jueves, 20 de febrero de 2020

REVOLUCIÓN DE LOS FILÓSOFOS GRIEGOS



 

Lo que efectivamente  hizo  de  Atenas  la  patria  de  la filosofía no fue una  natural  predestinación  debida al superior genio de sus hijos, sino solamente su carácter imperial y cosmopolita, que la  hacían receptiva  a las ideas, más curiosa y tolerante que las otras ciudades griegas. La filosofía, hasta Sócrates, se la trajeron los inmigrados. Pero, mientras Esparta la prohibía no  viendo  en  ella  más  que  «una  incitación a las disensiones y a inútiles diatribas», Atenas abrió sus puertas con entusiasmo a sus cultivadores, les acogió en sus casas y en sus salones, proveyó a su  sustento y a muchos les honró con el don supremo de la ciudadanía. No sé si esto les ayudó a vivir mejor. Pero les permitió sobrevivir en el recuerdo de los hombres, que en el nombre de Atenas ven reasumido y simbolizado todo el genio de la Grecia antigua.

 

El vehículo de esta infección filosófica fueron los sofistas, palabra que con el tiempo adquirió un significado casi  despreciativo,  pero  que  originariamente quería decir «maestros  de sabiduría». La acuñó y se la atribuyó Protágoras, cuando desde su patria, Abdera, llegó a Atenas  para  fundar  una  escuela.  Dícese que los jóvenes, para ser admitidos en ella, tenían que pagar diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras actuales. Y es probable que un poco de la antipatía que acabó por rodear a  los  sofistas  fuese  debida a lo elevado de estos precios. Mas la razón verdadera fue otra, o sea el abuso, en que pronto  cayeron los sofistas  de  la  argumentación  especiosa,  de la cavilación dialéctica, en suma, de lo que precisamente desde entonces se llamó con desprecio «el sofisma».



Protágoras no se deslizó jamás en él. El mismo Platón, que llegó a tiempo de conocerle, que le aborrecía, y que registró sus diálogos con Sócrates, reconoce que Protágoras, de los dos era el que discutía con más objetividad  y  mesura,  y  que  era  Sócrates, si acaso, quien se refugiaba  en  los  sofismas.  Diogenes Laercio va más lejos aún. Dice  paladinamente que fue él quien inventó el llamado método socrática Como fuere, no cabe duda de que a él se debe el relativismo filosófico sobre el problema del conocimiento.

 

Hasta entonces, lo que más había ocupado la mente de los griegos era el problema del  origen  de  las cosas. Es ello tan verdad que casi todos sus libros se titulaban De la naturaleza, y se  proponían  aclarar cómo se había formado el mundo y qué leyes lo regalaban. Protágoras se  propuso,  en cambio,  indagar con qué medios el hombre podía darse cuenta de la realidad y hasta  qué  punto  podía  conocerla. Y  llegó a la conclusión de que debía  resignarse a  lo poco que le permitían percibir los  sentidos:  la  vista,  el  oído, el tacto, el  olfato.  Ciertamente,  el  hombre no  podía ir muy lejos en esos imprecisos y variables instrumentos. Pero precisamente por  esto  debía  renunciar al descubrimiento, detrás del cual, en cambio, había corrido Heráclito, de las llamadas «verdades eternas», válidas para todos en todos los tiempos y en cualesquiera circunstancias; y contentarse con la que valía para él en aquel momento y en aquella particular ocasión, admitiendo implícitamente con esto que podía no valer para otro, ni tampoco para  él  mismo en un momento y circunstancia diferentes.





Nosotros comprendemos perfectamente que esta lección, mientras suscitaba entusiasmo en los salones intelectuales, había de provocar escándalo y aprensión entre la gente timorata y las jerarquías constituidas. Era una sacudida a aquellos «principios» sobre los cuales también la sociedad de Atenas, como todas las demás de cada época, se  fundaba,  y  que  no  pueden ser vueltas a poner en discusión sin provocar un terremoto. El bien, el mal, Dios mismo, ¿no eran, pues, sino verdades contingentes y subjetivas,  a  las que cada uno estaba autorizado a oponer otra, y  totalmente diferente?

 

En una conferencia ante un público de libres pensadores, entre los que figuraban también el joven Eurípides, que no debía olvidarlo jamás, Protágoras contestó que sí. Y entonces el Gobierno le desterró, confiscó sus libros y los quemó en la plaza pública. El maestro embarcó para Sicilia y parece ser que pereció, durante el viaje, en un naufragio.  Pero  había  dejado un profundo recuerdo en todos quienes lo conocieron personalmente. Sus discípulos habían sido numerosos porque, si es verdad que él pedía seis millones a los ricos, también  es  verdad  que  había  enseñado  gratis a los que, en el templo,  le  habían jurado ante Dios que eran pobres: curioso proceder para un  hombre que decía no creer en Dios. Pero sobre todo él había echado una semilla en la sociedad ateniense: la  semilla de la duda.

