martes, 11 de febrero de 2020

HERÁCLITO DE EFESO EL GRAN MAESTRO GRIEGO DEL OXÍMORÓN


Otro de  los  grandes  centros  de  la  cultura  griega en el siglo VI antes de  Jesucristo  fue  Éfeso,  célebre por su espléndido templo  de  Artemisa, protectora  de la ciudad, por la cantidad de túnicas que llevaban sus mujeres (que, sin embargo, por lo que  decían las malas lenguas, no  bastaban  para  protegerles  la  virtud), y por sus poetas. Entre estos últimos había el dulce y melancólico Calino, al cual se deben las primeras elegías de la literatura griega,  y  el  agresivo  y  sarcástico Hiponates, a quien se deben las primeras sátiras. Éste era  cojo,  raquítico  tuerto.  No tuvo suerte en amores y  se  vengó  de  ello  diciendo que la mujer da al hombre solamente dos días de felicidad: cuando se casa y aquel en que le deja viudo. Se befó de todos sus conciudadanos, desde los más ilustres hasta los más oscuros, pero luego les compensó suicidándose en medio del general alborozo.

 

Pero no fue Hiponates  el  único  personaje excéntrico de Éfeso, la cual debía tener un poco la especialidad de los caracteres extraños. Heráclito lo fue  aún  más que él,  a juzgar por lo  poco que  sabemos  de  su  vida y  de  los  ciento  treinta  fragmentos  de  su  obra  que se han conservado. Estos últimos están escritos en un estilo tan retorcido que le valieron el nombre de Heráclito el Oscuro. Los modernos exegetas, aun confesando que no han logrado comprender el sentido exacto en muchos puntos, están concordes  en  decir que bajo aquella oscuridad brilla el genio. Aceptemos, pues, el veredicto y tratemos de  ver  en  qué  consiste tal genio.

 

Heráclito pertenecía a una familia noble, y, al parecer, nació en  550  antes  de  Jesucristo.  Pero  apenas llegado al uso de razón empleó ésta  para  condenar, dentro de sí mismo, todo aquello que le rodeaba: casa, padres, ambiente, hombres, mujeres,  Estado y política. No sabemos qué fue lo  que le inspiró  tantas antipatías. Nos agrada imaginarle como una especie de Leopardi qué, en vez de en la  poesía,  buscase, como se  dice  hoy,  una  evasión  en  la  filosofía. Y  debió  refugiarse  en  ella  con  empeño  estudiar no poca y con agudo sentido crítico para escribir: «La gran cultura sirve de poco. Si  bastase  para formar genios, lo serían hasta Hesíodo y Pitágoras. La verdadera sapiencia no consiste en aprender muchas cosas, sino en descubrir aquella sola que las regula todas en todas las ocasiones.»

 

Para alcanzar él mismo esta meta, el joven  Heráclito plantó familia, posición, comodidades, ambiciones sociales y  políticas,  se  retiró  una  montaña  y en ella vivió el resto de su vida  como eremita,  siempre a la búsqueda de aquella idea que regula todas las cosas en todas las condiciones. Sus meditaciones y conclusiones están reunidas en un libro  titulado  Sobre la naturaleza, que, cuando estuvo terminado, depositó en el templo de Artemisa para desesperación  de la posterioridad, que ha tenido que devanarse los sesos para comprender algo. Pues su desprecio de los hombres era tal que escribió adrede de modo que no le comprendiese nadie. Heráclito sostenía que la Humanidad era una bestia irremisiblemente hipócrita, obtusa y cruel, a la cual no valía la pena intentar enseñarle nada. Mas no debió de  ser del todo sincero, pues en tal caso no habría perdido  tanto tiempo  escribiendo, es decir, intentando comunicar con ella. Como en muchos sucesores suyos, grandes despreciadores de la gloria, tenemos la sospecha de que también bajo su desprecio incubaba una infinita ambición.

 

Heráclito dice que el mundo aparece cambiante -sólo a los ojos de los  estúpidos;  en realidad  lo  que varía son tan sólo las  formas  de  un  solo elemento, siempre el mismo: el fuego. De éste se desprenden gases. Los gases se  precipitan  en  el  agua.  Y  de  los  residuos  del agua, tras la evaporación, se forman cuerpos sólidos que constituyen la tierra que  los  tontos  toman por realidad, cuando la realidad  verdadera  es  una  sola; el fuego,  con  sus  atributos de condensación y rarefacción. Este continuo transformismo del gaseoso al líquido, al sólido y viceversa es la única verdadera, indiscutible realidad de la vida,  en  la  que nada es, todo se torna.

 

Habiendo descubierto, pues, qué son las cosas y,  cómo cambian,  Heráclito  llega  a  la  más  desesperada y desalentadora de las conclusiones: o sea, que todo presupone su propio contrario. Existe el día porque existe la  noche  en  la  cual  se  transforma  y  viceversa.  Existe  el  invierno  en  cuanto  que  existe  el  estío. Y hasta la vida y la muerte se condicionan recíprocamente, siendo en el  fondo  la  misma  cosa.  también el bien y el mal. Pues no es  más  que  una fluctuación ora en un sentido, ora  en  el  otro,  del  mismo  elemento eterno: el fuego. Y así como la  tensión  de  una cuerda crea aquellas vibraciones que  se  llaman, según su frecuencia, «notas», y produce la música, así la alternancia de lo opuesto (frío y  calor,  blanco  y  negro,  guerra  paz,  etc.),   crea  la  vida  y  le   confiere su significado. Ésta es una lucha  eterna  entre  opuestos: entre hombres, entre sexos, entre clases, entre naciones, entre ideas. Aquellos que no admitan al propio enemigo o tratan de destruirlo,  son  suicidas. Porque sin él, también ellos serán muertos.

