domingo, 23 de febrero de 2020

«TRES GRANDES» DE LA TRAGEDIA GRIEGA: ESQUILO, SÓFOCLES Y EURÍPIDES



«Aquí yace Esquilo, de cuyas proezas son  testigos los bosques de Maratón y los persas de largos  cabellos, que las conocieron bien. Este es el epitafio que el propio  Esquilo dictó para  su tumba poco antes  de  morir.  Evidentemente,  él no atribuía mucha importancia a sus méritos de dramaturgo y prefirió subrayar los que  había  alcanzado en el campo de batalla como soldado, como si solamente estos últimos pudiesen cualificarlo a  la  gratitud y a la admiración de la posteridad.

 

En efecto, Esquilo  aun  antes  que  un  incomparable artista fue un ciudadano ejemplar. Y el prima: premio lo ganó no en la escena  sino  en  la  guerra, donde con sus dos hermanos realizó tales actos de heroísmo, que el Gobierno encargó a un pintor que lo celebrase en un cuadro. En el teatro  había  debutado nueve años antes, en  499  antes  de  Jesucristo,  cuando él tenía veintiséis; y en seguida se impuso  a  la atención del público y crítica.

 

Pero cuando  la  guerra contra Darío llamó a las puertas de Atenas, trocó la pluma por la espada y no regresó más que tras haber sido alcanzada la victoria y ultimada la desmovilización. Nadie mejor que él, que  había  participado  en  aquello, podía sentir la orgullosa exultación de  la  posguerra y  hacerse  el  intérprete  de  ella.  Para  festejar el triunfo sobre los persas, el Estado financió espectáculos dionisíacos nunca vistos, y todo permite creer que Esquilo  debió  de  tomar  parte  también  en su organización. En -484 ganó el primer premio.

 

Cuatro años después, los persas volvieron con Jerjes  a  intentar el desquite. Esquilo de cuarenta y cinco años  y poeta laureado, podía haberse sustraído a  la llamada. En cambio, volvió a tirar lejos  la  pluma  para empañar la espada y combatió con el entusiasmo de un hombre  de  veinte  años  en  Artemisium,  en  Salamina y en Platea. En -479 reanudó su actividad de  dramaturgo y, regularmente, año tras año, ganó el primer premio hasta -468, cuando hubo de cedérselo a un jovenzuelo de veintiséis años, un tal  Sófocles.  Se rehízo al año siguiente.

 

Mas volvió a ser batido en los sucesivos, hasta -458, cuando obtuvo el triunfo con la Orestíada. Sin embargo, en adelante le sucedió ser desposeído por Sófocles, y acaso por esto emigró a Siracusa donde ya había estado y donde Gerón  te tributó grandes honores. Allí murió a los setenta y dos años por culpa, decía la gente, de un águila  que, vagando por el cielo con una tortuga  entre  las  garras, la dejó caer sobre la calva cabeza del poeta tomándola por una piedra. Atenas quiso oír las tragedias que había compuesto en Sicilia y volvió a darle,  una vez muerto, el primer premio.

 

A Esquilo se le debe antes que nada una gran reforma técnica; la introducción de un segundo actor, en añadidura al que ya había desarrollado Tespis. Fue gracias a esto que el canto dionisíaco se transmutó definitivamente de oratoria en drama. Pero más importante aún fue el tema que eligió y que después quedó como de pragmática en todo el teatro sucesivo: la lucha del hombre contra el destino, o sea del individuo contra la sociedad, del libre pensamiento contra la tradición. En sus setenta (o noventa) tragedias, Esquilo asigna regularmente la victoria al destino, a la sociedad y a la tradición. Y no se trataba de tartufismo, pues su vida constituía un ejemplo de espontánea sumisión a estos valores. Pero en las siete  obras que de él nos han llegado, y sobre todo en el  Prometeo, asoma la simpatía del autor para el condenado rebelde.

 

Esta simpatía debía de ser compartida por el blico que, al parecer, acogió mal la Orestíada por considerar demasiado beatas sus  conclusiones  y  silbó a los jurados que la premiaron. Pero  Esquilo  procedía de buena fe al poner en boca de sus protagonistas esos latiguillos moralizadores que a menudo hacen pesados sus diálogos y atascan la acción: tenía pasta  de predicador  cuáquero,  de «cuaresmalista». Y más de dos mil años después, el filósofo alemán Schlegel, que en muchas cosas se  parecía  a  él,  dijo que Prometeo no era «una» tragedia, sino «la» tragedia.

 

El padre de quien le sucedió en el favor de los atenienses es poco conocido, mas ciertamente dos cosas, en su vida, le  llamaron a  engaño:  la  profesión y  el nombre del hijo. Era armero en Colono, un suburbio de Atenas, de modo que las guerras con los persas, que empobrecían a casi todos los ciudadanos, le enriquecían a él y le permitieron dejar  una  hermosa renta a su vástago, que se llamaba Sófocles, es decir, «sabio y honrado».

