutar, al menos unos meses, del privilegio de la más alta magistratura. Y fue entonces cuando Cayo fue atacado por una grave enfermedad.

 

Se ha especulado mucho con la naturaleza de esta enfermedad y, sobre todo, con la posibilidad de considerarla causa inmediata de la su puesta locura de Cayo. Las fuentes mencionan síntomas, como continuos insomnios, ataques de epilepsia y, en general, delicado estado de salud, y la investigación ha intentado traducirlos a términos patológicos, tanto físicos como psíquicos. Una teoría —la del doctor Esser— considera que los desórdenes de Calígula no pueden explicarse desde un punto de vista puramente físico —encefalitis o hipertiroidismo—, sino desde una patología de tipo esquizofrénico. Sus síntomas: palidez de piel, insomnio, agitación durante emociones fuertes, actitudes caprichosas, impulsos contradictorios, relaciones agrias con el entorno…, indican una alteración psíquica progresiva, que condujo a Calígula a la psicosis, con estados esquizoides transitorios, aunque sin evolucionar hasta el estadio final de confusión mental, la esquizofrenia. 


La opinión predominante, no obstante, entre los especialistas que se han ocupado del caso de Calígula, es considerarlo como un psicópata, de acuerdo con las características que les son comunes: pérdida de la capacidad de autodeterminación, movimientos violentos y descoordinados, perversión del principio moral y desconocimiento del orden de valores sociales, problemas de temperamento, de costumbres y de sentimientos y, en fin, ausencia de esfuerzos por integrarse socialmente, rasgos todos que se ajustan al temperamento del emperador.

 

Pero también existe en la investigación una fuerte tendencia a poner en duda la ilación entreenfermedad y locura. Hay razones para dudar del contraste simplista entre unos primeros días llenos de esperanza y un reinado posterior caracterizado por la tiranía y el despotismo, como consecuencia de la trágica secuela de una inesperada enfermedad. Esos comienzos son demasiado idílicos para no ver en ellos la infantil intención de los anecdotistas antiguos de acumular toda la serie de acciones laudables del princeps al principio de su reinado para hacer más dramático e inesperado el punto en el que Cayo, con una transformación de su personalidad, se convierte en un monstruo de perversión y locura, capaz de cualquier crimen. 


Tampoco han faltado otras explicaciones: los comienzos habrían estado fríamente calculados para confirmar, tanto entre las clases altas de los senadores y caballeros como en el ejército y el pueblo, las esperanzas de un principado dorado, de un ideal de gobierno simbolizado en la memoria de Germánico, o simplemente habrían estado inspirados en la vaga benevolencia universal de Cayo, producida por el inesperado bie nestar de hallarse en posesión del poder. Pero, ficción literaria, espíritu de cálculo o capricho, las fuentes coinciden en un espectacular cambio en la actitud del princeps, caracterizada desde ahora por la arbitrariedad y el despotismo, y lo ponen en conexión con esta grave enfermedad, seis meses después de su acceso al trono, superada con la fatal secuela de una irrecuperable locura.

 

La investigación, no obstante, tiende a minimizar las diferencias entre los periodos anterior y posterior a la enfermedad y a atribuir los excesos de Cayo no tanto a una perturbación mental como a la aparición de una especie de exasperación, producida por la concentración de un poder ilimitado en las manos de un hombre débil, vacío de principios morales y falto de preparación para el responsable uso de una inmensa autoridad. La supuesta locura pudo ser sólo el resultado de la intemperancia desatada en un espíritu intoxicado por el poder y lanzado a la materialización de un completo absolutismo, cuyas raíces habría que buscar en la tradición familiar y en la atmósfera de intriga vivida en la niñez y adolescencia. Caligula, acostumbrado desde niño al calor de la popularidad y el orgullo de una ascendencia privilegiada, hubo de sufrir en una edad fácilmente influenciable un trágico destino: dos hermanos sacrificados a la intriga, la madre desterrada y él, entre el temor y el disimulo, obligado a vivir en el entorno del responsable directo de tanta desgracia, el odiado Tiberio.


 No es improbable que las posibilidades de poder, concentradas de forma inesperada en manos de un joven inexperto, con una general disposición de ánimo inestable y débil, le llevaran a actuar con creciente irresponsabilidad. Las acusaciones que hacen de Cayo un monstruo de diabólica crueldad en búsqueda de retorcidos placeres, un tirano de tendencias megalómanas en el que se acumulan atropelladamente crimen sobre crimen, disparate sobre disparate, sin un hilo conductor fuera del imposible intento de un análisis clínicopatológico, son, sin embargo, susceptibles de ordenación para hallar un común denominador, una conducta lógica, que elimine la posibilidad de aceptar la tesis de pura y simple locura, en el sentido de alteración patológica de su organismo como consecuencia de la enfermedad. 