 

Transportada al plano religioso, esta concepción alcanza el ateísmo total. ¿De qué serviría un dios, inmóvil y por tanto negación de lo mutable, si el fuego monopoliza ya todos sus atributos y poderes?.  Dios no existe y sus estatuas  solamente  son  pedazos  de  piedra con las cuales  es  inútil  entablar  conversaciones  y a los que es perder el tiempo sacrificar  animales.  ¿Y por qué el hombre habría de ser inmortal?. Lo es el fuego, del que él no representa más que una débil llamita. Pero la llamita, en sí, está destinada apagarse con la muerte; la cual, como el nacimiento cuando la candela se enciende, no representa más que una omisible fase de aquel continuo cambio del Todo de gaseoso en líquido, de líquido en sólido y de sólido nuevamente en gaseoso, bajo el estímulo del fuego eterno.

 

Démosle, pues, por comodidad, el nombre de dios,  a este fuego. Pero no le alteremos los atributos. Todo lo que decimos y hacemos en su nombre corresponde a nuestros prejuicios y convenciones, no a las suyas. Para él no existen cosas  buenas ni  cosas  malas, porque cada una de ellas, teniendo en sí y equivaliendo al propio contrario, está igualmente justificada. Lo que nosotros llamamos «el Bien» es lo que sirve a nuestros  intereses, no a los del dios. El cual nos  juzgará,  pero como juzga precisamente el fuego,  destruyendo todas las candelas, sin discriminar entre buenas  malas, para encender otras que a su vez serán destruidas.

 

Pero, con todo, no se crea  que  el  fuego  haga  esto sin un orden y un criterio.  El  verdadero sabio,  o  sea no aquel que ha copiado muchas nociones en su cerebro, sino el que sabe mirar el mundo y la vida en panorama, recoge una Razón, o sea una  Lógica.  El Bien, o la Virtud, consiste en adecuar a ella la propia vida individual. Consiste en aceptar sin rebeldía las leyes de este continuo  eterno  cambiar, o  sea  hasta la propia mortalidad. Quien haya comprendido la necesidad de todas las oposiciones  soportará  el  sufrimiento como inevitable alternativa del  placer perdonará al enemigo, reconociendo en  éste  el  complemento  de mismo. No podrá lamentarse de las  luchas  que habrá  de  sostener,   porque   es   justamente  la lucha el  resorte  de  todos  los  cambios  o  sea  la  madre  de la misma vida. La lucha convierte al vencedor en  un amo y al vencido en un esclavo. Es normal. Y siendo normal, es también moral. ¿Cómo podría existir la libertad de unos sin la servidumbre de  otros?.  El  sentido de la riqueza nos la dan los mendigos,  y  de  la buena salud los enfermos. Un día todo quedará devorado igualmente por idéntico fuego.

 

Ésta fue, en resumen, la gran  idea  que  regula  todas las cosas en  todas  las ocasiones, que Heráclito fue a buscar en la montaña, y cuyo descubrimiento nos relató en aquel hermético  libro,  una  parte  del  cual ha llegado hasta nosotros. Y fue una gran idea, pues todos los filósofos posteriores a él se atuvieron a ella plenamente a manos llenas. Los estoicos se apropiaron el concepto de la equivalencia de cada cosa con su opuesto, los racionalistas pescaron en ella la idea de la Razón; y los cristianos la de la palingenesia o Juicio universal. Pero  esto, además  de  su  gran  intuición,  es debido también a la diabólica astucia de Heráclito quien, escribiendo en aquel estilo retorcido y nebuloso, pronunció veredictos que se prestaban a las más diversas interpretaciones y en los que cada cual  podía hallar lo que más le acomodara. Efectivamente, no ha habido filósofo en el mundo, desde Hegel a Bergson, a Spencer y a Nietzsche,  que  no  haya  citado  en  propia ayuda a Heráclito. Este despreciador de los hombres es uno de los hombres que  los  otros  hombres más han honrado. Es lástima que sus contemporáneos no lo hayan previsto y no hayan dejado de él alguna detallada biografía.

 

Tan sólo Diógenes Laercio le dedicó pocas y distraídas palabras. Nos cuentan que Heráclito, en la montaña, pasaba todo el tiempo meditando, escribiendo, paseando y buscando hierbas para comer crudas. Esta dieta vegetariana le hizo daño y le produjo hidropesía. De haber seguido sus propias teorías, no hubiera debido quejarse ni  ver  en  aquella  dolencia  más  que lo correspondiente a la buena salud, su necesario opuesto. En cambio no logró soportarla, y tratando de cuidarse y de sanar, bajó de sus solitarias rocas volviendo a la ciudad.

 

Consultó un médico tras otro, en busca de alguno que le diese una  receta  para  secar toda aquella agua que le quemaba  el  cuerpo  y  en la que hubiese debido ver una de las muchas fases momentáneas del eterno cambio de lo gaseoso en líquido, de lo líquido en sólido y de lo sólido nuevamente en gaseoso. Pero nadie entendió nada. Y entonces él se encerró en un redil de ovejas, esperando que el calor  de los lanudos cuerpos llegase a desecar el suyo. Pero tampoco en esta cura halló remedio; y así murió, desesperado de morir, tras setenta años de vida gastada solamente en pensar y escribir que la muerte no era nada diferente de la vida.

 ( Indro Montanelli )

No hay comentarios:

Publicar un comentario