 

A este hermoso nombre y a aquel hermoso patrimonio, Sófocles añadía también el resto: era guapo, sano como una manzana, atleta perfecto y excelente músico. Aun antes que como dramaturgo, consiguió popularidad como campeón de pelota y de tocador de arpa; y tras la victoria de  Salamina  fue  designado para dirigir un ballet de jóvenes desnudos, elegidos entre los más hermosos de Atenas, para festejar el triunfo. Por otra parte, además de en el teatro, hizo también una espléndida carrera  en  política:  Pericles le nombró ministro del Tesoro, y en -440 le confirió galones de general al mando de una brigada en la campaña contra Samos. Hemos de creer, sin embargo, que, como estratega, no debió de dar grandes resultados, pues el  propio  autokrator  dijo  más  tarde que le prefería como dramaturgo.

 

Sófocles amó la vida, a la griega, o  sea  sin  dar cuartel a todos los placeres que aquélla  ofrecía.  Venido al mundo en la edad feliz de  Atenas,  se  aprovechó ampliamente, como se lo  permitían sus  medios de fortuna, una buena salud y un robusto apetito. Amaba el dinero, administró sabiamente el que le dejara su padre y ganó otro tanto por mismo. Era devoto de los dioses y a ellos dirigía plegarias  y hacía sacrificios con escrupulosa puntualidad. Mas en compensación  exigió  de  ellos  el  derecho  de  engañar a su mujer y a frecuentar los más ambiguos niños bonitos de Atenas.

 

 Sólo de viejo se «normalizó», volviendo a cortejar a las mujeres y se enamoró de una cortesana, Teórida, que le dio un hijo bastardo. El legítimo, Jofonte, temiendo que  su  padre le  desheredase en provecho de su hermanastro, le citó ante el tribunal para hacerle desautorizar por chochez. El anciano se  limitó  a  leer  a  los  jueces  una  escena  de la tragedia que estaba componiendo en  aquel momento ; Edipo en Colonna. Y los jueces no solamente le absolvieron, sino que le escoltaron hasta su casa en señal de admiración.

 

Tenía casi noventa años cuando murió, en -406. La belle époque de Atenas había terminado y los espartanos asediaban la ciudad. Entre el pueblo cundió la voz de que Dionisio, dios del teatro, se había aparecido en  sueños  a  Lisandro,  rey  de  los  sitiadores,  y le había ordenado que concediera un  salvoconducto para franquear las líneas a los amigos  de  Sófocles, cuyo cadáver querían llevar a Deceleia para darle sepultura en la tumba familiar. Fantasías,  se comprende; pero que sirven para demostrar la enorme popularidad de que había gozado aquel extraordinario personaje.

 

Había escrito ciento trece tragedias,  las  cuales  no se limitó a poner en escena:  intervino  también  en ellas como actor, y  siguió  haciéndolo  hasta  que  la voz se le enronqueció. Con él los personajes se habían convertido en tres y el coro perdió cada vez más su importancia. Era un natural  desarrollo  técnico, pero  a él contribuyó  también  la  propensión  de  Sófocles por la psicología. A diferencia de Esquilo, que era en todo partidario de la «tesis», él estaba por los «caracteres»; el Hombre le interesaba más  que  la  Idea,  y en esto estriba sobre todo su modernidad.

 

Las siete obras que de él nos quedan  demuestran  que aquel hombre, afortunado entre todos los hombres, ingenioso, jacarandoso y gozador de la vida, era después, en poesía, un sombrío pesimista. Consideraba, como Solón, que la mayor ventura para el hombre era no nacer o morir en la cuna. Pero expresaba estos pensamientos con un estilo tan vigoroso, sereno y contenido, que nos hace dudar de  su  sinceridad.  Era un «clásico» en el sentido más completo de la palabra. Sus intrigas son perfectas como técnica teatral. Y los personajes que las animan, en vez de sermonear como en Esquilo, tienden a demostrar. «Yo los pinto como debieron ser —decía—. Eurípides es quien los pinta como son.»

 

Eurípides, el joven rival del gran Sófocles, había nacido en Salamina el mismo día, dícese, en que se desarrolló la famosa batalla. Sus padres, que se  habían refugiado allí procedentes  de  Fila,  eran  gente de la buena clase media, si bien Aristófanes haya insinuado después que ella, la mamá, vendía flores por la calle. El chico creció con la pasión de la filosofía, estudió con Pródico y Anaxágoras y  se  vinculó con tan estrecha amistad con Sófocles, que más  tarde  le acusaron de haberse hecho escribir por éste sus dramas, lo que es ciertamente falso.