No se trata de justificar un carácter o desautorizar a unas fuentes que sólo acumulan anécdotas escandalosas, con todo su fondo de verdad: sin duda, Cayo ha llevado sobre sus hombros la carga física de una debilidad hereditaria y de un temperamento neurasténico, agravada por la carga moral de una adolescencia falta de educación y sobrada de malos ejemplos. Se pretende más bien superar la anécdota y analizar el gobierno del joven princeps en el contexto de las coordenadas históricas en las que su reinado se inserta. Quizás de esta manera, si no puede levantarse el juicio que lo califica de tirano, es posible al menos hallar una clave que explique tal juicio y, con ello, profundizar en los problemas del régimen del principado.


Y se podría empezar por analizar su propia vida privada, es decir, su idiosincrasia personal y sus intereses, en cuanto a gustos y pasiones. Si dejamos de lado los seis primeros meses de su reinado, la imagen que nos ofrecen las fuentes a continuación es la de un joven inclinado hacia lo exótico e indignante, hacia la desmesura y el desafio de lo imposible, que no duda en ofender a quienes se oponen a sus excesos, con una marcada falta de sensibilidad. Lo muestra, en primer lugar, su forma de vestir. Según Suetonio:

Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de hombre. A menudo se le vio en público con brazalete y manto corto, guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras preciosas; se le vio otras veces con sedas y túnica con mangas. Por calzado usaba unas veces sandalias o coturnos [el calzado con alzas utilizado por los actores], y otras, bota militar; algunas veces calzaba zueco de mujer. Se presentaba con frecuencia con barba de oro, blandiendo en la mano un rayo, un tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus… Llevó asiduamente los ornamentos triunfales, y no era raro verle con la coraza de Alejandro Magno, que había mandando sacar del sepulcro del príncipe.


También en sus gustos y entretenimientos Calígula buscaba lo nuevo, lo diferente. Lo cuenta, de nuevo, Suetonio:

En sus despilfarros superó la extravagancia de los más pródigos. Ideó una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos; se lavaba con esencias unas veces calientes y otras frías, tragaba perlas de crecido valor disueltas en vinagre; hacía servir a sus invitados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que «era necesario ser económico o César»… Hizo construir liburnas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y con la popa guarnecida de piedras preciosas… Para la edificación de sus palacios y casas de campo no tenía en cuenta ninguna de las reglas, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y rebajaba los montes a nivel de los llanos; hacía todo esto con increíble rapidez y castigando la lentitud con pena de muerte. Para decirlo de una vez, en menos de un año disipó los inmensos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios.

 

En cuanto a sus pasatiempos personales, le gustaba jugar a los dados y la buena mesa, pero sobre todo, le caracterizaba una desmedida pasión sexual. El abanico de sus excesos no puede ser más amplio: incesto, rapto, estupro, violación, bisexualidad… Incluso en sus matrimonios —cuatro a lo largo de su corta vida—, «es díficil decidir —como escribe Suetonio— si fue más desvergonzado a la hora de contraerlos, romperlos o mantenerlos». Pero, además de esta ajetreada vida conyugal, Cayo gustaba de las relaciones con prostitutas —la más famosa, Piralis—, o buscaba sus aventuras entre mujeres de noble cuna, a las que violaba cínicamente casi a la vista de sus maridos, sin pasar por alto sus inclinaciones homosexuales. Éste es el perfil que nos ofrece Suetonio:

Nunca se cuidó de su pudor ni del ajeno; y se cree que amó con amor infame a Marco Lépido, al mimo Mnéster y a algunos rehenes. Valerio Catulo, hijo de un consular, le censuró públicamente haber abusado de su juventud hasta lastimarle los costados. Aparte de sus incestos y de su conocida pasión por la prostituta Piralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, las hacía pasar y volver a pasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un mercader de esclavas y, si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba él con la mano. Llevaba luego a la que le gustaba más a una habitación inmediata y, volviendo después a la sala del festín con las recientes señales del deleite, elogiaba o criticaba en voz alta su belleza o sus defectos, y hacía público hasta el número de actos.


Una de las pasiones de Calígula eran los espectáculos, tanto escénicos como circenses. En cuanto a los primeros, los ludi scacnici, Tiberio había expulsado de la ciudad a un buen número de actores, bajo el pretexto de que constituían una amenaza para el orden público. Calígula los hizo regresar y gustaba de su compañía. Conocemos dos de sus favoritos, el actor de teatro Apeles y el mimo Mnéster, el primero, asiduo compañero; el segundo, su amante. Su afición no se limitaba a la de simple espectador; él mismo gustaba de disfrazarse con vestiduras de escena y exhibir sus habilidades en el canto y la danza. La devoción con la que se entregaba a tales espectáculos, lindante con el absurdo, la retrata una anécdota: en una ocasión, hizo llamar a palacio a medianoche a un grupo de senadores, que acudieron sobrecogidos de terror, y, tras acomodarlos en su teatro privado, apareció de improviso en escena vestido de actor para bailar ante ellos al son de la música.