 

Ocupó su puesto un diplomático, Gorgias, enviado como embajador a Atenas por la ciudad siciliana de Lentini para solicitar ayuda contra Siracusa. Gorgias había sido  alumno  de  Empédocles,  pero  su  método y su profundo escepticismo, que se resumía en estas tres proposiciones fundamentales, era el de un sofista: nada existe fuera de aquello que el hombre puede percibir con sus sentidos; y aunque otra cosa existiese, nosotros no lograríamos percibirla y aunque lograsemos percibirla, no  conseguiríamos  comunicarlo a los     demás.





Gorgias la pasó bien porque, como buen diplomático, se detuvo ahí,  sin meter en  la  danza a los dioses. Y en el fondo fue coherente. Porque es justo sufrir sinsabores para afirmar las  «verdades  eternas»,  mas no para negarlas. Los sentidos, en los que había depositado tanta confianza, le recompensaron colmándole de todos los goces de los cuales son instrumento, hasta la edad de ciento ocho años. Gorgias viajó por toda Grecia pronunciando conferencias y haciéndose alojar en las villas más señoriales. Frisaba en los ochenta años cuando, en los juegos olímpicos del 408 antes de Jesucristo, obtuvo un inmenso éxito con una gran alocución en la que invitó a los griegos, empeñados ya en luchas fratricidas, a la paz y a la unión contra el resurgido poderío persa. Y antes de morir tuvo la sensatez de comerse su patrimonio.


Sobre las huellas de estos dos grandes  pululó  toda una afirmación de sofistas  menores,  entre  los  cuales los había, como siempre sucede, buenos y malos; pero los malos superaban a los buenos. Estimulaban el espíritu dialéctico, habituaron a los atenienses a  razonar mediante esquemas lógicos y contribuyeron notablemente a la formación de una lengua precisa, sometiendo sustantivos y  adjetivos  a  un  riguroso  examen. Es con ellos cómo, al lado de la poesía, nace una prosa griega. En tanto que es probable  que sin  ellos  el mismo Sócrates no hubiese sido quien fue, o hubiese exagerado. Pero no hay duda de que ellos, si no la provocaron, apresuraron la desintegración de la sociedad. Hay inconformistas que acaban haciendo más daño que bien, cuando niegan por el solo  gusto  de negar, haciendo de ello un exhibicionismo. El Club del Diablo, que  ciertos  intelectuales  á  la  page  fundaron en aquellos años para dedicarse a solemnes comilonas los días sacros que el calendario  destinaba  al  ayuno nos molesta hasta a nosotros  que jamás hemos creído en los dioses griegos. ¿Hay un modo más necio de desafiar  a  la  tradición  y  a  la  superstición?.  Y  esto era sobre todo lo que Sócrates condenaba en  los sofistas, pese a que de ellos había aprendido muchas cosas.

 

Como he dicho, aquellos sofistas, más que descubridores, fueron divulgadores de lo que el pensamiento griego estaba elaborando. En aquellos tiempos no existía Prensa  ni  academias  que  asegurasen los contactos  y  permitiesen  los  intercambios  entre las varias escuelas. Grecia no tenía unidad geográfica. Su genio estaba desparramado en una miríada de ciudades y de pequeños Estados, desde el Asia Menor  a  las costas orientales italianas. El mayor servicio que los sofistas prestaron fue precisamente el de libar la miel de todas las flores, de llevarla a Atenas y allí fundirlas en el crisol común. El momento estaba bien elegido, pues precisamente entonces se echaban las bases del gran conflicto filosófico  que  todavía  dura sin posibilidad de solución; el que existe entre el idealismo y el materialismo.

 

El primero nació  en  Elea,  en  las  costas  italianas, y se encarnó  en  Parménides.  De  él  se  conoce  tan sólo lo poco que escribió Diógenes Laercio, o sea que fue discípulo de Xenófanes,  el  fundador  de  la  escuela eleática. Era éste un curioso e inquietante  personaje que, nacido en Colofón, se pasó su larga vida emigrando, pues adondequiera que fuese no suscitaba más que enemistades con su sarcasmo y su mordacidad. Se las tenía con todos, pero  particularmente con su contemporáneo Pitágoras, a quien acusaba de impotencia y de histerismo. No dejaba en paz ni tan siquiera a los muertos. Y de Hesíodo y de Homero decía: «Estos panegiristas del  robo,  del  adulterio  y del fraude»; lo cual no es del todo  falso.  Pero  se  ve que la maledicencia es un elixir de larga vida, porque Xenófanes llegó a los ciento y pico de  años, metiéndose siempre con todos.