 

No se sabe cómo se convirtió  en  escritor  de  teatro. Pero aparece claro, por las  dieciocho  obras  que  de él nos han llegado, sobre setenta y cinco que se le atribuyen, que Eurípides se burlaba del teatro en sí y que lo consideró tan sólo como un medio para exponer sus tesis filosóficas. Aristóteles tiene razón  cuando dice que, desde el punto de vista de la técnica dramática, representa un paso  atrás respecto a  Esquilo  y a Sófocles. En vez de desarrollar una acción, mandaba un mensajero a  resumirla  en  el  escenario  en  forma de prólogo, confiaba al coro largos parlamentos pedagógicos y, cuando el enredo se embarullaba, hacía bajar del techo un dios que lo resolvía  con  un  milagro. Recursos de dramaturgo no cuajado, que le habrían conducido a rotundos fracasos, si Eurípides no los hubiese compensado con un agudísimo sentido psicológico que prestaba veracidad y autenticidad a los personajes, acaso incluso contra sus intenciones.

 

Su Electra, su Medea, su Ifigenia, son los caracteres más vivos de la tragedia  griega.  A  lo  cual  debe  sumarse la fuerza polémica de sus argumentaciones sobre los grandes problemas que se planteaban a  la  conciencia de  sus  contemporáneos.  Había  en  Eurípides  un Shaw de gigantescas proporciones,  que  se  batía  por un nuevo orden social y  moral,  siendo  cada  uno  de sus dramas un redoble de tambor contra la tradición. Conducía esa cruzada con habilidad, consciente de los peligros que  entrañaba,  pues la  Grecia  de  entonces no era la Inglaterra de hoy. Así, por ejemplo, para desmantelar ciertas tendencias religiosas, finge exaltarlas, pero lo hace de manera tal que muestra su absurdidad.

 

De vez en cuando interrumpe en la boca  de un personaje un razonamiento peligroso para permitir que el coro eleve un himno a Dionisio, destinado a tranquilizar la censura y a calmar las eventuales protestas de los auditores santurrones. Pero de vez en cuando se le escapan frases como; «Oh Dios, admitiendo que exista, pues de Él solo sé de oídas...», que desataban tempestades en la platea. Y cuando en Hipólito pone en boca de su héroe; «Sí, mi lengua ha jurado, pero mi ánimo ha permanecido libre», los atenienses, que estaban acostumbradísimos al perjurio, pero que no admitían oírselo  decir, querían lincharle;  y el autor tuvo que presentarse en persona para calmarlos diciendo que tuviesen la paciencia de aguantar: Hipólito sería castigado por aquellas sacrílegas palabras.

 

En el Louvre hay un busto de Eurípides que le muestra barbudo, grave y melancólico y que corresponde a la descripción que han dejado sus  amigos. Éstos le pintan como un hombre taciturno y más bien misántropo, gran devorador de libros, de los que era uno de los raros coleccionistas. Su polémica modernista le había acarreado la hostilidad de los bien pensantes. Los conservadores le odiaban  y  Aristófanes le tomó  directamente  como  blanco  en  tres  de sus comedias satíricas. Índice  de  la  gran civilización de Atenas es, sin embargo, el hecho de que cuando Eurípides  y  Aristófanes  se  encontraban  en  el  agora o en el café, se comportaban como los  mejores  amigos del mundo. Solamente cinco veces los jurados se atrevieron a  otorgarle  el  primer  premio.  En  cuanto a los espectadores, se indignaban  ó  fingían  indignarse. Pero en sus «estrenos» no se encontraba un asiento ni  pagándolo   con        oro.

 

En -410 le procesaron  por  impiedad  e  inmoralidad. Y entre los testigos de la acusación  figuraba  también su  mujer,  que  no  le  perdonaba,  dijo,  el   pacifismo en el momento que Atenas estaba empeñada en una lucha a vida o muerte contra Esparta. Entre los documentos de la acusación fue  exhibido  el  discurso de su Hipólito. El imputado fue absuelto. Mas la acogida que inmediatamente después el público hizo a su drama, Las  mujeres  troyanas,  le  hizo  comprender  que en adelante sería un extranjero en su patria. Por in- vitación de Arquelao se trasladó a Pella, capital de Macedonia. Y allí murió despedazado, contaron los griegos, por los perros, vengadores de los dioses ofendidos.

 

Sócrates había dicho que para un drama de Eurípides no le molestaba ir a pie hasta El Pireo,  lo  cual, para un perezoso de su calaña, significaba un gran sacrificio. Y Plutarco cuenta que cuando los siracusanos hicieron prisionero a todo el cuerpo expedicionario ateniense, devolvieron vida y libertad a  los  soldados que sabían recitar alguna escena de Eurípides. Según Goethe, ni siquiera Shakespeare le iguala.  Ciertamente, él fue el primer dramaturgo «de ideas» que ha tenido el mundo y quien llevó a la escena, en términos de tragedia, el gran conflicto de aquél y de todos los tiempos: el conflicto entre el dogma y el libre examen.

( Indro Montanelli )


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