Pero más que el teatro le atraían los juegos de circo, ludi circenses, y, de ellos, las carreras de caballos y de carros, uno de los espectáculos preferidos por los romanos, que asistían a presenciarlos con auténtica pasión, animando con sus gritos a los jinetes y aurigas de las diferentes cuadras, distinguidos por sus colores: rojo, blanco, verde y azul. En Calígula esta afición era una auténtica obsesión, como espectador y como propietario de una cuadra, en cuyo mantenimiento derrochó enormes sumas. Como espectador, prefería a los Verdes, y se dice que llegó a envenenar caballos y aurigas de las facciones rivales para hacer ganar a sus favoritos. Y como propietario de una de las cuadras de los Verdes, es suficientemente conocido su fervor por el caballo Incitatus, a quien, según Suetonio…

[…] lo quería tanto que la víspera de las carreras del circo mandaba a sus soldados a imponer silencio en la vecindad, para que nadie turbase el descanso del animal. Hizo construir una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; le dio casa completa, con esclavos, muebles y todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba para el consulado.

 

A finales de su reinado, todavía vigilaba con atención los trabajos de construcción de un grandioso hipódromo, el Gaianum, en la colina del Vaticano, para cuyo embellecimiento había hecho trasladar de Egipto un gigantesco obelisco, que todavía hoy se yergue casi intacto en el centro de la plaza de San Pedro.


No obstante, en el aprecio popular, los ludi gladiatorii, los combates de gladiadores, que tenían lugar en el anfiteatro, ocupaban, con mucho, el primer puesto. Surgidos como parte de las honras fúnebres dedicadas a distinguidos personajes, hacía tiempo que habían perdido su sentido religioso y se habían convertido en espectáculo de masas. Ello exigió convertir a los gladiadores, generalmente esclavos, en profesionales, con la proliferación de escuelas, en las que se les entrenaba en el uso de diferentes armas, de las que recibían nombres específicos. 


Generalmente se buscaba el enfrentamiento entre gladiadores armados de modo diferente. Sabemos que Calígula, también un fervoroso amante de estos espectáculos, prefería a los parmulariii, los gladiadores «armados a la tracia», con espada corta curva y un pequeño escudo redondo, parma, en la misma medida que rechazaba a sus oponentes, los myrmillones, provistos de vendas de protección en el brazo que blandía la espada y de un largo escudo rectangular. Como en el teatro, no desdeñaba participar en los combates, naturalmente sin riesgos, obligando a distinguidos personajes al dudoso honor de combatir con él.


Carreras y combates no sólo eran para Cayo pasatiempo, pasión u obsesión. El populismo, que desde los comienzos de su reinado había convertido en programa de gobierno, exigía estas muestras de atención hacia la plebe parasitaria de Roma y, por ello, no es de extrañar que se multiplicaran las celebraciones que incluían este tipo de espectáculos.


Pero Cayo también cultivaba aficiones más exquisitas. Desde la niñez había mostrado una estimable capacidad oratoria, que pudo exhibir en los funerales de Livia y, luego, de su antecesor, Tiberio. Y el trato frecuente con los literatos, oradores y filósofos que acompañaban a Tiberio en Capri le fomentó el gusto si no por el estudio y la erudición, al menos por el conocimiento de las letras griegas y latinas, idiomas ambos en los que podía expresarse correctamente, pero, sobre todo, por las discusiones literarias, en las que se permitía, con la arrogancia precipitada de la juventud, expresar opiniones para algunos escandalosas, en su desprecio por autores consagrados como Livio o Virgilio. El propio Séneca hubo de sufrir sus críticas y el orgulloso cordobés no las olvidó, como muestran sus denigratorias opiniones sobre el emperador. Aunque, si hubiera que destacar una cualidad de Cayo, sería, sin duda, su negro y, a veces, perverso sentido del humor, no exento de cinismo, desarrollado desde la desfachatez de su privilegiada posición, y, en gran medida, no entendido por sus contemporáneos, que tomaron al pie de la letra opiniones o gestos cuya intención no iba más allá de humillar o de ridiculizar a un entorno que, en su afán de agradar al poder, se degradaba. Por lo demás, en sus gustos y aficiones, Calígula, con su mezcla de vulgaridad e inclinaciones intelectuales, no dejaba de ser en gran medida convencional y semejante a la mayoría de sus contemporáneos, a los que si sobrepasaba era sólo como consecuencia de las ilimitadas posibilidades que le ofrecía su posición de poder.


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