 

Parménides no compartió el odio de su maestro hacia Pitágoras. Lo estudió y aceptó algunas de sus enseñanzas, especialmente en el campo de la astronomía. Pero tenía demasiados intereses en  el  mundo de los hombres para perderse en el del cosmos. Redactó, por encargo del Gobierno  de  Elea,  un  código de leyes. Y sólo se entregó a la filosofía como pasatiempo, escribiendo de ella, como entonces estaba al uso, en un poema que, para cambiar,  se  llamó  Sobre la naturaleza y del cual sólo nos quedan dos  centenares de versos. Refutó las tesis de Heráclito, según la cual «todo transcurre» y la realidad consiste en este transcurrir o transformarse. Según Parménides, en cambio, «todo está», es decir,  que  la  transformación no es más que una ilusión  de  nuestros  sentidos. Nada «comienza»,  nada  «se   torna»,  nada  «acaba».  El  ser es la única realidad. Y es inmóvil, porque para presumir que éste se desplace de donde está adonde no está, habría que admitir la existencia de un espacio vacío que, no siendo, no puede existir, por cuanto el ser, por definición, lo llena  todo por mismo. Lo que se identifica también con el  pensamiento, por cuanto no se puede pensar más que lo que es, e, inversamente, no se puede ser más que lo que se piensa.


Todo esto es ya muy difícil  para  nosotros.  Y  tal vez habría permanecido del todo incomprensible para los contemporáneos, si Zenón, que fue el alumno más inteligente de Parménides, no  lo  hubiese vulgarizado en un libro de paradojas, de las cuales han llegado hasta nosotros una decena. He aquí algunas. Una flecha que vuela, en realidad está quieta en el aire, porque a cada instante de su aparente carrera ocupa un punto quieto en el espacio:  por tanto, su parábola no es más que un engaño de nuestros sentidos. El corredor más veloz no puede adelantar a la tortuga, porque cada vez que alcanza su posición, ella la ha  rebasado ya. De hecho, un cuerpo, para moverse del punto A al punto B, ha de alcanzar la mitad de este trayecto que es el punto C. Para alcanzar el C, tiene que alcanzar antes la mitad de este segundo trayecto que es el punto D, y así hasta el infinito. Ahora bien, dado que el  infinito requiere una serie infinita de movimientos, es imposible recorrerlo en un tiempo definido.


No estamos del todo seguros de que Parménides habría aprobado, de haber  podido  oírlo,  el  método de su secuaz para demostrar la validez  de  sus  teorías. Pero hubiese debido convenir en que ello  divertía la mar a los atenienses entre los que Zenón; como buen sofista, fue a predicarlo. Sócrates le tenía ojeriza y criticó ásperamente su sofística dialéctica. Pero la imitó. Tal vez el único que no cayó en las propias trampas fue  el  mismo  Zenón,  que  de  viejo se mofó de los que le habían tomado en serio. Aquel escéptico tuvo un fin de estoico cuando, de regreso a Elea, le detuvieron por razones políticas y le torturaron. Murió bien, sin doblegarse ni lamentarse.


Indirectamente, le tocó a un discípulo suyo dar el primer  impulso  en  ayuda   del   materialismo  contra el idealismo de Parménides. Hacia el año 435, había llegado a Elea  procedente  de  Mileto  un  tal  Leucipo, que debía haber oído algo de  Pitágoras,  o  que  tal  vez había ido a la escuela de alguno de sus discípulos.


No quedó convencido en absoluto de aquel asunto del omnipresente e inmóvil ser identificado con el Pensamiento. Y, trasladándose a Abdera, donde abrió una escuela por su cuenta, desarrolló, en cambio, el concepto del no ser, o  sea  el vacío.  Según  él,  lo  creado no es, en  efecto,  más  que una  combinación  de  vacío y de átomos, los cuales, girando  arremolinadamente por el espacio, se combinan  entre    dando  lugar  a las formas o cosas. También lo que nosotros  llamamos «alma» no es sino una  determinada  combinación de átomos. Éstos son los que constituyen la sustancia de todo, hasta el pensamiento. Todo, pues,  no es más que materia.


