Demos también cabida en nuestra obra al atrayente mal que
es el lujo, tanto más fácil de reprender que de evitar. Y
no para que se le rindan honores, sino
para que, reconociéndose
a sí mismo, pueda verse forzado a
arrepentirse. Añádanse a éste las bajas pasiones, ya que provienen de los
mismos viciosos orígenes. Y
puesto que ambos responden a sendos
extravíos de la mente, no conviene aislarlos, ni para su
crítica, ni para su enmienda.
Gayo Sergio Orata fue el primero que mandó construir unos baños
colgantes. Esta
inversión, que en un principio iba a ser pequeña, acabó convirtiéndose en una laguna
suspendida de agua caliente. Además, para no subordinar su propia gula al arbitrio
de Neptuno, discurrió un mar para su uso particular, taponando las aguas por medio de
estuarios y echando diversos tipos de peces en cada uno de aquellos receptáculos. Y todo para que
no faltasen en la mesa de Orata los más variados manjares, ni aunque sobreviniese la
más cruda
inclemencia. Cercó las orillas, por aquel entonces desiertas, del lago Lucrino
con amplias y elevadas edificaciones, para así poder disfrutar de mariscos frescos. Y mientras se afanaba en
acaparar aguas públicas, se vio envuelto en un juicio con el asentista Considio.
Lucio Craso, el abogado de la parte contraria, dijo que su amigo Considio se
equivocaba al pensar que, obligando a Orata a alejarse del lago, le habrían de faltar las
ostras, porque si no hubiese podido ir a cogerlas allí, las habría encontrado bajo las tejas.
Lo cierto es que el actor trágico Esopo debió entregar
en adopción a su hijo en lugar de dejarlo como heredero de sus bienes, pues se
trataba de un joven con un afán por el lujo no sólo desmedido, sino incluso
enfermizo. Se dice de él que compraba a un precio abusivo avecillas prodigiosas
por su canto y las ponía como si fuesen papafigos; y que solía añadir a las
bebidas perlas de gran valor bañadas en vinagre, ansioso por derrochar cuanto
antes su inmenso patrimonio como si de un pesado fardo se tratase. Quienes
siguieron o bien el patrón de conducta del anciano, o bien el del joven, llegaron
aún más lejos que ellos. Y es que ningún vicio suele terminar allí donde empieza:
unos traen peces desde las costas del Océano, otros funden sus tesoros en la
cocina, hallando un gran placer en comerse y beberse su propia hacienda.
El final de la segunda guerra púnica y la derrota del
rey Filipo
de Macedonia trajeron a nuestra ciudad el alivio de una vida más
disipada. Fue por aquel entonces cuando las matronas se atrevieron a
rodear la casa de los Brutos, quienes estaban dispuestos a oponerse a la derogación de la
ley opia, una ley que las mujeres deseaban abolir a toda costa, pues no les
permitía llevar ropas de variados colores, ni poseer más de media
onza de oro, ni trasladarse en un carro tirado por caballos a menos de una
milla de la ciudad, a no ser que fuese con motivo de un sacrificio. Y por
cierto que consiguieron abolir aquella ley que había permanecido
vigente durante veinte años seguidos. Los hombres de aquella época no
repararon en qué desembocaría el obstinado afán de aquella
insólita camarilla, o hasta qué punto se propasaría aquella
osadía que conculcaba las leyes. Y es que si hubiesen podido barruntar la
pomposidad que distingue al ánimo femenino, pomposidad a la que se añade cada día
alguna cosa nueva todavía más ostentosa, se habrían opuesto desde su
misma raíz al lujo que se les avecinaba. ¿Y qué más puedo
añadir yo de las mujeres, cuya ligereza mental y total
ineptitud para afrontar cualquier tarea más o menos espinosa las incitan
a poner todo su afán en un culto desmedido hacia sí mismas, cuando veo
que incluso hombres del pasado, célebres por su nobleza y su espíritu, cayeron
también en este extravío tan ajeno a la primitiva sobriedad? Quede esto
patente con el escarnio de ellos mismos.
