sábado, 1 de febrero de 2020

OLIMPÍADAS



Sólo una vez cada cuatro años, aquellos griegos divididos en ciudades-estados en eterna pelea entre ellos, sentíanse hermanados por un vínculo nacional. Y este vínculo lo creaba el deporte con  ocasión  de  los  juegos de Olimpia.

 

«Así como el aire es el mejor de  los  elementos, como el oro es el  más precioso  de  los  tesoros,  como la luz del sol sobrepasa cualquier otra cosa en esplendor y en calor, así también no hay victoria más noble que la de Olimpia», escribía Plutarco, «hincha» impenitente.

 

Como todas las demás ciudades griegas, también Olimpia tenía orígenes fabulosos que  la  vinculaban  con las leyendas aqueas. El primero  que  la  eligió  como terreno de competición fue Saturno, que de joven, decía la mitología, batió allí varios récords, y que de viejo fue  desafiado  precisamente  en  el  mismo lugar por el hijo de Zeus que quería su abdicación, y naturalmente se la dio. Después fue el turno de Apolo, que hizo de Olimpia el ring para sus encuentros de pugilato. Y, por fin, fue también allí donde Pélope ganó, con ayuda de Mirtilo y en menoscabo del fair  play, la carrera de  carros,  la mano de  Hipodamia  y  el trono de Enómaos.

 

El lugar  era  adecuado  para  hacer  de  él  la  sede  de esas grandes reuniones deportivas nacionales: las secas rocas de Acaya le resguardaban  de  los  vientos del Norte y los peñascos del Sur del siroco. Sólo la alcanza, tierna y sazonada de salobre, la brisa marina que otea suavemente el fondo  de  la  llanura.  La  fecha de la fiesta era anunciada por mensajeros sacros, que se desparramaban por toda Grecia sembrando en ella un alegre tumulto. Miles y miles de «hinchas» procedentes de todos los rincones se ponían en marcha a  lo  largo  de  las  siete  carreteras que conducían a Olimpia, la principal de las cuales era la Vía Olímpica, camino arbolado que desde Argos hasta el río Alfeo discurría entre templos, estatuas, tumbas y bancales de flores. Podían encontrarse en  él, del brazo, a diputados de izquierda atenienses y generales espartanos, e incluso grupos de filósofos en paz entre ellos. Pues, además de las masas, allí  se  daba cita toda la alta sociedad helénica  olvidada por algunos días de sus diferencias y conflictos. Las ciudades mandaban pomposas embajadas de personalidades emperifolladas, que se dedicaban a observarse para  ver quién llevaba el uniforme más hermoso, el cinto más fastuoso, los penachos más coloreados. Y había también muchas mujeres como en los concursos hípicos, que, más que a ver,  iban  a  hacerse  ver,  porque de los espectáculos de competiciones estaban excluidas reglamentariamente. Sólo hubo .un caso de transgresión; el de Ferénika  de  Rodas,  la  cual,  por ser hija de un gran campeón de lucha y madre de otro campeón, pasaba por descendiente de Hércules. El ansia maternal la impulsó a disfrazarse de monitor y a colarse en el estadio con un grupo de  atletas, para asistir al match de su hijo. Pero su partidismo la delató. Precipitándose, desgreñada, hacia el ring sobre  el cual su retoño había puesto de espaldas  contra el suelo al adversario, se le cayó el  disfraz  y  fue  reconocida. La ley era formal: la mujer cogida en falta tenía que ser pasada por las armas. Pero en favor de Ferénika, dícese, acudió a testimoniar desde el cielo el mismísimo Hércules, que era campeón del mundo y que la  reconoció  como  de  su  progenie. La  acusada fue absuelta. Mas, para impedir que el caso se repitiese, quedó prescrito que a partir de entonces, todos, atletas y entrenadores, se presentasen desnudos. En el gran estadio, donde había sitio para cuarenta mil espectadores, el programa se iniciaba por la mañana, de amanecida,  con  un  cortejo que  surgía  de uno de los vomitorios. Iban al frente los diez heladónicos, delegados que representaban los diversos Estados. Eran ellos quienes organizaban la fiesta. Envueltos  en  ropajes  de púrpura, daban la vuelta  a  la pista y luego se situaban en la tribuna central, entre  el cuerpo diplomático en pleno y los diputados y forasteros de alto linaje. Hércules  en  persona  había fijado las dimensiones de la pista; doscientos once metros de longitud por treinta y dos de anchura. La primera competición era la más sencilla, pero también la más popular y ambicionada; la carrera de los doscientos once metros. Ensordecedores clamores se levantaban del público. Y una vez que fue ganada por uno de Argos, éste, en vez de pararse en la meta, siguió corriendo hasta su ciudad para  ponerla  al  corriente de su triunfo: casi cien kilómetros y dos montañas cruzadas en el mismo día.

