domingo, 24 de mayo de 2015

MEDITACIONES DE CAYO JULIO CÉSAR PARTIENDO HACIA HISPANIA ULTERIOR EN -60




En los idus de marzo, César por fin partió para Hispania Ulterior. Reducido a unas cuantas palabras y cifras en una sola hoja de papel, Lucio Pisón en persona le llevó su estipendio, y se quedó a continuación haciéndole una alegre visita a Pompeyo, a quien César le hizo comprender con mucho esmero que Lucio Pisón era una persona cuya amistad bien merecía la pena cultivar. El fiel Burgundo, esclavo que fue regalo de Cayo Mario, canoso ya, le llevó a César las pocas pertenencias que necesitaba: una buena espada, una buena armadura, buenas botas, un buen equipo para el tiempo lluvioso, buen equipo para la nieve y buen equipo para cabalgar. Dos hijos de su viejo caballo de guerra Toes, cada uno de los cuales tenía dedos de los pies en lugar de cascos sin herradura. Afiladeras, navajas de afeitar, cuchillos, herramientas, un sombrero que le diera sombra como el de Sila, para el sol del Sur de Hispania. No, no mucho, en realidad. En tres cofres de tamaño mediano cabía todo. Habría lujos suficientes en las residencias del gobernador en Castulo y en Gades.



Así pues, con Burgundo, algunos valiosos criados y escribas, Fabio y otros once lictores ataviados con túnicas de color carmesí y portando las hachas en sus fasces, y además con el príncipe Masintha camuflado dentro de una litera, Cayo Julio César navegó desde Ostia en un buque alquilado lo bastante grande como para dar cabida al equipaje, las mulas y los caballos que su séquito necesitaba. Pero esta vez no tendría ningún encuentro con piratas. Pompeyo el Grande los había barrido de los mares.



Pompeyo el Grande... César se apoyó en la barandilla de popa, que quedaba entre los dos enormes remos de timón, y contempló la costa de Italia que se iba deslizando por el horizonte mientras el espíritu se le elevaba y la mente, poco a poco, iba a parar a su tierra y a su gente. Pompeyo el Grande. El tiempo que había pasado con él había resultado útil y fructífero; su simpatía hacia aquel hombre crecía con los años, de eso no cabía la menor duda. ¿O era Pompeyo el que había crecido?



No, César, no seas poco generoso. Él no se merece que le escatimen nada. No importa cuán mortificante pueda resultar ver a un Pompeyo conquistar a lo ancho y a lo largo, el hecho es que Pompeyo ha conquistado a lo ancho y a lo largo. Dale al hombre lo que se le debe, admite que quizás seas tú quien ha crecido. Pero el problema de crecer es que uno deja atrás lo demás, exactamente igual que la costa de Italia. Por eso pocas personas crecen. Sus raíces topan con lechos de piedra y se quedan como están, satisfechos. Pero debajo de mí no hay nada que yo no pueda apartar a un lado, y por encima de mí se encuentra el infinito. La larga espera ha terminado. Por fin voy a Hispania a mandar legalmente un ejército; pondré mis manos sobre una máquina viviente que, en las manos adecuadas -mis manos-, no puede ser detenida, ni deformada, ni descoyuntada, ni desgastada. He anhelado un supremo mando militar desde que me sentaba, de niño, en las rodillas del viejo Cayo Mario y escuchaba hechizado las historias que me contaba un maestro del arte de la guerra. Pero hasta este momento no he comprendido con qué pasión, con qué fiereza he deseado ese mando militar.



Pondré mis manos sobre un ejército romano y conquistaré el mundo, porque yo creo en Roma, creo en nuestros dioses. Y creo en mi mismo. Yo soy el alma de un ejército romano. No se me puede detener, ni alabear, ni descoyuntar, ni desgastar.

( C. McC. )



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