Gneo Domicio, en medio de una discusión que tuvo con su colega Lucio Craso, le reprochó que tuviese en el
pórtico de su casa columnas del monte Himeto. Acto seguido, Craso le preguntó en
cuánto valoraba él su propia casa, a lo que
Domicio respondió: "En seis millones
de sestercios". "¿Y cuánto estimas que valdría -replicó Craso-, si voy
allí y talo
diez arbolillos?" "Pues tres millones", contestó Domicio. Entonces Craso
señaló: «Y quién de los dos es, pues, más ostentoso: yo, que he comprado diez columnas por
cien mil
sestercios, o tú, que
tasas en tres millones de sestercios la sombra de diez arbolillos?". ¡Qué conversación
tan desconsiderada hacia personajes como Pirro o Aníbal, tan plena de la ociosidad
que brindan las riquezas procedentes del comercio de ultramar! Y cuánto más frugal el lujo, en
comparación con el que habría de desplegarse en los edificios y bosques de los siglos
posteriores, toda vez que prefirieron legar a la posteridad el boato que ellos mismos habían
propiciado, en lugar de conservar la continencia que heredaron de sus
antepasados.
¿Y qué es lo que quería para sí Metelo Pío, el
personaje más prestigioso de su época, cuando consentía, cada vez que llegaba a
Hispania, que sus huéspedes lo recibieran con altares y olor a incienso? ¿O
cuando, lleno de gozo, contemplaba las paredes cubiertas de tapices dignos del
rey Atalo? ¿O cuando
permitía que, tras espléndidos banquetes, se diera paso a los juegos más fastuosos?
¿O cuando celebraba festines ataviado con la túnica de los vencedores y recibía
coronas de oro que bajaban desde el techo, como si su cabeza fuese divina? ¿Y
dónde sucedía esto? No en Grecia, ni en Asia, donde la propia seriedad podía
dejarse corromper por el lujo, sino en una provincia indómita y belicosa, en
tanto que un enemigo tan contumaz como Sertorio cegaba los ojos de los
ejércitos romanos con proyectiles lusitanos. ¡Hasta ese punto se había borrado
de la mente de Metelo la campaña de su padre en Nurnidia! Queda clara, por
tanto, la rapidez con que el lujo hizo acto de presencia, pues quien de joven
conoció las costumbres primitivas, de viejo implantó otras nuevas.
Muy semejante fue el cambio que experimentó la casa de los
Curiones, habida cuenta de que nuestro foro fue testigo de la
extraordinaria gravedad del padre y de la deuda de sesenta
millones de sestercios del hijo, contraída ilícitamente por
parte de los jóvenes nobles de la familia. Así pues, en un mismo momento y en la misma casa, convivieron generaciones dispares,
una sumamente austera, la otra de lo más infame.
¡Y cuánto lujo e
indecencia hubo en el juicio contra Publio Clodio! Con tal de absolver a aquel
reo claramente culpable de un crimen de incesto, se llegó incluso a corromper con grandes
sumas de dinero a matronas y jóvenes de la nobleza, para entregarlas
de noche a los jueces como gratificación. En una componenda tan indecente y embrollada como aquélla, no se
sabría a quién condenar primero, si al que
maquinó aquel género de corruptela, a
quienes prestaron su integridad a cambio del perjurio, o a quienes
canjearon sus creencias por el estupro.
También fue inmoral el banquete que el asistente de
los tribunos Gemelo, de origen libre pero de una sumisión vergonzosa y más que
servil, celebró para el cónsul Metelo Escipión y los tribunos de la plebe, con
gran bochorno de la ciudadanía. Convirtió su casa en un burdel y allí
prostituyó a Munia y a Flavia, ambas ilustres tanto por su padre como por su
marido, así como al joven noble Saturnino. ¡Infame sufrimiento el de aquellos
cuerpos que iban a ser juguete de las más bajas pasiones de unos borrachos! ¡Festines
que el cónsul y los tribunos no debieron celebrar, sino castigar!