Mas este concepto materialista se desarrolló aún mejor en su amigo y seguidor Demócrito, que en Abdera frecuentó sus cursos. Pertenecía a una gran familia de la burguesía mercantil, y  su padre,  al  morir, le dejó cien talentos, algo así como cuatrocientos millones de liras. Demócrito los empleó en pagarse un gran viaje que tuvo que durar varios años. Y que le llevó a Egipto, a Etiopía, a la India, a Persia. Era un hombre curioso y concienzudo, que quería verlo todo personalmente y que no sufría  de  ningún chauvinismo ni provincianismo. «La patria de un hombre razonable es el mundo —decía—. Y es más importante conquistar una verdad que un trono.» Un pudor aristocrático le impidió propagar sus propias teorías, instituir una escuela e incluso  provocar  debates,  como  era  de  uso en aquellos tiempos. Aun cuando no le quedó ni un céntimo, en vez de aprovechar la cultura que tenía, limitó sus necesidades y en Atenas, donde se habla establecido, vivió apartado, sin frecuentar a  los  demás filósofos ni los salones donde se reunían,  dedicado solamente a escribir. Diógenes Laercio dice que compuso tratados de Medicina, de Astronomía, de Matemáticas, de Música, de Psicoterapia, de Física, de Anatomía, etc. Ciertamente, era un enciclopedista, dotado de un estilo terso y mesurado que a los ojos de Francis Bacon le hizo aparecer como  el  más  grande de los pensadores antiguos, superior incluso a Aristóteles  y  a  Platón.  Sólo  una  vez  se  decidió   a   aparecer en público para leer a sus conciudadanos de Abdera, adonde había  regresado  viejo  ya,  un  ensayo suyo titulado El mundo grande, que era un poco el compendio de  toda  su  sapiencia.  Y  Laercio  cuenta que la impresión fue tal, que el Estado decidió restituirle los cien talentos que él había gastado para adquirir sus conocimientos: ejemplo que proponemos sin más a nuestros gobernantes.


Parece ser que Demócrito, practicando los  preceptos higiénicos que había predicado, vivió hasta los noventa años, pero hay quien dice  que hasta los ciento nueve. Siempre según Laercio, un mal día se dio cuenta de que estaba muriéndose y se lo dijo a su hermana. Mas ésta le respondió que no podía hacerlo, precisamente aquellos días, porque siendo las  fiestas de Tesmoforias, ella tenía que ir al  templo.  Demócrito le dijo que fuese de todos modos con ánimo tran- quilo. Bastaba con que cada mañana volviese para traerle un poco de miel. Así lo hizo ella, y él, aplicándose un poco de aquella miel en las narices y respirando su fragancia, logró sobrevivir hasta que las fíestas hubieron terminado. Entonces dijo: «Bueno, ahora puedo irme.» Y se fue, sin sufrimiento alguno, llorado por toda la población,  que  le  acompañó  en masa hasta el cementerio.


Demócrito había llegado a sus conclusiones materialistas partiendo de las premisas idealistas de Parménides. También él niega los sentidos como instrumentos del conocimiento, diciendo que éstos nos permiten aferrar tan sólo las «cualidades secundarias» de las cosas; la forma, el color, el sabor, la temperatura, etcétera.


Todo esto nos proporciona una opinión. Pero la verdad se nos escapa. Ésta está constituida por una «necesidad», incomprensible para nosotros, que regala las combinaciones de los átomos, los cuales  son  la única realidad de lo creado. Son lo  que  son, eternos: no mueren los viejos, no nacen otros nuevos. Lo que cambia son sus asociaciones, que nosotros solemos atribuir a la casualidad, palabra  inventada  por nuestra ignorancia que no nos permite comprender la necesidad que las ha dictado. También  en  el  hombre todo está hecho de átomos, aunque los que constituyen la llamada alma sean de material diferente  y  más noble que los que constituyen el cuerpo.


De esta teoría gnoseológica, o sea sobre el modo de conocer   las   cosas,   Demócrito   derivó   también una «ética», o sea una regla moral. Dijo  que  el  hombre tenía que contentarse con la modesta felicidad  que podía permitirle esa estrecha dependencia de la materia. Los sentidos no le bastan para procurarse una mayor, como tampoco le sirven para contemplar las cosas. El hombre puede solamente buscar la serenidad en una existencia ordenada y  moderada, pues  el  bien  y el mal hay que encontrarlos dentro de nosotros, no esperarlos del exterior.