 

Seguía la carrera doble, o sea de cuatrocientos metros, y por fin el dólico o carrera de fondo: catorce kilómetros, como para quedar reventado. Luego se pasaba al atletismo pesado, con los luchadores,  que han sido celebrados por la posteridad, a tenor  de ciertas estatuas, como ejemplos de gracia y esbeltez. De hecho no debió de ser así. La Historia  nos  ha  hecho llegar el nombre de un  campeón,  Milón,  quien, al subir al ring con aire fanfarrón,  lo  primero  que hacía para impresionar al  público  y  a  sus  adversarios era atarse una soga al cuello y apretarla hasta asfixiarse.  Pero  no  se  asfixiaba.  Por  la  presión  de las venas endurecidas con el esfuerzo, lo que saltaba  era la cuerda y los espectadores se quedaban pasmados. Se trataba de hombretones forzudos  y  basta. Otro, Crotón, queriendo arrancar un árbol, se  le  queuna mano enganchada en una hendedura del tronco, y así inmovilizado los lobos le despedazaron. Un tercero, Polidamas, queriendo absurdamente apuntalar una roca que se  desprendía, quedó  aplastado por  ella.

 

Seguía el pugilato, que no debía resolverse con caricias. Un anónimo epigramista apostrofó así a Estratofón, superviviente de un encuentro: «Oh, Estratofón, después de veinte años de ausencia de su casa, Ulises fue reconocido por su perro Argos. Pero tú, después de cuatro horas  de sopapos,  intenta volver  a tu casa y verás qué acogida te hace el perro. Ni siquiera   él   te   reconocerá.»   Homero  habla  claramente de «huesos triturados», y tal vez en sus salvajes tiempos era verdad. Pero también el Luchador de  Dresde,  que es del siglo v, muestra una clase de «vendaje»  como para darle miedo a Joe Louis: cuero reforzado con clavos y láminas de plomo.

 

Las primeras Olimpíadas terminaban aquí. Después, con los años y en  vista  del  éxito,  fueron  prolongadas con las carreras de caballos en el hipódromo. Pausanias, que llegó a verlas, dice que la pista medía setecientos setenta metros y que la había hecho peligrosa Tarasipo, el demonio de los caballos, que acechaba en las vueltas. ¡Ni Xarasipo ni nada!. Era el recorrido lo que la hacía  insegura, como  la  del Palio en Siena. Una vez, de cuarenta jinetes que tomaron la salida, sólo uno llegó a la meta. Pero a los potros ganadores, como a los de Cimón y Feidolas, se les alzaban estatuas.

 

Después de la hípica, se volvía al estadio para el pentathlon, el más complicado y «distinguido» de los juegos. Para ser admitido en  la competición había  que ser ciudadano, pertenecer a la buena sociedad y tener «buena conciencia hacia los  hombres  y  los  dioses». El gran  público  acudía  solamente  por  el   gusto   de «meterse» con los señoritos protagonistas. La prueba era combinada; salto, lanzamiento de disco, jabalina, carrera y lucha. «Todo el cuerpo, todas las fuerzas empeñadas: elegancia y robustez», decía Aristóteles, que era un empedernido «hincha» del pentathlon.

 

Pero el deporte, si bien constituía el pretexto, no agotaba las fiestas de Olimpia.  En  torno  del  estadio se improvisaba una especie de enorme Luna Park con tiro al blanco, sibilas baratas, comedores de fuego, tragadores de sables, mujer-cañón y tenderetes con turrón de almendras. Y para los invitados de  gusto más refinado, había teatros, bailes, rinconcitos reservadísimos con hetairas de primera categoría y pantallas de color de rosa, y  salas  para  conferencias  y para espectáculos de vanguardia. Dado que el período de los festejos caía entre mayo y  junio,  las  noches eran breves y tibias, y las damas podían exhibir sus escotes sin miedo a los resfriados. Mezclados  con ellas, podíamos encontrar a Temístocles y  Anaxágoras, Sócrates y Gorgias, tal vez en la inauguración de alguna  exposición  particular de  pintores  y escultores.