EJEMPLOS EXTRANJEROS
El lujo de los campanos fue tremendamente provechoso para
nuestra ciudad, pues cautivó con sus hechizos a Aníbal, hasta entonces invicto
en la guerra, y lo entregó a los ejércitos romanos para que lo derrotaran. Fue
con fastuosos banquetes, con abundante vino, con la fragancia de los perfumes y
con el uso inmoderado de las relaciones sexuales como este lujo de los campanos
empujó al sueño y al placer a un general tan despierto y a un ejército tan
experimentado. y es que la fiereza
cartaginesa quedó maltrecha y desbaratada cuando la plaza Seplasia y la Albana pasaron
a ser su campamento. ¿Y qué hay más deshonesto o más dañino que aquellos vicios
que debilitan el valor, que hacen languidecer las victorias, que convierten la
gloria adormecida en infamia, que se adueñan de las fuerzas del alma y del
cuerpo, hasta el punto de no saber si resulta más pernicioso ser atrapados por
el enemigo o por los propios vicios?
Estos mismos vicios enredaron a la ciudad de Bolsena
en graves y bochornosas calamidades. Era una ciudad opulenta, escrupulosa con
la moral y las leyes, se la consideraba la capital de Etruria. Pero, después que se dejó
arrastrar por el lujo, cayó en un abismo de iniquidad e indecencia,
hasta llegar
a someterse a la caprichosa tiranía de los esclavos. Primero, unos
cuantos de ellos osaron entrar en el orden senatorial, y luego se
apoderaron de todos los asuntos públicos. Mandaban redactar los testamentos a su antojo,
prohibían los banquetes y las reuniones de ciudadanos libres, contraían matrimonio con
las hijas de sus amos. Finalmente, decretaron por ley que los estupros cometidos contra
viudas y
casadas no recibieran castigo alguno, y que ninguna virgen pudiera casarse
con un libre, si uno de ellos no había mancillado antes su castidad.
En cuanto a Jerjes, se mostraba tan pomposo en la
ostentación de su soberbia opulencia de rey, que por medio de un edicto
prometió un premio a quien inventase un nuevo tipo de placer. Mientras se
dejaba atrapar por la excesiva molicie, ¿cómo iba a poder eludir la tremenda
ruina de su extraordinario imperio?
El rey Antíoco de Siria representa también un claro ejemplo
de incontinencia. Imitando su ciega y disparatada suntuosidad, la mayor parte
de sus soldados fijó sus botas con clavos de oro, utilizó en la cocina vasijas
de plata y construyó sus tiendas adornándolas con pequeñas figuras bordadas. De este modo acabaron convirtiéndose en
presa deseable para un enemigo ambicioso, y no en impedimento para que un
esforzado rival alcanzase la victoria.
El rey Ptolomeo vivió solamente para sus vicios, hecho
que le valió el sobrenombre de Panzudo . ¿Puede haber algo más bajo que su propia bajeza?
Obligó a una hermana mayor que él, que ya estaba casada con un hermano común, a
casarse con él. Luego de violar a una hija de ella, repudió a la que era su
mujer para poder desposarse con la hija.
Muy similar a la conducta de los reyes de la nación egipcia
fue la de sus propios habitantes. A las órdenes de Arquelao , salieron de las
murallas de la ciudad para enfrentarse a Aulo Gabinio. Cuando recibieron la
consigna de rodear el campamento por medio de una fosa y una empalizada, todos
al unísono exclamaron que una obra como aquélla había que cederla a unos
obreros a costa del erario. Así se explica que aquellos hombres tan flojos por
culpa de la molicie no pudieran hacer frente al arrojo de nuestro ejército.
Aún más afeminados fueron los individuos de Chipre, que
soportaban resignados que sus reinas subiesen a sus carros pisando los cuerpos de sus mujeres, a modo de
peldaños, con tal de poner sus pies
sobre algo más blando. A estos hombres (si es que realmente eran hombres), más les hubiera valido morir que obedecer una orden tan
refinada.
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