Ahora bien, en esta lucha, que aún dura, entre  los que, como Parménides, en nombre del alma y  de  la idea negaban la materia y  los  sentidos,  y  aquellos que, como Demócrito, reducían a  materia  hasta  la idea y el alma, se interpuso, con el pretexto de conciliarles, el que acaso fue el más turbulento y pintoresco de todos los filósofos de todos los tiempos: Empédocles. Había nacido en Agrigento, de una familia de criadores de caballos de carreras. Su padre debía de  ser una especie de Tesio de aquel tiempo, y tal vez preocupado por el carácter indócil, exuberante y temible  del chico, le mandó a escuela con los pitagóricos, que, siguiendo las huellas de su  maestro,  habían  fundado un poco en todas partes colegios célebres por la severidad de la disciplina.  Empédocles  se zambulló con su innato ímpetu en la filosofía, se entusiasmó con la teoría de la transmigración de las almas y en seguida descubrió en sí mismo la de un pez porque nadaba magníficamente, la de un pájaro porque corría como una saeta y  al  fin  la  de  un  dios.  «¡De  qué  alturas, de qué gloria he sido arrojado sobre esta miserable tierra para mezclarme con esos bípedos vulgares!», exclamaba indignado. Mas, incapaz de guardarse el desdén en el pecho, reveló  todas  esas  inquietudes suyas fuera del colegio, cosa rigurosamente prohibida por la regla de los pitagóricos, que le expulsaron.


Empédocles no volvió a casa. Convencido ya de su origen divino, diose a recorrer el mundo calzado con sandalias doradas, un manto de púrpura sobre los hombros y la cabeza adornada con guirnaldas de laurel, ofreciéndose como médico y  adivino.  Decía  que era su hermano Apolo quien le sugería las recetas y predicciones. Y tal vez lo creía en serio. Había en él, mezclado, algo de Cagliostro, el mago de Napóles y de Leonardo da Vinci. Dio lecciones de oratoria a  Gorgias, que después demostró haberlas aprovechado brillantemente. Se improvisó ingeniero para el desecamiento de los pantanos de Selino. Organizó una revolución en Agrigento, la condujo al triunfo y,  declinando la dictadura, instauró la democracia. A ratos perdidos escribía poesías tan perfectas como para suscitar más tarde la admiración de Aristóteles y de Cicerón. Pero  sobre  todo  se  consideraba  un  filósofo a quien incumbía la misión de  conciliar  Parménides con Demócrito, el alma con los sentidos,  la  idea con  la materia. Y lo intentó inventando la ley  que  presidía las combinaciones de los átomos y sus descomposiciones: el odio y el amor.


Según Empédocles, es por  amor que  los  elementos se asocian, y por el odio que se disocian. Es  un proceso alterno que va  adelante  hacia  el  infinito.  Y  si los sentidos no nos permiten aferrarlo, nos ponen, sin embargo, en el buen camino para  hacerlo.  No  hay  que creer ciegamente en ellos, pero tampoco hay que despreciarlos.


En total, de las  cuatro  o  cinco  mil  palabras  que de Empédocles nos han llegado,  creemos poder deducir que él fue acaso más  grande  como  ingeniero,  como revolucionario, como poeta y seguramente como aventurero de altos vuelos que como filósofo. Tal vez fue también culpa de su exuberancia, que no le permitía encuadrarse en una escuela y limitarse  a  ella. Una curiosidad devoradora  y  sus  variables  humores le indujeron al eclecticismo  y  no  le  dieron  tiempo para desenvolver desde la «a» a la «z» una teoría orgánica. Mas, mediocre y desordenado pensador, fue en compensación  un  personaje  fuera  de  lo  corriente y siguió siéndolo hasta de  viejo,  cuando  arrojó lejos de sí las sandalias de oro, el quitón de púrpura y la corona de laurel y, descalzo como un franciscano, se convirtió en un sermoneador que invitaba a los hombres a purificarse, antes de la reencarnación que les aguardaba, renunciando al  matrimonio  y  —también él, como Pitágoras— a las habas. ¡Quién  sabe por qué se metían tanto con esa legumbre tan casera los griegos de la Antigüedad!.


Sobre su fin hay dos versiones.  Según  la  más  digna de crédito, Empédocles, cuando los griegos  sitiaron Siracusa, corrió a defenderla, con  gran despecho  de Agrigento, que odiaba a la ciudad rival y que por castigo le desterró a Megara, donde murió.  Pero según Diógenes Laercio, que  no  podía  contentarse con un epílogo tan trivial, Empédocles desapareció misteriosamente durante una fiesta convocada para celebrar el milagro que él había  obrado  resucitando a una muerta. Más tarde, de él se hallaron solamente los calzoncillos al borde del cráter del Etna, donde evidentemente se había arrojado por  no dejar  rastro de su cuerpo y confirmar así su origen divino. Desgraciadamente, aquel  trivial  indumento,  devuelto a la superficie por una erupción, le delato: los  dioses  no usan calzoncillos.

 ( Indro Montanelli )


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