 

Llamaban a Olimpia «la ciudad santa», debido a las fiestas que en  ella  se  celebraban.  Mas  no  todo  lo que se hacía allí en aquella ocasión era santo. Los mismos dioses combinaban buenos negocios con sus oráculos; y, con la excusa de la tregua, los hombres políticos intrigaban y hacían su propaganda. Menandro  resume  aquellas celebraciones  con estas palabras: «Muchedumbre, intrigas, saltimbanquis, juerguistas y ladrones.» Sin embargo, estaban todos tan  convencidos de su importancia  que  el  año  de  su  inauguración   —el   776    antes  de   Jesucristo—   es considerado como la primera fecha cierta y  la  que  señala  el  inicio de la historia griega; Alejandro el Magno considera Olimpia como capital de Grecia y  su  padre Filipo, pese a su  mal  carácter,  pagó  humildemente una fuerte multa porque algunos de sus soldados habían molestado a los peregrinos que se dirigían a los juegos y que por la ley eran considerados como sagrados.


Fue por  culpa  de  la  tregua  de  Olimpia  que el  pobre  Leónidas  quedóse  abandonado,  solo,  con sus Trescientos, en las Termopilas, donde él y los suyos dejaron el pellejo. «Por los dioses —gritó  con acento de admiración un soldado persa a su  general—, ¿qué clase de hombres son esos griegos que, en vez de estar aquí defendiendo  su país están en Olimpia defendiendo tan sólo su honor?».  En  realidad,  si bien oficialmente no había premios y  todos  los  atletas eran considerados como amateurs,  los  vencedores se enriquecían con donativos bajo mano por parte de sus respectivas ciudades; eran nombrados generales por las buenas;  escultores  y  poetas  como  Simónides y Píndaro eran retribuidos por ensalzarlos en  versos, en mármol, en bronce y a veces hasta en oro. Total, también entonces el «divismo» era desenfrenado.

 

Olimpia alcanzó su apogeo en el siglo VI antes de Jesucristo, cuando los escritores empezaron  a  relatar la historia de su país contando los años basándose precisamente en las Olimpíadas,  cada  una  de  las cuales era designada con  el  nombre  del  vencedor  en la competición de carrera sencilla. En 582 fueron inaugurados otros juegos panhelénicos en Delfos, en honor de Apolo y los ístmicos de Corinto en honor de Poseidón. En 576 fueron instituidos también los de  Nemea en honor de Zeus. Y Olimpia  tuvo  que  compartir el monopolio deportivo con aquéllos, formando un «período» cuadrienal. Así como hoy los ciclistas  tienen como máxima aspiración ganar el mismo año el Giro en Italia y el Tour de Francia, así entonces los atletas aspiraban al título de campeón de las cuatro competiciones de la época.

 

Pese a ir  de  consuno  con  la  decadencia  general  y  a dejarse corromper cada vez más por los «sobrecitos» y los «tongos», Olimpia siguió  siendo  la  capital del deporte durante más de mil años, o sea  desde  el 776 antes de Jesucristo al 426 después de  Jesucristo. Fue Teodosio II quien mandó destruir por sus  soldados incluso el edificio del estadio, que se había convertido en garito. Y aunque no quedase ya nada de deportivo en Olimpia, la acción fue considerada sacrílega.

 

Olvidábamos decir una cosa; que entre las varias competiciones que se disputaban en  Grecia,  no  existía el maratón. El cazador  Fedípides  que,  para llevar la noticia de la victoria de Maratón a Atenas corrió veinte millas y dejó  la  piel  en  la  hazaña,  fue  el único campeón del mundo que no  percibió premios, que no fue ensalzado por la Prensa, que no fue inmortalizado por  la estatuaria, y que no  dio nombre ni a una Olimpíada ni a ninguna especialidad atlética.

 ( Indro Montanelli )


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